Judicial

Hijos de la cárcel: Sueños tras los barrotes (III)

Por Carla Michelotti

Pasión, alegría, frenesí. El fútbol une a fanáticos que a grito de “gol” y sin despegar sus ojos del balón apoyan a su equipo de once durante 90 minutos. Cada tanto se convierte en la conversación de moda: en las peluquerías, en las casas, en los restaurantes, en los centros comerciales, en los colegios… y en una casa hogar.

En la que viven los hermanos Mauricio, Ezequiel y Augusto desde hace dos años —cuando su madre decidió internarlos en un albergue, por tener que cumplir una condena sustitutiva de libertad que le impedía cuidarlos— los pequeños esperan ansiosos que comience un partido importante.

Es miércoles 25 de junio de 2014 y son las 11:20 de la mañana. Dentro de diez minutos comenzará el encuentro, pero dentro de diez minutos será hora de almorzar. Tal vez, si comen rápido, podrán ver apenas una parte del primer tiempo, porque a las 12:30 quienes los cuidan los llevarán al colegio, a dos cuadras del albergue.

Una mala decisión

El 13 de mayo de 2009, Cándida —morena, metro sesenta y cinco, cabello oscuro— fue a visitar a su esposo en la prisión. Él pagaba una condena desde hacía nueve meses por tráfico de drogas.

En medio de una revisión de rutina para entrar al Internado Judicial de Los Teques, funcionarios de la Guardia Nacional notaron que la mujer llevaba un paquete de Harina Pan a medio destapar. Al examinar su contenido, descubrieron una bolsa de papel marrón. Dentro de ella había cinco envoltorios más pequeños, de papel aluminio, que pretendían esconder montones de hierba seca —marihuana—. Automáticamente quedó detenida preventivamente por el delito de “Tráfico atenuado de sustancias estupefacientes y psicotrópicas en la modalidad de ocultamiento agravado”, según consta en su expediente.

Todo pasó demasiado rápido: al día siguiente la presentaron ante la Fiscalía y en la tarde la llevaron a una sede del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (Cicpc) y, finalmente, a los Tribunales. Dos días después de apresar a Cándida, la ingresaron en el Instituto Nacional de Orientación Femenina (INOF), ubicado en Los Teques.

La condenaron a permanecer ocho años en prisión. A partir de ese momento, sus tres hijos quedaron bajo los cuidados de Jacobo, su único tío paterno. La madre de Cándida también estuvo pendiente de sus nietos, pero es una mujer mayor y por eso no pudo asumir la custodia de los pequeños.

Una autorización firmada por Cándida fue suficiente para que su cuñado se convirtiera en el representante legal de sus hijos en el colegio, los médicos y otros asuntos. No hizo falta la intervención del Consejo de Protección de Niños, Niñas y Adolescentes, ni la de un tribunal de protección para entregar la custodia. Nada.

Según el informe anual del Observatorio Venezolano de Prisiones 2015, 2.761 mujeres estuvieron privadas de libertad para finales del año pasado. No se sabe con exactitud cuántas de ellas son madres, el Gobierno no lleva una estadística de ese porcentaje.

Sin embargo, para Alexander Campos, sociólogo, docente e investigador de la Universidad Central de Venezuela y del Centro de Investigaciones Populares (CIP), 90% de la población reclusa femenina es madre.

El 6 de diciembre de 2011 Cándida salió del INOF, donde estuvo internada dos años y siete meses. Aun así, los niños todavía no podían ser cuidados por su madre, debido a que ella no había terminado su condena: ahora lo haría bajo la modalidad de régimen abierto. Eso significa que durante el día debía salir a trabajar y de lunes a jueves tenía que dormir en un Centro de Tratamiento Comunitario (CTC) en Los Chorros —al este de Caracas—, uno de los dos que hay en la ciudad.

Para optar por esta alternativa de la prisión, de acuerdo con el artículo 488 del Código Orgánico Procesal Penal, la mujer tenía que haber cumplido como mínimo dos tercios de su pena y demostrar un buen comportamiento durante su condena. Pero Cándida mantuvo una conducta intachable dentro del penal y por ello la dejaron salir mucho antes.

