Economía

Joseph Stiglitz cree que otro capitalismo es posible

(%=Image(5705372,»L»)%)En el pleito que han entablado el gobierno de Hugo Chávez con el Banco Central de Venezuela por la asignación de 1 «millardito» de dólares de las reservas internacionales del país para el financiamiento de la agricultura podría haber un problema de fondo más importante que la cifra en cuestión, su procedencia y su destino. Mucho más importante incluso que lo que sugieren las pintas de los militantes en la fachada de granito institucional del organismo: «Las reservas son del pueblo no de la oligarquía».

Joseph E. Stiglitz, ganador del Premio Nobel de Economía en 2001, dice al respecto: «Pongamos por ejemplo un país pobre en el que una empresa suscribe un préstamo a corto plazo de 100 millones de dólares con un banco estadounidense. Ese país sabe que el banco estadounidense puede reclamarle en cualquier momento los dólares que le ha prestado, negándose a refinanciar sus préstamos […] Los mercados financieros comprueban si el país ha apartado reservas de dólares suficientes para cumplir las obligaciones en dólares a corto plazo, no sólo del gobierno, sino de las empresas de dicho país […] En nuestro ejemplo, esto significa que el gobierno tendrá que añadir 100 millones de dólares más a las reservas. En términos netos, el país, globalmente, no recibe nada. No obstante, paga a Estados Unidos, digamos, 18 millones de dólares por concepto de intereses, mientras que recibe, por sus reservas, menos de 2 millones […] Dado que las reservas deben crecer en consonancia con el crecimiento de las importaciones y obligaciones con el extranjero, y deben aumentar en la medida que aumenta el riesgo, cada año se apartan más miles de millones, entre 100.000 y 200.000 millones anuales. Ésta es una renta que no se gasta, sino que simplemente va a parar a las reservas».

Independientemente de que la iniciativa del Gobierno de Venezuela pueda significar o no un verdadero peligro para la estabilidad de la moneda nacional, o de que el millardo en disputa pueda ser o no una contribución importante al financiamiento de la agricultura, la paradoja de las reservas es un cercano indicio de lo enrarecidas que están las cosas en el mundo globalizado donde nos ha tocado vivir. A diagnosticar y proponer curas para estos males, en particular los causados por los torpes manejos de las crisis económicas de varios países por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, dedicó Stiglitz El malestar en la globalización (Taurus, 2002). Ahora, el que fuera presidente del Consejo de Asesores Económicos del mandatario estadounidense Bill Clinton vuelve a la palestra con Los felices 90. La semilla de la destrucción (Taurus, 2003).

El centro de atención del nuevo libro del economista es una variedad de capitalismo que se desarrolló de una manera tan explosiva que algunos expertos proclamaron el fin de los ciclos económicos y «el advenimiento de una Nueva Economía en la que las recesiones eran un resabio del pasado». Los felices 90 es el análisis crítico de una utopía de la desregulación que fue promovida con éxito en el mundo entero, y sin embargo naufragó vertiginosamente en su país de origen, convirtiendo a Estados Unidos en «símbolo de todo lo que podía fallar en la economía de mercado» y estrepitosamente falló.

Vale todo

El célebre caso de la quiebra de la compañía energética Enron puso en boca de muchos una expresión novedosa: «contabilidad agresiva». Según Joseph Stiglitz, esta nueva disciplina, que ha cambiado la imagen del contador tímido de nariz enterrada en los libros hasta el punto de convertirlo en una criatura emparentada con los alocados cow boys de Wall Street, tuvo sus orígenes en las estrategias que durante años fueron desarrolladas para evadir impuestos. Durante la pasada década, las técnicas del fraude fiscal encontraron un clima particularmente favorable para que fueran aplicadas en otros campos: «Una regulación laxa en el sector de la contabilidad proporcionó ocasiones e incentivos para el engaño y la información incorrecta».

