El Editorial

La experiencia hace la diferencia

Así decía el slogan de una gran empresa aérea hace años, pero se refería a la experiencia como acumulación ordenada de conocimientos y el sentido de recibir y dar. No tenemos duda, por ejemplo, de que décadas de extracción petrolera dejó a las empresas Shell, Creole (Standard Oil), Mobil, Philip, Atlantic y otras imperialistas del mundo, más dólares que los que pagaron a aquella Venezuela. Se llevaron el petróleo barato y lo vendieron caro.

Pero en Venezuela dejaron, por generosidad o por conveniencia, varias generaciones de trabajadores, técnicos y planificadores venezolanos, y toda una nueva cultura de la relación empresa-trabajadores, que después fueron la base del poderío y el prestigio petrolero de Venezuela. Y la base para el desarrollo de toda una nación con ingenieros, economistas, gerentes, analistas, sociólogos, planificadores, que desarrollaron el enorme poder siderúrgico, de aluminio, de generación y suministro eléctrico, que se convirtieron en realizadores del comercio mundial venezolano en impulso gemelo con una iniciativa privada nacional que aprendió del mundo y de sí misma.

Todo eso cambió y se estancó con la mitología tropical y pequeña de Hugo Chávez, que no supo -o no quiso- ver en Fidel Castro al perverso que fue y en Cuba al fracaso social, económico y político que sigue siendo.

La revolución chavista borró la dignidad venezolana y la sustituyó por la devoción a la retahíla de conceptos del caudillo en televisión y radio. Un fracaso en pleno desarrollo que expropiaba y destruía sin ton ni son, que creyó que con dólares y frases compraba voluntades y destinos. El chavismo, hoy, está tan muerto como su líder, y la justicia y la alarma internacionales tienen los ojos puestos en Maduro y el castromadurismo, epílogo alargado de un gigantesco fracaso.

Pero los partidos de oposición no innovan, no crean, repiten la misma música con más de veinte años de desgaste a cuestas. Tras veintitrés años de estancamiento y corrupción tenemos que esperar a una nueva generación, víctima pero no hija, de la torpeza del chavismo y de la oposición que ha tenido, heroica pero ineficiente.

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Un comentario

  1. ROB RIEMEN Y LA NOBLEZA DE ESPIRITU
    Recuperar los valores clásicos del humanismo ese esencial ahora que se pretende cambiar tecnológicamente la naturaleza humana. El hombre-masa describe la mentalidad gregaria de una sociedad que se olvida de la dimensión moral y de la nobleza de espíritus, una sociedad irremediablemente esclava del rencor
    La filosofía cultural de Rob Riemen (Países Bajos, 1962) escruta las enunciaciones light de hoy en busca de un mejor fundamento de civilización europea. Es una cierta idea de Europa. En 2008, publicaba su primer libro Nobleza de espíritu, recientemente traducido al castellano. Ahí Riemen subrayó la perentoria necesidad de recuperar los valores humanistas propios de la alta cultura para combatir con las nuevas tentaciones fascistas, en todas sus variantes, que afloran peligrosamente por todo Occidente. Para Riemen, licenciado en Teología por la Universidad de Tilburg, el auge de la política del resentimiento es síntoma de una crisis moral más profunda. Desde entonces, Riemen ha publicado hasta cinco libros sobre la cuestión fundamental, el último Para combatir esta era (2018), donde a partir del pensamiento de Ortega, Mann o Spinoza, reflexiona sobre cómo invertir la actual propensión al deterioro democrático y cultural. Riemen es fundador y preside el Nexus Institute, centro de pensamiento y punto de encuentro para el debate que trata de responder a la ambiciosa pregunta de cómo aprender a vivir mejor.
    ¿Qué recoge la idea de ‘Nobleza de espíritu’?
    Se trata de una idea central dentro del humanismo europeo que refleja las esencias de la dignidad humana. Es una idea muy democrática, ya que no se necesita un estatus social o grandes sumas de dinero, ni siquiera educación superior, para desarrollarla. La nobleza de espíritu es lo que nos hace humanos, lo que nos permite vivir con sentido. También podemos definirlo a partir de las preguntas de Sócrates, que cualquier sociedad civilizada tiene que ser capaz de responder: ¿en qué consiste vivir una buena vida?, y ¿qué define a una buena sociedad? Son dos cuestiones emparejadas, de alguna manera no puede contestarse una sin la otra, y en ambas la respuesta pasa por esta idea de nobleza de espíritu. Es, en definitiva, en lo que una sociedad avanzada debería de invertir. Por eso importa tanto reflexionar sobre qué hace que una vida esté bien vivida, y qué hace que una sociedad esté centrada en las ideas de justicia y verdad. De aquí surgen unos valores, una manera de entender la vida, un esquema de pensamiento político, una idea de cómo educamos a nuestros jóvenes o una idea de Europa.
    Al mismo tiempo, en sus libros advierte sobre esa trampa populista de que todos tengamos derecho a todo. ¿Cómo casan estas dos fuerzas?
    Tomar perspectiva histórica permite ver la complejidad de esta relación. Pensemos en los años treinta. Entonces, muy pocos hubieran podido prever el auge del fascismo en una sociedad educada como la holandesa, o la alemana, y lo mismo podemos decir de países por lo general cultos y con una larga tradición católica, como Italia o España. Es una idea que describe de forma lúcida Thomas Mann en Doctor Faustus. Sabemos de forma cierta que el mundo de la alta cultura y las ciencias, incluso monarcas y miembros de la realeza, han sido cómplices en el pasado con el fascismo y el nazismo. Por eso me gusta más hablar de espiritualidad que de alta cultura, ya que esta última ha demostrado en el pasado que no es ninguna garantía. La nobleza de espíritu no es resultado tanto de cultivar la mente, ser capaz de resolver problemas complejos o tener un saber erudito, sino de saber cultivar el alma que es el camino de la sabiduría. Todo el mundo puede cultivar el alma, y todo el mundo debería hacerlo. Por eso decimos que se trata de algo verdaderamente democrático, ya que es una empresa íntima y personal, no sujeta a ninguna restricción. Parte del mensaje de Jesús consiste en abandonar la riqueza material, adoptar un perfil bajo y centrarse en el crecimiento espiritual. Sócrates hace una argumentación similar. Spinoza también señala la importancia de esa idea de nobleza de espíritu. Cultivar el alma está muy vinculado a la idea del liberalismo en el sentido de que se trata, en definitiva, de ser libres de nuestra propia estupidez, de no ser esclavos de nuestros propios prejuicios, emociones, sentimientos, deseos superficiales o instintos autoritarios.

