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Los venezolanos del fin del mundo

Yony José Carrero tardó tres días en recorrer los 1.050 kilómetros que separan El Vigía, la ciudad venezolana en la que nació, y Puerto Asís, en el remoto departamento colombiano del Putumayo, y lo hizo con su esposa, su suegra, tres hijos y una pierna rota.

Él es uno de los 4.000 venezolanos que, según la ONU, viven en Putumayo, un departamento selvático con centenares de pasos irregulares con el vecino Ecuador, lo que hace que sea un lugar de tránsito para muchos.

«Lo que yo tenía era una moto, y con el accidente la agarró la Fiscalía y se perdió. Duré una semana y pico entubado; prácticamente estaba más muerto que vivo», explica Yony José en lo que podría ser la sala de su casa, en las afueras de Puerto Asís.

Muchos de sus compatriotas están de paso, pero Puerto Asís, de unos 60.000 habitantes, era el destino final de Carrero y su familia porque ahí nacieron los padres de Ana Lucía Quinchoa, su esposa, que responde a las preguntas con su hija recién nacida en brazos.

Yony José Carrero: 28 años, tres hijos, una esposa, una cicatriz en la mejilla izquierda, un diente de oro que brilla como el de Pedro Navaja, una varilla de hierro atornillada a su pierna, que supura pus a la altura del tobillo.

En esas condiciones tuvo que encarar su viaje, todo por carretera: de El Vigía (estado Mérida) a Puerto Santander, en la frontera con Colombia, y de allí a Cúcuta, luego a Bogotá, y de la capital a una casa que comparte con catorce compatriotas en Puerto Asís.

En la vivienda habitan ocho adultos y seis niños que llegaron huyendo de la crisis de su país y que se ganan la vida como pueden: trabajando los más afortunados, vendiendo dulces en las calles la mayoría, pidiendo en semáforos los más desdichados.

En esta casa paga cada uno 380.000 pesos mensuales (unos 117 dólares) por una habitación compartida y por usar los espacios comunes, que son una cocina, baños y un lavadero.

Carrero y su familia viven desde hace poco más de un mes en uno de esos cuartos: cinco metros por cinco, un colchón tirado en el piso, una manta azul con un oso panda dibujado, un catre, un baño sin puerta, una cuna, una joven (26 años, dice) embarazada y con un niño en brazos.

La familia de Carrero podría decirse que es afortunada porque Ana Lucía trabaja como camarera y con eso pueden permitirse la vivienda, la comida y lo que necesitan los niños.

«Aquí uno trabaja y resuelve lo de la comida y resuelve lo de los pañales, pero allí (en Venezuela) es impensable. Aunque yo trabajara en cinco trabajos no me iba a alcanzar ni para la comida», explica Ana Lucía.

Antes del accidente de Yony, que era mototaxista, se ganaban la vida a duras penas, pero su pierna rota complicó su situación hasta que decidieron emigrar con sus hijos.

Todos ellos son irregulares, como aproximadamente 70% de los migrantes que llegan al país.

Además, 60% de los que llegan son niños, lo que complica todavía más su atención por la dificultad de su condición: las autoridades de Bogotá, por ejemplo, calculan que entre 10 y 15% están desnutridos, lo que hace que sean más bajitos de lo normal.

«En estos niños se está viendo más acentuado este fenómeno. La mayoría empieza a sufrir enfermedades respiratorias y diarreicas», explica Paola Gustín, una de las nutricionistas de la ONG Acción Contra el Hambre en Bogotá.

Para la edad que tienen, los hijos de Yony y Ana Lucía son más pequeños de lo habitual, y una de ellas, Angelimar, tiene una afectación pulmonar.

Además de la miseria y el desarraigo, la población migrante venezolana se ha enfrentado en los últimos meses a un mal que muy pocos esperaban: brotes de xenofobia y racismo que van desde la discriminación pública hasta las amenazas de muerte.

En Puerto Asís, la familia se ha sentido acogida desde el primer momento, según explican ellos mismos, despreocupados, entre carcajadas y chascarrillos.

Aunque Carrero, con su pierna rota e infectada, parece tener una explicación para ello: «Todavía no he salido a la calle».

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