Economía

¿Dolarizar o no dolarizar?

Ésa es la cuestión. Estamos ante una encrucijada cambiaria. Esto quiere decir que ha llegado el momento en que el Uruguay va a tener que decidir qué hacer con su moneda. En realidad, hace ya tiempo que enfrenta la pregunta. El país está plantado ante ella, como Edipo ante la Esfinge, tratando de resolver el enigma. En realidad no lo hay: la situación es clara.

Ha llegado el momento de la decisión, porque hace ya una década que venimos devaluando a diario y ese viaje en dirección declinante tiene un destino predeterminado. Por ahora, el nuevo gobierno se ha tomado el año para adoptar una decisión –una pérdida de tiempo, sin duda- pero en 2001 llegará la hora de la verdad. Ineluctablemente.

En estos nueve meses que nos separan de ese momento es imperativo que la opinión ciudadana tome posición. Cómo va a ser nuestra moneda, en qué va a consistir, quién va a regirla, no se trata de trivialidades. Lo más importante es que la gente no acepte que se trata de un asunto técnico, a ser resuelto entre expertos y discutido en una jerga incomprensible. La democracia es un régimen en que la gente común tiene que pronunciarse por las cuestiones públicas importantes, y si ella abdica de opinar sobre el dinero, en lo que le va tanto, y tan palmariamente, tan directamente, es como si estuviera abdicando de su sistema político. Algo muy en borrador se dijo en una presentación de las nuevas autoridades en una institución empresarial, pero nada claro ni nada definido, siquiera en líneas generales. Se habló de algo que llaman «inflation targeting», que Dios sabe lo que quiere decir, y se manejó la idea de flotación (sin banda, por supuesto; con banda es tipo de cambio fijo), que es estrictamente inviable. Fue un comienzo que pecó por no plantear los temas fundamentales que están en juego. Que es lo que me propongo intentar a continuación. La gran decisión que hay que tomar es si el país quiere fabricar su propio dinero, lo que amplía el poder del gobierno, y disminuye la confianza del público, o está dispuesto a aceptar que el dinero se importe de fuera, y su valor sea un dato para el país, incluyendo tanto sus agentes privados como su gobierno.

Fabricar un país su moneda conduce a la flotación. El banco central emite el dinero que le parece, a él o al gobierno, y el mercado de cambios dice cuánto vale.

Por el contrario, tener un tipo de cambio fijo equivale a importar el dinero. Caso de la Argentina. Su institución emisora sólo puede emitir contra dólares que le entreguen. Para entregarle dólares hay que exportar bienes o recibir capital del exterior. La creación de dinero ha dejado de ser parte de la soberanía del país. Éste sólo puede procurarse más dinero teniendo una balanza de pagos positiva. Y el valor de ese dinero que se «compra» con bienes, corrientes o de capital, es un dato que viene de fuera. Por un lado, la flotación. Por otro, el cambio fijo. ¿Es posible ir aun más lejos en la dirección de este último? Sí: está la dolarización. Si hay flotación, el banco central decide (por sí o por lo que le instruye el gobierno) cuánto dinero emitir. Si hay tipo de cambio fijo, el banco central perdió la soberanía monetaria, puede emitir sólo en la medida en que la disponibilidad de dólares se lo permita. Puede, sin embargo, modificar el tipo de cambio (devaluar o revaluar). Pero la dolarización va más lejos: simplemente se cierra el banco central. Se usará algún dinero extranjero, digamos, el dólar, que viene de ultramar, que nosotros habríamos elegido de entre las mejores monedas. Y nosotros lo importamos, igual que si fueran automóviles o computadoras.

¿Cuál ha sido nuestra tradición en la materia? La Constitución de 1830 nos pone rápidamente en la pista. El numeral 10 del art. 17 decía –y dice hoy el del art. 85, que lo conserva- que incumbe al parlamento fijar el valor de la moneda. Esta disposición se aplicó por primera vez en 1862, cuando se definió el peso como equivalente a, aproximadamente, 1½ gramos de oro fino. Eso es lo que la Constitución pedía, y sigue pidiendo, pero desde hace décadas y décadas, sin que casi nadie sepa qué es lo que el artículo quiere decir.

Con ese contenido metálico, 4,70 pesos uruguayos equivalían a una libra esterlina, y eso se mantuvo, generación tras generación, hasta 1930. Había un tipo de cambio fijo, definido por ley; directamente con el oro, indirecta, pero no menos establemente, con la libra, el franco, el marco y el dólar. El dinero era eso: ese valor, ese contenido metálico, esa equivalencia constante con las grandes monedas, ese poder de compra tan estable como el de ellas. No era nada que el gobierno uruguayo hiciese, fabricase ni imprimiese. Era algo que el legislador nacional había definido de una vez por todas, igual que había adoptado el metro como medida de longitud y el litro como medida de capacidad. Bajo ese sistema el Uruguay prosperó y su economía llegó a contarse entre las más prósperas del mundo. Durante ese lapso de dos tercios de siglo «devaluación» e «inflación» eran palabras difíciles, cuyo significado muy pocos uruguayos conocían.

La Argentina, ¿qué es lo que hizo bajo la presidencia de Menem y el ministerio de Cavallo, bajo el nombre de «convertibilidad»? Pues, exactamente, lo mismo que nosotros hicimos en 1862. Puso el tipo de cambio en la ley. Renunció a la discrecionalidad en materia monetaria. Agotó en ese solo acto su soberanía monetaria. Eliminó la devaluación de su arsenal de medidas económicas posibles. Conservó el peso argentino, pero ése no es más que otro nombre para el dólar. Menem hacia el fin de su segundo mandato quiso ir un paso más allá, dolarizar, cerrar el banco central, dejar de imprimir billetes, usar los verdes directamente. Pero la hora del poder efectivo ya le había pasado. Es una pena.

Ecuador, en la extremidad de la zozobra, ha optado por la dolarización, y acaba de dictar una ley con tal fin. Panamá la ha tenido desde sus orígenes, a principios de siglo, y un presidente que quiso cambiarla fue depuesto por una revuelta popular. Es lo normal. El pueblo ama la estabilidad monetaria, siempre que ha tenido la oportunidad de disfrutarla, mientras no la haya olvidado. Darle a los gobiernos latinoamericanos la máquina de imprimir billetes, para que ejerciten a diario la soberanía monetaria, ha resultado históricamente igual que regalarle una navaja a un mono. En lo que a nosotros concierne, la experiencia no podría haber sido peor, ni más triste. ©

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