Ahora está bajo régimen de presentación: dos veces a la semana tiene que ir al Palacio de Justicia y firmar un libro en el que conste que estuvo allí. También debe tener un trabajo, pero durante un tiempo se le hizo complicado encontrar empleo. “Entonces decidí ser buhonera”, cuenta ella desde su puesto, ubicado en una calle de Los Teques, donde vende cuadernos, medias y zapaticos tejidos para bebés. Allí logra camuflarse: sonrisa tímida, modales impecables. Es difícil sospechar que Cándida está penada y que cumple su condena bajo un sistema supervisado para reincorporarse poco a poco a la sociedad.

Maltratados

Mauricio es callado, reservado. De tez tostada y cabello negro, corto. Se limita a escuchar. Es el mayor de sus hermanos. Tiene doce años. Según la Lopnna, ya es un adolescente. Para la directiva de la casa hogar “San José”, ubicada en San Antonio de los Altos, ya tiene la edad máxima de permanencia en el lugar. Pero eso ya no importa: dentro de muy poco tiempo todos se marcharán.

El día que Cándida —su madre— entró en prisión, él tenía siete años y medio. La situación le llegó sin anestesia.

—Tu mamá cayó presa —le dijo algún familiar.

Entonces Mauricio entendió que su mamá había hecho algo malo y que debían castigarla por eso. Pero se lo dijeron sin tacto, sin preparar el terreno para que el niño lo entendiera de buena manera, si es que acaso existe una buena manera para recibir las malas noticias.

Y no es que la honestidad sea descabellada, porque “hay que ser claros con los niños”, opina Andrea Álvarez, psicóloga clínica especializada en terapia para niños.

—La situación por la que atraviesa una madre es algo que también afecta al niño, por eso es importante hablarlo claramente con él, pero siempre con respeto y evitando comentar detalles innecesarios. Hay que explicar de la manera más general posible, pero si el niño no pregunta, no hace falta ahondar en los pormenores. Ahora, si el niño comienza un interrogatorio, hay que aclararle todas las dudas que le surjan. Es él quien debe marcar la pauta.

—La importancia de que el niño comprenda muy bien lo que sucede con él —agrega su colega Negdys Mendoza— radica en que cuando existen vacíos en la historia personal de un pequeño debido a que un adulto omite cierta información, va a ser llenada por el mismo infante con alguna explicación ante la situación que sucedió. Esas exposiciones, llamadas fantasías, generalmente suelen ser peores que la realidad, y son generadoras de angustia en el niño. Es mejor que su historia personal quede clara. Eso le da una base sobre su propia realidad.

Mauricio se fastidia rápido. Se mira las manos, observa a Augusto, el menor de sus hermanos. Se cruza de brazos y responde cualquier pregunta con desgana.

—Yo veo todos los días a mis papás.

—No. Solo los vemos los viernes, sábados y domingos, que nos mandan a la casa —lo desmiente Augusto—. Ah, y el lunes, porque venimos para acá.

Los tres hermanos se contradicen. Los menores sacan de quicio a Mauricio, pero él solo se motiva a hablar cuando los otros dos lo hacen. Es autoritario, y a la vez es protector con ellos, celoso.

—No me gusta hacer nada —dice Mauricio. Tuerce los ojos y apoya su barbilla encima de una de sus manos.

—Jugar con la bicicleta que tenemos sí te gusta —lo contradice Augusto.

—Y voleibol —agrega Ezequiel.

—Sí, y… kickingball. Solamente la patea y la bota pa’ allá —agrega emocionado el más pequeño, señalando al fondo de la ventana.

Mauricio se impacienta. Rechina los dientes y niega con la cabeza.

—¡A mí no me gusta nada de eso! —dice.

—¡Claro que sí! —insiste Augusto— ¿No? ¿Y cortar monte?

—¡Cállate! A mí no me gusta nada de eso —repite.

—Y estudiar también —se aventura Ezequiel.

—¡Menos!

Hace años, Mauricio y sus hermanos fueron maltratados por su tío Jacobo y su esposa: les pegaban, les gritaban y les decían groserías.

Jacobo trabajaba en el día y su pareja cuidaba a los pequeños durante su ausencia: les cocinaba, les lavaba la ropa y los curaba si llegaban a enfermarse. Pero no jugaba con ellos, no les buscaba conversación y no intentaba ser maternal.

—Decía que mis niños la tenían harta, que eran muy difíciles —recuerda Cándida.

Y Mauricio se volvió agresivo. Agresivo con él mismo, y agresivo con quienes lo rodeaban, incluso, con sus propios hermanos, a quienes somete para que hagan lo que él quiere, pero sin dejar de protegerlos de los demás.