El autor de Los felices 90 considera que prácticas como la siguiente colocaron a Enron en la vanguardia de las nuevas técnicas contables: «El truco […] era contabilizar hoy el valor de una venta de, por ejemplo, gas, que se va a entregar el año que viene, como un ingreso actual, pero no lo que tendría que gastar para comprar el gas. ¡Los ingresos sin coste generan enormes beneficios! […] Uno puede inflar sus ingresos de este modo mientras está creciendo; cada año, las ventas superan a las compras». Otras artimañas eran incluso más enredadas: «Enron se dio cuenta de que realmente no tenía que vender gas a nadie […] Podía crear una empresa ficticia, una sociedad instrumental, como se la suele denominar –la llamaron Raptor–, y venderle a ella el gas. Por supuesto, la empresa ficticia no quería el gas, pero Enron podía resolver también ese problema: se lo volvía a comprar. Al comprometerse a recomprar el gas, creaba un pasivo, pero no lo registraba, como tampoco registraba los gastos en que finalmente tendría que incurrir para comprar el gas».

Obviamente, para proceder de esa manera se requiere de gente dispuesta a hacerse la vista gorda; para empezar, las firmas de auditores. Pero los bancos también tuvieron su cuota de responsabilidad en el asunto –además, por supuesto, de su cuota de ganancias–. «En estos casos podrían describirse con exactitud como ‘colaboradores en el robo empresarial’, gracias al cual recibieron sumas nada despreciables por su complicidad a la hora de ayudar a constituir asociaciones con partidas extraordinarias, además de otros innumerables ‘tratos’ secretos, al servicio de directores de empresas que intentaban ocultar informaciones de gran importancia a los accionistas», sentencia Stiglitz. «En colaboración con Enron y otros clientes, los bancos creaban transacciones falsas o disfrazaban préstamos como pagos por adelantado en contratos de energía, por ejemplo. Los bancos conseguían dinero con estos tratos y el valor de sus acciones subía, al igual que Enron, por ser incapaces sus inversores de descifrar la verdadera magnitud del pasivo exigible».

Estos son apenas unos pocos de los muchos procedimientos notablemente parecidos que se aplicaron para hacer crecer como nunca –hasta que estalló– la burbuja del mercado bursátil. Corredores de bolsa o asesores recomendaban la compra de acciones sobrevaluadas para ganar comisiones; empresas remuneraban a sus ejecutivos con opciones de compra de acciones inexistentes, las cuales al ejecutarse implicaban una pérdida del patrimonio de los demás propietarios; ofertas públicas de acciones se distribuían entre un reducido grupo de privilegiados a un precio inferior al del mercado… Todo eso anima al autor de Los felices 90 a hacer la siguiente comparación: «El típico representante gubernamental corrupto se embolsa unos míseros miles de dólares, como mucho unos millones. La escala del robo alcanzado por el saqueo de Enron, WorldCom y otras grandes empresas de los noventa era del orden de millardos de dólares… mayor que el PIB de algunas naciones».

Hay que tener presente ese oscuro telón de fondo para poder valorar correctamente la que pudo haber sido la principal causa del desenfreno de los noventa. Según Joseph Stiglitz, se trata de la desregulación de la actividad de las empresas, un proceso que se inició hacia el final de la administración de Jimmy Carter, con las líneas aéreas y las carreteras, y alcanzó su punto culminante con las reformas legales en el ámbito de las telecomunicaciones, la derogación de la ley que separaba los bancos de inversión de los comerciales, y, desde luego, la desregulación del mercado de la electricidad, que propició el caso Enron.

Según el autor de Los felices 90, la apertura de nuevos mercados permitió que surgiera un tipo muy particular de competencia: «Todo el mundo insistía en la importancia de ser los primeros en llegar a un mercado […] Había competencia por el mercado, no competencia en el mercado». Eso, sumado a la burbuja financiera propiciada por la magia negra contable le sirve de base a Stiglitz para poner en duda, una vez más, la teoría que explica el correcto funcionamiento de los mercados sobre la base de las «expectativas racionales» de quienes participan en ellos. Para el economista, semejante concepción encierra una agenda política evidente, puesto que, si su funcionamiento depende de estas «expectativas racionales», y estas existen realmente, los mercados tienen que ser necesariamente eficaces; por lo tanto, puede prescindirse de la intervención del Estado en la economía.

