El Editorial

¡ Ahora una Cinecittá revolucionaria!

Si nuestra condición fuese verdaderamente feliz, no nos sería preciso divertirnos para ser dichosos
Pascal

La vida en Venezuela se ha ido convirtiendo cada día que pasa en una realidad surrealista, valga el contrasentido. Al despertar, leyendo la prensa, oyendo la radio o viendo la televisión, por lo general cada mañana nuestro supremo mandatario nos perturba con una sorpresa.

Ahora se trata de la creación de la sede de la “villa del cine”, especie de “Cinecittá revolucionaria”. Que según afirmó nuestro presidente, será la mejor manera de combatir la “dictadura cultural” de Hollywood. De paso, a nadie se ha consultado y los costos de la nueva aventura los pagaremos los venezolanos.

¿Cuándo entenderán nuestros aprendices de brujo revolucionarios que la cultura no se impone y la distracción mucho menos?. Pareciera como si en Venezuela se hubiese detenido el tiempo y se quisieran reimplantar las aberraciones del llamado realismo socialista. Querer imponer el folclorismo, el nativismo y el indigenismo como forma “superior” de cultura es un contrasentido, probablemente surgido de mentalidades arcaicas y excluyentes.

Nadie puede negar que Holywood produce muchas películas de escaso nivel cultural e intelectual, pero la mayoría las prefiere – incluso en una ciudad tan cinéfila como Paris- a las de Jean Luc Godard o a las de Antonioni. La experiencia francesa es aleccionadora. A pesar de los esfuerzos del antiguo ministro de la cultura, Jack Lang, por imponer el cine francés al público, este se inclinó por el cine espectáculo norteamericano.

El cine es antes que nada entretenimiento. Pretender verlo solo como un mecanismo para transmitir mensajes ideológicos es una deformación de aquellos que ven todo en la vida como combates de ideologías, y en el poder se sienten destinados a imponer en todo su visión, privilegiar el “sentimiento trágico” típico de la revolución en vez del sentimiento lúdico que caracteriza al entretenimiento.

Todos tenemos derecho a disfrutar las películas de Ingmar Bergman o las de Woody Allen, como otros pueden bien hacerlo con las de Walt Disney o las de Steven Spielberg. El cine, por lo general, no es para hacernos sufrir, a menos que seamos masoquistas, sino para llevarnos, por un rato a un mundo imaginario en el que todas las posibilidades se convierten, por un instante, en realidad. En todo caso, el punto central es que en el arte como en el disfrute lúdico no puede existir imposición: la libertad es para ambos su condición sine qua non.

Menos mal que aún el proceso revolucionario no ha entrado en nuestro hogares y nos impone escuchar a Atahualpa Yupanqui, Víctor Jara y Carlos Puebla – por demás excelentes artistas- en vez de que libremente podamos escoger entre estas expresiones o las de Frank Sinatra, Antonio Carlos Jobim, o a los Beatles.

Los procesos revolucionarios se creen dueños de la verdad y por eso han quemado libros, prohíbido películas, condenado artistas e impuesto el fastidio como manifestación artística. Pero el tiempo siempre ha prevalecido contra esos intentos totalitarios.

Que bien que la revolución informática nos permita, por ahora, que a nuestros hogares llegue la música de los en un tiempo proscritos, por ejemplo Mahler y Mendelssohn; y que podamos comprar por Internet los libros de Pasternak y de Solzhenitsyn. Y ver en los museos las obras maestras prohibidas en el pasado por algún «revolucionario» de turno».

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