Economía

Matatigres y desempleados

El desempleo es un fenómeno de muchas facetas. Puede ser tan esencial como una preocupación (sobre todo para quienes lo sufren), tan trillado como un tema de campaña electoral, o tan frío como una variable macroeconómica. Entre otras cosas, el desempleo es un parámetro que sirve para analizar una determinada coyuntura económica, en términos de la actividad laboral que se genera o se destruye si se toman tales o cuales medidas. La desocupación, reducida a una cifra, tiene una relación más o menos inversa con la inflación: las recetas que sirven para reducir la inflación generalmente aumentan el desempleo y viceversa. Si el número de parados es muy alto, hay que hacer algo; y si es muy bajo, también. Demasiada oferta de trabajo recalienta la economía y despega la inflación; por el contrario, un mercado laboral contraído castiga la demanda agregada y puede iniciar un ciclo recesivo.

Más allá de las consideraciones económicas, el desempleo actual en Venezuela está anunciando un futuro social bastante feo, por decir lo menos. La cifra combinada de gente sin trabajo (20%, según estadísticas recientes) y ocupación en la economía informal alcanza la bicoca del 70% de la población activa. Se dice fácil y rapidito, pero resulta que 7 de cada 10 personas (7 millones de habitantes, para decirlo en términos globales) viven del rebusque, no contribuyen con el fisco y, sobre todo, no están afiliados a ninguna institución ni organización que pueda proveerles un asomo de vida organizada, de disciplina, de reglas de coexistencia o de esfuerzo común. La economía venezolana, hoy en día, es una gran feria de buhoneros, taxistas piratas, matatigres, toeros, cuida carros, mandaderos y vendedores de papitas en las colas de las autopistas. Es cierto que no todos los desempleados son iguales: en el fondo de la escala están los malandros, los mendigos y los recogelatas, mientras que en el tope hay profesionales universitarios que hacen trabajos particulares o enseñan idiomas a domicilio. Pero el asunto es que los desempleados y los trabajadores ocasionales, con escasas excepciones, desarrollan un sentido de pertenencia preindustrial, más cercano a las comunas primitivas o a las tribus nómadas que a una sociedad moderna y organizada. Puesto de otra manera, para la inmensa mayoría de los venezolanos no existe una de las vinculaciones primarias de la gente con la vida en comunidad y con las instituciones, que es el trabajo formal.

En una encuesta realizada por la empresa Consultores 21 y publicada en el diario El Universal (7-3-2000), 78% de los entrevistados respondió que Venezuela era un país inmensamente rico; uno de los más ricos del mundo. En otra pregunta de la encuesta, el 90% dijo que “si no fuera por la corrupción, todos los venezolanos viviríamos bien”. La gente cree, por arte de alguna magia tropical, que la riqueza existe y alcanza para todos, a pesar de que cada vez menos gente puede tener un trabajo estable, una vivienda sin hacinamiento, unos hijos en el colegio y unas maticas en el balcón. El 78% de los venezolanos, con realidad o sin ella, sigue pensando que la crisis es pasajera y que llegará el día en que la riqueza será de todos, y todos recibiremos un sueldo, trabajemos o no, porque para eso se vive en un país opulento. Las mismas creencias, adornadas con el piquete de nuestra cotidiana externalidad, se desprenden de la pregunta sobre la corrupción: la culpa de vivir como pobres, siendo tan ricos, no es nuestra, sino de unos pocos barbarazos que nos engañaron y acabaron con todo.

Esa visión de la vida es el poderoso obstáculo que, precisamente, impide que se le busque una solución permanente, tanto al desempleo como a la crisis. Si estamos convencidos de que el país es rico y que, de no ser por los corruptos, todos viviríamos burda de bien, pues la solución está a la vuelta de la esquina. Basta con extirpar a los corruptos –y ya tenemos un gobierno que ha prometido hacerlo- y muerto el perro se acabó la rabia. Mientras tanto, vamos a rebuscarnos unos cobritos en la calle para que nos alcancen hasta mañana y nos ayuden a esperar por el día del juicio, cuando nos entregarán lo que nos pertenece por derecho divino y por la ley del mato guatero.

Las opiniones contenidas en las encuestas (confirmadas por otras encuestas y por cuanta investigación seria se ha hecho sobre la cultura de la sociedad venezolana) son portadoras indirectas de una profecía que llega hasta lo profundo: así no vamos a sacar ningún rolling del cuadro. El concepto de país rico que maneja el colectivo dejó de ser válido hace ya muchos años, tanto para este país como para casi cualquier otro. Hoy en día, no hay mina de oro ni de diamantes ni yacimiento de petróleo capaz de mantener, sostenidamente, a ninguna sociedad ni de satisfacer las demandas básicas de la gente. Uno de los grandes lugares comunes de las sociedades modernas –pero no por común es menos cierto- es que la riqueza de una nación solo se puede generar con la capacitación y los conocimientos avanzados de una fracción importante de la población. Los buhoneros –por muy respetables y trabajadores que puedan ser- no pueden producir lo que necesita Venezuela para salir adelante, ya que el puestico en el mercado solo construye una economía de subsistencia para el vendedor y su familia. La pobreza crítica masiva solo se cura con prosperidad masiva, así como el hambre de muchos solo se cura con mucha comida (Yogi Berra dixit). Pero esa prosperidad debe ser producto del trabajo simultáneo de muchos empleados, preparados y eficientes, que puedan generar las cantidades gigantescas de valor –de plusvalía, para usar un término adecuado a nuestra realidad actual- necesarias para detener la caída e iniciar el éxodo masivo del proletariado hacia la clase media.

El desempleo no solamente genera marginalidad y pobreza colectiva. Quizás la consecuencia más negativa es la minusvalía social que se produce cuando la gran mayoría no es capaz de ganarse un sustento digno y estable. El desempleado, el matatigres y el que subsiste a duras penas con la faena diaria va perdiendo la confianza en sí mismo, y va afianzando la creencia de que no es capaz de salir de abajo sin la ayuda del poderoso de turno o del caritativo que reparte limosnas. Mientras más se pierde la autoestima, más se espera por la repartición de los panes y menos esfuerzo se pone en resolver la situación, tanto la propia como la colectiva. Al final, el resultado es una sociedad débil y frustrada que solo sabe pedir lo que cree que le robaron, como si le faltara un brazo y las dos piernas. Cuando lo que de verdad le falta es la confianza en sí misma.

Hoy por hoy, el desempleo en Venezuela dejó el terreno de los economistas y de las medidas tradicionales, para convertirse en un severo problema social y educativo. Si seguimos creyendo en la lotería que viene dentro de un ratico, nos vamos a quedar sin país, sin instituciones y sin capacidad de reconstruir. El rebusque, la buhonería y las invasiones espontáneas nos harán retroceder a la tribu, al caos y a la miseria. Y no va a alcanzar todo el petróleo del mundo para salir del hueco.

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