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En Caracas, la tregua se llama baloncesto

Las normas que rigen Los Magallanes de Catia pueden parecer tortuosas para el foráneo pero son claras para el residente

No ondean banderas blancas, pero todos lo saben, la cancha se respeta. En las barriadas populares de Caracas, donde la vida discurre entre cerros que parecen querer huir de la ciudad que otean, la violencia es un paisaje cotidiano, una asignatura más en las calles que, no obstante, no tiene acceso a la pista de baloncesto, el oasis, una tierra de nadie y para todos.

O dicho en lenguaje del barrio: «Para la delincuencia este es un tabú, respetan el espacio, de esa puerta para adentro, es nulo».

Y no lo dice cualquiera, lo explica Juan Toro. Pero si preguntan, casi nadie le reconocerá por ese nombre. En Catia, la enorme barriada que marca el límite occidental de Caracas, este entrenador que ya apunta maneras de veterano es «Blancanieves».

Lo es, aunque sus manos tenga poca apariencia de Disney y su tono de piel sea el de Shaquille O’Neal.

«Blancanieves» es una leyenda en Los Magallanes, uno de los sectores de Catia cuyas fronteras con el barrio vecino no existen -casi- ni en los mapas de quienes diseñan la ciudad.

«Aquí nunca se ha formado un tiroteo ni nada dentro de la cancha», sostiene «Blancanieves» sobre su oasis, la cancha y escuela de la que tomó el nombre.

«EL RESPETO SE GANA»

A su espalda, sobre un banquillo, una pintada en la pared ya desconchada recuerda que ahí no se ponen los pies. Al lado, en la mesa de anotadores, está prohibido sentarse. Delante, sobre la pista, un centenar de niños (y niñas) juegan, se divierten y aprenden valores en un espacio seguro.

«Aquí el respeto se gana, el respeto no se compra», explica el entrenador y apostilla: «Ya ellos saben».

Las normas que rigen Los Magallanes de Catia pueden parecer tortuosas para el foráneo pero son claras para el residente. Pueden estar plagadas de tabúes en unas calles que serpentean por el cerro entre casas de autoconstrucción, rutas con escaso asfalto y ruido de las motos. Motos a todas horas.

«Muchos que están en la delincuencia (dicen): ‘esa es la cancha del profesor Blancanieves y Omar, están haciendo algo por la comunidad'», explica.

Siempre algo se cuenta y algo se calla, la omisión cuenta tanto como las palabras que se exponen. Quizás por eso añade: «No es que la tengamos toda buena».

A su espalda, un partido mixto se juega y, tal vez, se sueña con emular a los héroes mientras disfrutan de un espacio de libertad.

SALVAR CON EL BALONCESTO

De Catia también es Johnderwin Zambrano, espigado y con aspecto de atleta a sus 23 años. Se ha forjado lanzando a canasta y trabaja con la ONG Caracas Mi Convive, enfocada en la reducción de la violencia.

¿El baloncesto puede salvar la vida a la gente? «Sí, porque lo hizo conmigo», asegura a Efe.

«Yo veía, cuando era chamo (muchacho), cómo compañeros del equipo en la cancha compartíamos (…) pero fuera de éramos otras personas. Fuera, los mismos compañeros, vendían droga o la consumían en las gradas», explica.

Y prosigue: «Veía el deterioro, tenía compañeros que eran supertalentosos a nivel deportivo pero que nunca tuvieron una oportunidad». Muchos de ellos ya no están.

Ahora trabaja con una organización que ha identificado que «la violencia se concentra en pocos lugares y es ejercida por pocas personas».

«Si identificamos esos puntos y tratamos de erradicarlos de forma programática, en conjunto con la comunidad, estos puntos van disminuyendo y pasan de ser puntos calientes a puntos de encuentro y convivencia con la comunidad», sostiene.

Así han hecho en la cancha de Mamera II, que hoy luce tan resplandeciente, en medio de la barriada, que cuesta imaginar que era una suerte de baño público y zona de consumo de drogas.

LA DERROTA DEL OCIO

La vida comienza en la cancha, pero no termina en la pista. Lo cuenta Omar Solórzano, compañero de «Blancanieves» y entrenador hace 25 años, «la disciplina es lo primero», la clave para alejarles de la palabra maldita en estas calles, «ocio».

«El ocio no trae nada bueno, un niño, después que estudia, llega y no tiene nada que hacer, va a la calle, se consigue (encuentra) con amigos y no todos tienen la misma iniciativa», explica.

La tentación, esa que también tiene forma de tabú aunque tenga mil nombres, es la más peligrosa y la que se reconduce en la cancha. «Ese -prosigue Solórzano- es nuestro trabajo, tratar que el mundo no se los coma».

«No me gustaría decir cosas porque son dolorosas. Así como unos han salido y los has llevado a que triunfen, otros no han corrido con la misma suerte y ya hoy, físicamente, no están», añade casi contando las palabras.

Son los males del «ocio» y a él le queda una lección, esa que dice que «en la vida del entrenador se aprende más de las derrotas que de las victorias».

Así en la vida como en el baloncesto. 

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