«Los analistas financieros […] tienden a ser estudiosos brillantes de la irracionalidad y la mentalidad de rebaño», explica Stiglitz. «A medida que los precios se disparaban fuera de toda lógica, se hacía obvio que algunos analistas no disfrutaban con la tarea de construir razonamientos para compras de valores continuas; sin embargo, el mercado les instó a dejar de lado sus remordimientos». Como corolario de las experiencias de la década pasada, agrega: «Ninguna idea ha sido más poderosa que la de la mano invisible de Adam Smith, la de que los mercados sin restricciones conducen, como guiados por una mano invisible, a resultados eficientes; que cada individuo, en la búsqueda de sus propios intereses, hace que avancen los intereses generales. Los noventa y sus repercusiones demostraron que los presidentes de las empresas, al perseguir sus propios intereses, no fortalecieron la economía de Estados Unidos, e incluso que mientras ellos obtenían su propio beneficio, los demás pagaban el precio».

Ante este problema, el economista propone considerar otras formas posibles de capitalismo en las que se opte por una regulación adecuada en lugar de la desregulación y se descarten los mitos acerca de la inconveniencia de que el Estado intervenga en la economía. Pero lo que él mismo dice de las prácticas deshonestas que corroyeron el mundo de los negocios durante la pasada década no deja de sembrar dudas acerca de esa alternativa. ¿Acaso las técnicas de la «contabilidad creativa» no surgieron precisamente para burlar una normativa estatal, la relativa a los impuestos? ¿Qué garantías podría haber de que nuevas trampas no serían desarrolladas para burlar las nuevas reglas?

Más importante es, sin embargo, preguntarse qué pudo hacer el gobierno de Clinton para promover una alternativa a la agenda conservadora que Stiglitz califica de diabólica. Los felices 90 plantea que existieron otros obstáculos no menos difíciles de salvar que la corrupción empresarial para alcanzar ese objetivo. Las cartas que le sirvieron al equipo económico de Clinton los gobiernos republicanos anteriores de Ronald Reagan y George Bush padre era una mano en la que pesaba un déficit fiscal de 4,7% del PIB, un crecimiento que llegó a ser negativo y una tasa de desempleo de 7,3%.

«La desigualdad y el crecimiento eran asunto nuestro. La responsabilidad fiscal se suponía terreno de los republicanos conservadores, pero después de doce años de libertinaje fiscal […] el trabajo sucio se dejó a cargo de Clinton sin ninguna ayuda de los republicanos, que votaron unánimemente contra su plan de reducción del déficit», se lamenta Stiglitz. «La oposición republicana venía a corroborar así la interpretación más diabólica de los recortes fiscales de Reagan: en el fondo los republicanos no creían en una economía que primara la oferta, ni en esa teoría de que reducir los impuestos estimularía la economía hasta el punto que los ingresos fiscales en realidad aumentarían. Por el contrario, sabían que habría déficits, y esperaban que estos déficits obligaran a reducir los gastos del gobierno. Así, la agenda oculta preveía forzar una gran reducción de la importancia del Gobierno».

Pero si los republicanos no las respaldaron en el Congreso, las políticas de los Nuevos Demócratas encontraron un apoyo mucho más importante: «Clinton […] se había presentado como candidato a la presidencia para introducir cambios sociales […]; pero su éxito se debía a que al hacer hincapié en la economía había sintonizado con los votantes». En una democracia no hay manera de desatender esa voz, aunque lo que diga no se corresponda totalmente con los intereses de quienes así se expresan. «Los conservadores habían conseguido otro gran éxito político», dice Stiglitz: «Aparentemente por arte de magia, consiguieron convencer a gran parte de la clase media de que todos ellos formaban o estaban a punto de formar parte de la clase alta, por lo que cualquier impuesto para los más ricos se acogía con recelo […] La democracia significa que predomina la voluntad del ‘votante mediano’ –la clase media–; y, por lo tanto, la política reflejará sus valores y percepciones […] Estas percepciones hicieron que fuera cada vez más difícil para los demócratas que se cumpliera su programa ‘redistributivo'».