No demuestra simpatía a los desconocidos y responde las preguntas con desdén. No es de extrañar que ante la típica pregunta: “¿Qué quieres ser cuando seas grande?” su respuesta sea simple y tajante:

—Nada. No quiero ser nada.

Está en quinto grado. A su edad, debería estar mucho más avanzado. Cuando entran en la adolescencia, los jóvenes sueñan con ser pilotos de aviones, raperos famosos o presentadores de televisión. Pero él no. Sus sueños, como su presente, parecieran también estar marcados por los barrotes.

Niños agresivos

—Mi papá se llama Augusto, igual que yo —explica el menor de los tres hijos de Cándida.

El pequeño de seis años se levanta de su silla, se sienta en otra. Se vuelve a levantar. Sonríe y se le ven sus dientes de leche: apenas se le comienza a notar la falta de uno de sus incisivos inferiores. Observa por la ventana, con la mirada perdida. Regresa y se sienta de nuevo, mira la televisión. Las sillas son demasiado pequeñas para que un adulto pueda sentirse cómodo en ellas, parecieran diseñadas especialmente para él.

Cuando Cándida entró en prisión, él era un bebé de apenas un año. Sus primeros dientes de leche le salieron cuando vivía en casa de su tío Jacobo. Sus primeros pasos también los dio allí. Otra mujer que no era su madre se ocupó de sus fiebres y lo enseñó a dejar los pañales. Pero él tiene muy claro quién es la mujer que le dio la vida. Aunque no la ve a menudo, no es una extraña para él. No la ve todos los días y eso le parece algo normal.

Físicamente no se parece a sus hermanos: es un niño rubio, de cachetes rollizos y ademanes graciosos. No espera que alguien le hable para iniciar una conversación. Mira directamente a los ojos. Le gusta que lo miren. Para él es imposible estar tranquilo: se pone de pie, agarra una laptop de juguete que desde hace meses no enciende; la abre, la cierra, la observa. Se ríe.

—¡Augusto! —lo regaña Ezequiel, con un ceño fruncido que le hace asomar un par de arrugas a su frente.

—¿Qué?

—¡Que te sientes!

—Ya me senté.

A simple vista no parecen niños agresivos, pero Luisana Diasferia —una estudiante del último año de Psicología, quien realiza su servicio comunitario en la casa hogar “San José” como terapeuta de los pequeños— asegura que realmente sí lo son. Los tres son inseparables, pero tienen una jerarquía bien marcada: Augusto y Ezequiel miran a Mauricio como una autoridad. Augusto lo imita y Ezequiel cumple lo que Mauricio diga, como si fuese una norma.

Cuando su padre entró en prisión, Mauricio, por ser el mayor, era el más consciente de la situación: sabía que Cándida visitaba a su esposo en el penal cada cierto tiempo y sabía que el día que ella también cayó presa, había ido a visitarlo. Por ello, el niño siente rencor contra su padre y sus dos hermanos también lo culpan —al padre— por el encarcelamiento de su mamá.

—Cuando sea grande voy a matar a mi papá —le dijo un día Augusto a Luisana con seriedad.

Una afirmación como esa, para Diasferia, es uno de los indicios más claros de que el niño también es una víctima, a pesar de que para él sea imposible recordar el momento en el que su madre entró en prisión.

Pudo haber vivido con su mamá. Pudo haberlo hecho, porque el artículo 75 de la Ley de Régimen Penitenciario establece que la madre privada de libertad puede vivir con su hijo de hasta tres años dentro del penal; y existe la posibilidad de que ese límite de edad se prorrogue a través de un tribunal de protección del niño y el adolescente. Pero Cándida no quería a ninguno de sus hijos dentro de la prisión.

En el INOF existe un espacio acondicionado para las mujeres que son madres. Está separado del área en donde se encuentran las internas que no son mamás y allí tienen televisores, juguetes y otros accesorios que crean un ambiente más amigable para la tranquilidad de los niños. También funciona un servicio de guardería que trabaja de lunes a viernes, desde las 8:00 de la mañana, hasta las 6:00 de la tarde.

La número 49 de las reglas de Bankgok señala que los niños que vivan dentro de la prisión no serán tratados como reclusos. “Generalmente, en el momento de los motines y redadas policiales, quienes están en esta sección tienen prioridad en cuanto a la seguridad”, explica Cándida.

