Economía

El fatuo nacionalismo

¿Se habrán dado ustedes cuenta de que, por lo menos desde 1999, desde que ocurrió la tragedia de Vargas, lo que los venezolanos llamamos invierno, esto es, la estación lluviosa, se hace cada día más larga? Cuando yo era niño o adolescente, el 4 de octubre, la festividad de San Francisco, con el famoso cordonazo, marcaba el comienzo del verano, de la estación seca. Ahora no. Estamos en enero y continúa lloviendo. Noviembre y diciembre fueron también lluviosos. ¿Cuándo llegará el verano? Nadie lo sabe. ¿Será cuestión del cambio climático? ¿Habrá sido producto del fenómeno de El Niño? ¿Será acaso efecto de la contaminación atmosférica por los desechos fósiles? Nadie tiene ni la menor idea. Lo único cierto es que nos vamos pareciendo a Galicia, con sus lluvias continuadas. Cierto que de vez en cuando brilla un rayito de sol. Pero, como dicen, una golondrina no hace verano y menos aún un día de sol. Este fin de semana, por ejemplo, el cielo se mantuvo cubierto, gris, triste. Así ocurre también con el país.

La transformación del medio físico

El domingo me dirigía a visitar a una hermana en San Antonio de los Altos y mientras viajaba por las magníficas autopistas de la gran Caracas, me di cuenta de que fue esta política la que nos trajo a donde estamos. La Ley de Hidrocarburos de 1943 le permitió al Estado venezolano contar con ingentes recursos a partir de 1945. La idea de Isaías Medina y de Arturo Uslar era sembrar el petróleo, esto es, usar esos recursos para transformar al país en uno industrial. Para ello se requería asociarse con las grandes empresas transnacionales con el objeto de crear las grandes usinas industriales. Mucho después, los generales brasileños optarían por ese camino, al igual que lo hicieron en los ochentas los militares chilenos. Sin embargo, la Revolución de Octubre que derrocó a Medina y los militares que instauraron la última dictadura prefirieron un modelo enteramente distinto.

La experiencia con las concesionarias extranjeras de los servicios públicos, principalmente el tranvía caraqueño, los ferrocarriles, el teléfono y el cable interoceánico jugó un papel en ello. Se comenzó a decir por ese entonces que esos servicios explotaban al venezolano y que las ganancias no se reinvertían en el país. Eran los estertores del nacionalismo a ultranza que tanto daño le hizo a la Europa de comienzos del siglo XX y que condujo a dos espantosas guerras mundiales. Esa misma fue la política de los generales argentinos seguidores de Juan Domingo Perón. Un nacionalismo hueco combinado con un socialismo de palabrería que condujo a la Argentina de ser el sexto país más rico del mundo a uno en francas vías de subdesarrollo cuando el tristemente célebre general dejó el poder.

No fue, sin embargo, sólo obra de los políticos. También los empresarios de entonces hicieron su parte. Sabían que una política de construcción de grandes obras públicas haría posible su enriquecimiento. Y así fue. Los recursos del petróleo fueron a engrosar las grandes fortunas que se transformaron en empresas de construcción, en productoras de cemento y, más que nada, en importadoras de cuanto producto fuera requerido para esa gran empresa de transformación del medio físico, como la bautizaría algún áulico del general Pérez Jiménez. Este emprendimiento ha debido quedar para después y ser producto de los impuestos a las empresas industriales. Lo urgente era convertir al país de uno rentístico en uno reproductor de riqueza y para eso era imprescindible comenzar por la industria pesada y sacrificar los bienes de consumo. Sería impopular y claro está no podría realizarse en democracia. En Alemania y Japón la hizo posible la ocupación extranjera; en Taiwán, el régimen militar títere norteamericano, al igual que en Corea; en Hong Kong y Singapur, las bases se echaron durante la fase colonial británica. En España fue obra de Franco; en Brasil, de los generales y en Chile, de Augusto Pinochet.

La maquila

Lo grave fue que a su caída en 1958, los gobiernos subsiguientes llamados democráticos continuaron esa política y la agravaron aún más, al escoger un modelo de preindustrialización aún peor: la sustitución de importaciones pregonada por Perón y aceptada como buena por la CEPAL. Porque esa llamada sustitución no sustituía nada. Sólo que obligaba a que los productos importantes de consumo masivo se ensamblaran en el país en empresas propiedad de los mismos venezolanos que se habían enriquecido con la industria de la construcción. Y peor aún, se consideró monopolio a la integración vertical de las industrias, con lo que se aseguró que ninguna empresa extranjera echara raíces en el país, a la vez que se encareció el producto de tal manera que solamente altísimos aranceles permitían que la industria nacional compitiera con lo producido en el extranjero. De esa manera, los ingresos de la clase media fueron a parar a los bolsillos de los industriales y de los bancos, por cuanto estos dos estamentos parásitos dividían sus ganancias con los políticos para obtener a cambio las leyes que hicieran posible la expoliación.

El modelo, empero, tenía una falla consustancial. Los componentes tenían que ser adquiridos en el extranjero y, por tanto, requerían de grandes cantidades de divisas siempre crecientes, lo cual parecía asegurar una producción en alza y unos precios que, a partir de 1974, parecían también incontenibles. Pero entonces gobierno e industriales acometieron un proyecto aún mayor. La Gran Venezuela industrializada sería producto del endeudamiento público externo y para asegurar los mercados requeridos se abriría paso al modelo integrador del Pacto Andino. En poco tiempo, el edificio se les vendría abajo.

Los tigres asiáticos

La grandeza de los alemanes, italianos y japoneses de la posguerra consistió en darse cuenta de que solos sus países jamás podrían adelantar. Requerían de inversiones que solamente los vencedores poseían. El Plan Marshall era sólo un abreboca. Las grandes acerías, las minas de carbón del Ruhr y de Bélgica y el hierro de Alsacia y de Lorena únicamente tendrían futuro con esas cuantiosas inversiones. Al mismo tiempo, los salarios bajos propios de la época asegurarían una producción barata que lograría desplazar a los competidores.

En Asia ocurrió algo similar. Comenzando con Japón en la inmediata posguerra y seguido por Taiwán, Corea del Sur, Singapur y Hong Kong. De tal magnitud fue el éxito alcanzado que al primero se lo llamó el milagro japonés. En la década posterior a 1945, los productos japoneses conquistarían el mundo por su calidad y por su diseño de avanzada. Tal cosa hubiera sido imposible si no se hubiera dejado de lado el nacionalismo a ultranza que había sido la norma hasta su derrota. Fueron las inversiones norteamericanas e inglesas las que junto con una mano de obra barata permitieron conquistar el mercado extranjero al Japón y a los tigres asiáticos.

Y nosotros a encharcarnos

Pareciera que los ejemplos no han sido suficientes. Ni siquiera el de Brasil que está tan cercano al presidente Chávez. Allí la gran transformación industrial vino de manos de las transnacionales Sin ellas no hubieran sido posibles ni Embraer, la empresa aeronáutica, ni la de blindados o la de armas ligeras que ya hoy disfrutan de confianza entre los desarrollados. Aquí por el contrario parecemos ranas a las que les gusta encharcarse. Porque la medida de expropiar hatos puede tener cola: el extranjero nos percibirá como otro Zimbawe y nos pasará factura. Volvemos a las andadas.

Santiago Ochoa Antich es diplomático de carrera, historiador, politólogo y periodista. Fue Embajador de Venezuela en Austria, Canadá, Jamaica, Paraguay, San Vicente y las Granadinas, El Salvador y Barbados.
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