Economía

La política petrolera y el color de los cristales

Hace unos tres años, en el curso de uno de estos interminables debates
petroleros y a manera de explicación de lo que para mí era terquedad en el
mantenimiento de posiciones erradas, apelé al viejo refrán que da pié a una
de las más exitosas piezas de la salsa caribeña, «Todo es según el cristal» para titular un artículo sobre la apertura petrolera.

Ahora he vuelto a caer en esa tentación tituladora porque, pese a todo lo que ha pasado en el mercado petrolero en los últimos veinticuatro meses, vuelve como noria el rittornello expansionista, productivista, supuestamente modernizante, a vendernos sus escenarios de alianzas con los clientes –garantía de suministros a bajos precios-, de competencia por los mercados, de lamentos por el retroceso al tercer lugar desde nuestra tradicional y privilegiada posición de primer abastecedor del mercado norteamericano y todas las demás monsergas que concluyeron en febrero de 1999 con los 7 dólares el barril a los cuales se cotizó entonces la cesta venezolana de crudo y productos.

Si no fuera por la teoría implícita en el refrán citado, parecería increíble que alguien no percibiera el meteórico ascenso de los precios que se ha producido a partir del momento –marzo de 1999- en el que Venezuela comenzó a cumplir al pie de la letra los compromisos adquiridos en el seno de la OPEP. La referida «cesta» petrolera venezolana llegó a más que triplicar las cotizaciones de febrero y, en promedio, el ingreso petrolero bruto para todo el año pasado superó –como mínimo según mis estimaciones- en más 5 mil millones de dólares las previsiones del presupuesto público que partían de una producción de 3 millones 177 mil barriles diarios y un precio promedio de 9 dólares el barril para la fulana «cesta» petrolera. Ello queda reflejado en la gráfica que sigue, donde se muestran escenarios de producción de crudo, precios unitarios e ingresos brutos, que he venido manejando desde junio del año pasado y cuyos supuestos ha sido confirmados por la subsiguiente evolución del mercado petrolero.

Vea el gráfico (%=Link(5706372,»»)%).

Sólo la oscuridad de los lentes del interés particular pueden explicar una distorsión de la realidad tal que, vistas las consecuencias de la tragedia que afecta a Venezuela a partir del 15 de diciembre pasado, permite la formulación de propuestas como la de aumentar unilateralmente la producción en un millón de barriles diarios, para ver si en verdad la OPEP es solidaria con Venezuela, y si resulta que no lo es, nos quitamos ese estorbo de encima: «Y si la OPEP negara nuestras pretensiones, más que justificadas, sigamos adelante. Asumamos nuestra independencia plena y soberanía en este negocio. Nos irá mucho mejor.» Andrés Sosa Pietri, «Un millón de barriles más, ¡ya!», El Universal, 2/1/2000, pág. 2-2.

Se trata de una sesgada e intencionada interpretación de los hechos que supone que al aceptar los compromisos de Viena y La Haya, Venezuela cedió alguna ventaja a sus «aprovechadores» socios árabes, iraníes, indonesios y africanos en el seno de la OPEP. De ese mismo tenor fueron las muy publicitadas actividades policiales del gobierno pasado que pretendieron ubicar a supuestos «espías» venezolanos al servicio de los árabes, entre los cuales nos encontrábamos todos aquellos que, como el suscrito, defendíamos la pertinencia de la citada Organización.

Pero en verdad, no se trata de una simple «percepción», de un problema de óptica y lentes. A mi manera de ver, y como lo he venido sosteniendo en mi columna del quincenario FUNDAPATRIA, por más de tres años y en Venezuela Analítica durante todo el pasado año, se trata del más crudo pragmatismo inducido por el interés particular, el interés del poder petrolero, es decir, de las grandes corporaciones internacionales y sus socios criollos, quienes hasta febrero contaban con la activa complicidad de la cúpula gerencial de la empresa petrolera del Estado.