Las investigadoras Carla Serrano y María G. Moraís indican en su informe sobre los derechos de los niños y niñas hijos de madres privadas de libertad que en las cárceles “existe un área pabellón (como así lo llaman) de uso exclusivo para las madres con sus niños, donde se evita el contacto permanente con el resto de la población reclusa (…) En estos pabellones funcionan los dormitorios, la mayoría individualizados (…) Por lo general, se trata de cuartos pequeños con baños incluidos, variable disponibilidad de enseres y en algunos casos, según los recursos de cada madre, los espacios lucían hasta saturados de objetos”.

—Mis hijos me visitaron tres veces en el INOF —cuenta—: la primera fue porque la esposa de mi cuñado llevó a los niños para allá con la intención de dejármelos ahí adentro. Ella decía que no los aguantaba. Comenzaron a tener episodios de rebeldía porque nosotros —sus padres— ya no podíamos estar con ellos. Mi esposo salió de prisión antes que yo y se los llevó a vivir con él, y en ese momento me los llevó dos veces más de visita. Pero yo le pedí que no me los volviera a llevar. No quería que regresaran más nunca a ese lugar. Ver la forma en que tú hablas, en que te desarrollas, el convivir, el estar encerrado. Verte en cuatro paredes y nada más en la noche. Ese no era un ejemplo para mis hijos. Ya yo les había dado un mal ejemplo estando allá adentro. Iba a ser peor teniéndolos a ellos allí también. No quise eso para mis hijos.

En apariencia, Augusto es un niño feliz. Su inocencia y carisma resaltan ante la mirada de quien no lo conoce bien. Está entusiasmado porque a partir de septiembre tendrá que usar camisa blanca, (“como lo niños grandes”, dice). Para entonces, ya no estudiará en el mismo colegio. Aquí solo le quedan tres semanas.

Sentimiento de abandono

Augusto padre salió de prisión en mayo de 2011. En ese momento, los tres hermanos se fueron a vivir con él. Solo vivieron siete meses con papá, pero para todos fue una eternidad: los niños eran rebeldes, no le hacían caso a su padre y decían que extrañaban a Cándida. Durante las noches, volvían a dormir en casa de Jacobo, porque Augusto estaba bajo régimen abierto y debía pernoctar en un Centro de Tratamiento Comunitario.

El 6 de diciembre de 2011, Cándida también salió del INOF para terminar de cumplir lo que le queda de condena bajo la modalidad del régimen de presentación. Al llegar a su casa nuevamente, reconoció que la relación con sus hijos había cambiado.

El distanciamiento entre el niño y su madre es algo natural, expone el terapeuta familiar Maharshi Dona, porque el niño se siente abandonado, a pesar de comprender las causas que llevaron a esa ausencia.

—El vínculo puede ser difícil de reparar debido a la recriminación de abandono. No es lo mismo que el padre se vaya, a que sea la madre quien lo haga. Además, no es lo mismo que la mamá muera a que esté presa, porque esto representa que estuvo castigada. Es algo mal visto ante la sociedad y por ello los niños tienden a reprocharlo —explica.

Cándida ya no estaba internada en el INOF, pero ahora debía dormir cada noche en el Centro de Tratamiento Comunitario (CTC) de Los Chorros. Su esposo también debía terminar de pagar su condena bajo la misma alternativa de prisión que ella —régimen abierto—. Para ese entonces Jacobo ya no quería volver a cuidar a los niños y Cándida ya no tenía con quién dejarlos durante las noches.

Un día, la directora del CTC le presentó a Cándida la idea de llevar a sus hijos a la casa hogar “San José” y ella aceptó la propuesta. Desde entonces comenzó a dejar a sus hijos en el albergue todos los lunes para después buscarlos los viernes en la tarde.

—Deja que te agarre en el colegio, que te voy a joder —dijo Mauricio un día a uno de sus compañeros de la casa hogar, según le contó la hermana Marina a Luisana Diasferia en una de sus sesiones.

Mauricio intentaba someter a todo aquél que estuviera a su alrededor y amenazaba a quien no hiciera lo que él quería. Discutía con los demás niños de la casa hogar y en más de una oportunidad se entró a golpes con unos cuantos, pero las religiosas siempre intervenían y por eso él prefería dejar las disputas para cuando no estuvieran bajo su supervisión.