En tales circunstancias, la principal iniciativa para luchar contra la pobreza que pudo llevar a cabo la administración Clinton fue la promoción del empleo. En este campo obtuvo un éxito notable, con una reducción de la tasa de desocupación hasta 3,9%. Si se atiende a la oferta social que hace la oposición en Venezuela, hemos de creer que cifras como esa podrían constituir la máxima, por no decir única, oferta que podría hacerle a los trabajadores una economía plenamente acoplada a la globalización liberal. Sin embargo, la abstracción del dato oculta que no necesariamente se trata de empleos de buena calidad y bien remunerados. Acerca de la proliferación de los McJobs en los países desarrollados y sus consecuencias ha llamado suficientemente la atención Naomi Klein en su ya clásico libro No Logo (Paidós, 2001). Y Stiglitz admite algo parecido:

«Nos habían obligado a abandonar muchos de los proyectos que habían estado en el centro del programa electoral de Clinton, como las inversiones en educación y sanidad y los avances científicos que nos permitirían mantener nuestro liderazgo tecnológico. El presidente había acentuado la reforma del Estado del bienestar, y lo que la mayor parte de los que trabajábamos para el Gobierno de Clinton queríamos era un programa que ayudara a encontrar trabajo a los beneficiarios del seguro de desempleo; y eso requería educación, formación profesional, quizás incluso cuidado de los niños; y todo eso requería dinero. Sin embargo, al afrontar la restricción del presupuesto, se hizo cada vez más claro que las reformas sociales que consiguiéramos sacar adelante podrían muy bien empujar a la gente fuera de las listas del subsidio del desempleo, pero no necesariamente para meterla en buenos trabajos, ni siquiera en cualquier trabajo».

Millardo y revolución

¿Es la solicitud del millardo de Chávez un intento de cambiar las malas cartas recibidas y empezar un juego distinto en la economía venezolana? En la misma dirección de Stiglitz parecen apuntar estas declaraciones del Presidente, citadas por El Nacional en su edición del 12 de enero de 2004: «¿De qué nos sirve recuperar la producción petrolera y petroquímica? ¿De qué nos sirve mantener el precio del petróleo si ese dinero lo vamos a acumular en el Banco Central para que los coloque en los bancos de Norteamérica, de Europa? Es una cosa de tontos hermanos: 21 millardos de dólares, mientras aquí necesitamos 1,5 millardos o 2 millardos de dólares, apenas, para la agricultura». Sin embargo, cuando el Ministerio de Finanzas anunció una colocación de bonos en el exterior por 1 millardo de dólares emitió un comunicado dirigido a la comunidad financiera internacional en el cual indica que las palabras del jefe de Estado fueron sacadas de contexto, acota el periodista Andrés Rojas Jiménez. De acuerdo con la explicación que dio el despacho, el Gobierno no tiene intención de tomar el control de las reservas internacionales ni intervenir el BCV: «Todas las acciones están enmarcadas en la ley y la Constitución, lo que salvaguarda la independencia del Banco Central».

Es difícil saber qué es lo que se proponen las iniciativas de un Gobierno que mantiene oficialmente un rígido control de cambios pero a la vez ha puesto a la venta 2,5 millardos de dólares en bonos que las empresas y los ciudadanos más ricos del país adquirieron libremente con bolívares a la tasa de cambio oficial. ¿No podría acaso el Gobierno ofertar 1 millardo más y ahorrarse el pleito con el Banco Central? Si se trata de que «las reservas son del pueblo, no de la oligarquía» y deben utilizarse para financiar proyectos que contribuyan al desarrollo económico de la nación, ¿por qué fueron emitidos esos bonos?

Otra nota de El Nacional del mismo 12 de enero plantea dudas todavía más graves acerca de la solicitud del mandatario venezolano. En el programa dominical Aló, Presidente del 11 de enero Chávez anunció que enviaría un plan de siembras al Banco Central, e instruyó por teléfono al vicepresidente, José Vicente Rangel, para que lo apruebe en Consejo de Ministros. Entonces, la pregunta es, si todavía el proyecto no ha sido preparado, ¿en qué se basa la solicitud del millardo? ¿Cómo puede saber el Gobierno que necesita exactamente esa cantidad, y ni un dólar menos ni un dólar más?

Las incertidumbres y contradicciones que han rodeado el affaire millardito sugieren que, si realmente se trata de una iniciativa que busca impulsar un modelo de desarrollo que rompa con el corsé de las políticas de estabilización macroeconómica que conducen a la acumulación estéril de reservas, ésta alternativa ha nacido bajo la sombra de algo muy parecido al ocultamiento de información al público que propició la corrupción del capitalismo estadounidense: una falta de claridad que implica ausencia de transparencia.

(*): Site del autor: (%=Link(«http://www.angelfire.com/rebellion/pablogamba»,»www.angelfire.com/rebellion/pablogamba»)%)

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