Economía

Energía fósil

Dilapidamos la energía proveniente de seres vivos muertos hace millones de años sin que parezca que nos percatemos de que no sabremos cómo reemplazarla cuando se agote: la imagen es muy parecida a la de los herederos de grandes fortunas que no hacen nada para aumentarlas y hacen todo por acabar con ellas.

Movidos por la ola del consumo mundial que se sustenta en la producción que esa energía permite, los países “productores” de petróleo (debiéramos llamarlos simplemente “extractores”) acomodan su modo de vida al de los países ricos como quien ha ganado la lotería y decide ser rey por un día gastando lo que ha obtenido sin esfuerzo para al menos aparentar que pertenece a la clase de los afortunados.

Pero a toda cenicienta le llega la medianoche y lo que viene después en el cuento ya no depende de ella sino de la generosidad enamorada del Príncipe.

Los países ricos, en efecto, disfrutan de la bonanza porque la mayor tajada, que es la de la comercialización, es para ellos. Pero no dejan, mientras tanto, de producir lo que mantiene y aumenta su riqueza: son ellos los que “siembran” el petróleo y lo hacen, como es natural, en las tierras fértiles de la industria, la investigación y el desarrollo. Sus tierras, no las nuestras, desde luego. Producen bienes y lo hacen bien; tan bien que los países extractores gastan todo lo que obtienen en comprarlos y presumir de contarse entre los más adinerados pujadores de la subasta.

No hay comprador más compulsivo y descontrolado que el pobre con dinero fácil y esa condición – bien conocida por los vendedores- hace que el “tercer mundo” sea la “tierra de jauja” de los prestamistas y los fabricantes de baratijas.

Tarde o temprano gastarán todo lo que tienen y pasarán de cliente VIP, sin trámite ni transición, al de indeseables estorbos que sólo sirven para hacer con ellos obras de caridad poco rentables. La africanización es la etapa terminal de la enfermedad de todas las antiguas colonias que no pudieron encontrar equivalentes al menudísimo pie de Cenicienta con que cautivar a los poderosos. Se salvan sólo quienes encuentran a través de la creatividad y el trabajo organizado un “nicho” de mercado en el cual destacarse; en la aldea global no hay otra “movilidad” social que en cualquier otra aldea y los pobres sólo son más pobres aún cuando además de pobres son aldeanos.

Como sucede de hecho en las economías prósperas muy pocos “self-made men” sirven de símbolo y ejemplo de las también pocas oportunidades que tienen quienes no nacieron ricos o forjaron su riqueza a fuerza de empeño y esfuerzo. “Self-made countries” hay todavía menos. Los costos sociales pagados por Japón después de la Segunda Guerra Mundial o los pagados en China por adelantado durante todo el siglo XX deberían hacer reflexionar a otros países que como Haití, indican claramente el camino inevitable de los que piensan que la supervivencia es cosa de brujería.

En una visión general de nuestro continente en la que omitamos los “milagros” desmentidos de tal o cual país en épocas privilegiadas por razones geo-económicas específicas, podría afirmarse que estamos más cerca de Haití que de China o Japón y que avanzamos en esa dirección con el ímpetu eufórico de quienes pagan barato el combustible que alimenta las maquinarias hechas con partes caras y extranjeras, pero –eso sí- tan veloces como las que más.

¿Qué producimos? Ya ni siquiera es pan para hoy y hambre para mañana, porque ya hoy no hay pan que alcance para todos. Y si no somos capaces de producir lo que necesitamos consumir para nuestra propia subsistencia ¿Cómo produciremos algo que otros quieran comprar? ¿Con qué mano de obra hambrienta pero al menos calificada en algún sentido competiremos con asiáticos y europeos del Este?
La respuesta al problema no es de orden ideológico: da igual si nos consideramos “socialistas” o si estamos a favor del “liberalismo”; en cualquiera de los casos seguimos siendo consumidores que no producen sino que extraen, dilapidadores de combustibles fósiles que se agotan con mayor rapidez cada día y que con mayor rapidez son reemplazados por otras formas de energía, producidas – de más está decirlo- en otros países.

Y porque la respuesta no es ideológica – es decir: rentable electoralmente- no hay quien siquiera la busque. El discurso se centra y se limita a encontrar la manera de salir de quien detenta el poder para ponerse en su lugar. El lugar de quien derrocha a su antojo sin necesidad de otro programa o proyecto que el suyo y de quienes lo apoyan.

¿No seríamos – por citar una idea- los naturales interesados en desarrollar en nuestro territorio esas energías alternativas? ¿No convendría comprar, en lugar de armamento que consume balas y vidas, tecnología productora de energías alternativas?
Y si no podemos salir de nuestra condición de “monoproductores” ¿Por qué no producimos al menos una cosa diferente y vendible? Un país enorme con una población tan pequeña y con tantos recursos naturales podría ser el más destacado en algo diferente a la extracción, como el turismo, por ejemplo.

En lugar de “partido único” o de “candidato único de oposición” podríamos dedicar nuestros esfuerzos a formar profesionales únicos para un único esfuerzo en algo para lo que tuviéramos ventajas o al menos competitividad. ¿No se salvaron Italia y España, otrora imperios, gracias al turismo?

“La escasez es la madre de la industria” dijo Aristóteles.

Pero nuestra población, en otros tiempos industriosa, es engañada por el cuento de hadas de la abundancia y no considera digno de ella coserse su propio vestido para asistir al baile. Lo compra “pret-à-porter” con marca francesa y fabricación de maquiladora oriental.

Lo mismo puede decirse de las ideas que tampoco producimos sobre nuestro presente y nuestro futuro. Preferimos comprar fotografías tomadas por otros que ver con nuestros propios ojos.

Tal vez porque lo que veríamos no sería lo que queremos ver.

Y ya se sabe…no hay peor ciego.

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