También comenzó a hurtar dinero de las religiosas a escondidas. Un día, unos visitantes donaron cotillones para los pequeños de la casa hogar. Antes de ser repartidos a los niños, se perdieron algunos. Las monjas encontraron las cosas perdidas entre las pertenencias de Mauricio y le preguntaron directamente si él las había tomado. Él asintió.

—Yo sé que Mauricio es el más afectado de mis hijos —dice Cándida—. Mis hijos siguen siendo unos niños normales, como si no les ‘fuera’ pasado nada, pero Mauricio lo lleva en su corazón. He llorado con él y todo, y le digo: “Lo que tú sientas, dímelo. No me importa”. Pero no habla. Solamente llora. Él era el más grande, es quien vivió peor toda esta situación.

Reencuentro familiar

El 18 de julio de 2014 cerraron la casa hogar. Cándida, como muchos papás de los niños que estaban en el albergue, nunca entendió las razones por las cuales las monjas decidieron vender el lugar, pero agradece que el cierre del albergue coincidiera con el inicio de su régimen de presentación y no con su pernocta en el Centro de Tratamiento Comunitario de Los Chorros.

A pesar del tiempo que ambos padres estuvieron en prisión, el Estado no les hizo ningún seguimiento en cuanto al regreso a la dinámica familiar. Nadie le preguntó a Cándida cómo cuidaría a sus hijos, ni cómo llevan la relación entre ellos.

Legalmente, no se considera necesario realizar este tipo de estudios, porque a los padres no se les quitó la patria potestad de sus hijos: simplemente tuvieron que vivir durante un tiempo en una familia de acogida —la de su tío Jacobo— y luego en una entidad de protección, pero esto fue algo temporal y de alcance menor, expone Carlos Mijares, abogado de la Defensoría Pública del Niño, Niña y Adolescente, sede de Guarenas.

“En estos casos no hace falta llevar un seguimiento porque no se trata de algo tan traumático. La patria potestad representa la vida civil del infante y como esta siempre estuvo en las manos de sus padres, el regreso a la vida familiar no supone mayor complicación”.

Hace dos meses que los hermanos regresaron a vivir con Cándida y Augusto. Durante el día, todo es como había sido siempre, antes de tener que marcharse por primera vez de casa: los niños duermen hasta tarde —porque aún están de vacaciones—, se levantan a jugar y a ver televisión. Mauricio aún es agresivo, Augusto todavía lo imita, Ezequiel continúa siguiendo los mandatos de su hermano mayor.

Diasferia sugiere que los tres deberían ir al psicólogo, cada uno por separado, y luego reforzar eso con terapia familiar. Considera que Ezequiel —el hermano del medio— es quien tiene las mayores herramientas para superar lo que han vivido.

—Es el más centrado de los tres. Él intenta hacer ver a su familia como una familia feliz. Evita hablar del tema de la prisión y cuando hace dibujos de su familia, lo hace como si fuera la más unida, aunque no sea así. Cuando Augusto se porta mal, él lo aconseja, le dice que se quede tranquilo. Es también quien trata de tener la menor cantidad de roces posibles con Mauricio, el más grande, para no alterar la convivencia. El problema de Augusto es que imita mucho a su hermano mayor, quiere hacer todo lo que él hace y por eso su comportamiento es cada vez más complicado. Tiene su edad como ventaja: si va a terapia, seguro podrá ser un niño sin muchos problemas de comportamiento ni traumas por el proceso vivido.

Pero el caso de Mauricio es un poco más complicado: es el mayor, el más consciente de la situación desde el primer momento y, además, es quien está entrando a la adolescencia.

—Debido a las hormonas, es normal que los niños suelan ponerse más rebeldes a esta edad. Por eso, para evitar que el comportamiento de Mauricio empeore con su adolescencia, es necesario que sus padres lo lleven a terapia. Los padres necesitan ayuda —añade Diasferia.

Sin embargo, la terapia de los niños no es un tema que protagonice la conversación en la cena de esta noche. Por hoy, el debate se centrará en las jugadas que hicieron los 22 jugadores en la cancha esta tarde, durante un partido que, después de mucho tiempo, vieron ya no frente al televisor de una casa hogar, sino al de la sala de su propia casa.

(*) Los nombres de los niños y sus padres fueron cambiados para proteger su identidad.

Leer más:

La realidad de los niños con madres privadas de libertad (I)

Niños en la prisión

La niña que vive en hogares pasajeros (II)

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Condena, juez

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