Ello queda demostrado, también en mi opinión, con la evolución de los resultados de la industria petrolera venezolana durante los años de la nacionalización y sobre todo en los últimos años, como puede observarse en el gráfico y cuadro que inserto de seguidas. Por ejemplo, a partir de 1976, cuando los costos operativos representaban el 17 por ciento del ingreso bruto generado durante ese mismo año, este rubro comienza a crecer paulatinamente hasta colocarse en niveles alrededor del 30% a finales de los años 80, pero en 1990 se produce una fuerte aceleración que lleva este indicador hasta el 48% en ese año y prosigue hasta alcanzar la cumbre de 83% en 1998. En un sentido exactamente inverso, la participación fiscal total petrolera sufre una continua merma durante esos 22 años, al pasar de 76% del ingreso bruto en 1976 a 14 por ciento en 1998, año en el cual se llega también al máximo nivel de producción durante el período.

Ahora bien, ¿qué es lo que significa semejante evolución de estos rubros? ¿A quiénes conviene el incremento de los costos? ¿Quiénes pierden con la caída de la participación fiscal total? La simple formulación de estas preguntas comienza a darnos las pistas, pero veamos hasta dónde nos lleva un somero análisis de las circunstancias.

El incremento de la producción per se, en una industria petrolera madura como la Venezolana, comporta un crecimiento de los costos. De hecho, la situación de agotamiento crítico en la cual las concesionarias extranjeras dejaron los yacimientos fue de una magnitud tal que, pese a la voluntad venezolana de elevar la extracción de crudos, entre 1976 y 1985 los niveles de esa producción cayeron y los costos siguieron incrementando su tajada de los ingresos brutos. Pero si el incremento de la producción se realiza violentando los óptimos técnicos, pasa lo que se observa en el gráfico a partir de 1990: un incremento casi exponencial de dichos costos. Es así como llegamos a alcanzar el ideal de los adversarios del «rentismo» petrolero, pues con unos costos del 83 por ciento no existe un margen de excedentes tal que pueda ser clasificado como «renta». La renta a desaparecido. Este es el escenario «productivo» por excelencia.

¡Pero esto es una locura!, diría algún lector desprevenido, ¿quién pudo estar interesado en llegar a una situación como esa?

La respuesta la tienen los dirigentes políticos y petroleros de la pasada década, quienes desmontaron todo el aparato de control y fiscalización venezolano, convirtieron al Ministerio de Energía y Minas en un cascarón vacío, impulsaron una «apertura» al capital transnacional en condiciones peores que las prevalecientes en 1920 y violentaron los niveles de producción hasta llegar a escupir al cielo, excediendo la cuota consensualmente asumida en el seno de la OPEP en más de un millón de barriles diarios y contribuyendo a la catástrofe de los precios que concluyó en febrero pasado.

¿Quién se preocupa por la caída de la participación fiscal? Veinte millones de empedernidos rentistas, es decir, todos aquellos que no tienen vínculos productivos con la industria petrolera, es decir, quienes no poseen o no están asociados a compañías «suplidoras» de insumos y productos importados, industrias químicas o metalmecánicas, contratistas, consultoras, constructoras, asesoras tecnológicas, o a cualquiera de las que prestan servicios a la industria, son veinte millones que no compran ni venden petróleo o derivados, que no disfrutan de pautas publicitarias petroleras y ni siquiera de un sueldo y su correspondiente comisariato. Esos veinte millones de venezolanos son los afectados por el déficit fiscal y presupuestario, por el deterioro de los servicios públicos, por la inflación y el desempleo. Los otros, privilegiados integrantes del entorno petrolero, se reparten la torta de los costos en una desigual y angustiosa asociación –casi de burro con tigre- con el capital petrolero internacional, principalísimo beneficiario de la situación. Desde luego, estos sectores y sus mentores extranjeros no están preocupados con los costos petroleros, por el contrario, y a la manera de Luis XIV, («el Estado soy yo»), ellos también pueden vanagloriarse: «nosotros somos los costos».

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