    La nobleza de espíritu no es resultado tanto de cultivar la mente, ser capaz de resolver problemas complejos o tener un saber erudito, sino de saber cultivar el alma que es el camino de la sabiduría. Todo el mundo puede cultivar el alma, y todo el mundo debería hacerlo
    Si cultivar el alma humana es la búsqueda de la sabiduría, ¿por dónde empezamos?
    En esta búsqueda, un tesoro inmenso es el mundo de la alta cultura; es decir, el mundo de los clásicos. Hoy todavía podemos leer los Diálogos de Platón, que tienen en su haber más de 2.000 años, como si hubieran sido escritos ayer. Podemos emocionarnos con la música de Bach igual que lo hicieron generaciones muy anteriores a la nuestra. Perdura lo que contiene sabiduría verdadera, por eso los clásicos, hoy tan olvidados, son imprescindibles para el cultivo del alma. Hoy en día, en cambio, vamos por la vía equivocada: ni los datos, ni los omnipresentes algoritmos, ni Google, ni las universidades de la Ivy League, ni siquiera el mundo académico te ayudarán. En fin, ser listo no es lo mismo que ser sabio. El lenguaje de la música es probablemente la única herramienta para conocer y explorar nuestras emociones y sentimientos, también para transmitirlos mejor. La lectura es la mejor manera de desarrollar la imaginación. Sin imaginación, ni una buena educación sentimental, es imposible ser compasivo, empático, ya que uno no puede hacerse una idea de los sentimientos y emociones de los demás.

    En sus libros, la crisis política, especialmente intensa en Europa, es vista como un síntoma de una crisis moral más profunda. ¿De quién es la culpa?
    Un primer punto a reconocer es que estamos ante una crisis de nuestra civilización en general, que en parte es resultado de una élite política disfuncional, demasiadas veces incompetente, cuyo gran criterio de actuación suele ser el de su propia supervivencia. Es un fenómeno completamente extendido con la probable excepción de China que, como sabemos, tiene otros problemas. Esta historia no es nueva. Una dinámica similar se detecta en el liderazgo corporativo. Pensemos que la crisis financiera, una crisis con un altísimo coste económico y social, especialmente intensa en el sur de Europa, fue causada por un número relativamente pequeño de personas educadas en universidades de primer nivel. Una élite financiera que, en general, ha sido incapaz de asumir sus responsabilidades. Eso tiene precedentes. Luego está la estupidez crónica de los grandes medios de comunicación, que es una dinámica que ya hemos visto otras veces en el pasado.

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    En ‘Para combatir esta era’, habla del “hombre-masa” de Ortega. ¿Parte de este desorden es también culpa nuestra?
    Para entender el comportamiento de las élites políticas y financieras hemos de entender su origen. Las élites son un reflejo mismo de la sociedad. Por eso tampoco tienen interés en cambiar nada. Sus incentivos básicamente son los de perpetuar el statu quo que les ha aupado al poder. Subrayo dos grandes elementos que explican la situación actual: la traición de los intelectuales y, en consecuencia, la crisis profunda en el campo de la educación. Solo podremos cambiar la sociedad contando con mejores ideas y una mejor educación. Vayamos a Ortega y Gasset. El hombre-masa describe la mentalidad gregaria de aquellos que han perdido el interés por las preguntas que formula Sócrates y que, para mí, constituyen las raíces del problema de esta sociedad kitsch, una sociedad que se olvida de la dimensión moral y de los valores espirituales, esta sociedad donde mi identidad no está determinada por quién soy, sino por lo que tengo, una sociedad que irremediablemente es esclava del rencor. Una sociedad presa de objetivos sin sentido real, esclavos de un consumismo espurio, cada vez más dependientes de cosas más estúpidas. Eso tiene una especial incidencia en el mundo académico, financiero y periodístico.

    Thomas Mann advirtió de forma premonitoria en una conferencia en Los Ángeles que si el fascismo algún día regresaba, lo haría lo haría bajo el conveniente disfraz de la libertad. ¿Cómo identificamos entonces el fascismo?
    El fascismo no tiene ideología. La clave está en entender sus orígenes. Es una idea bastante prosaica, desprovista de la dimensión utópica del comunismo, y que básicamente gira en torno a la conquista de poder. No tiene una ideología elaborada. Por eso el fascista necesita ocultar este vacío con enemigos externos, chivos expiatorios, y una retórica que busca alimentar el odio, el rencor y la confrontación. Se organiza como una religión secular, de ahí sale este tipo de liderazgo mesiánico al que se pide culto por parte de la masa. El fascismo toma tracción en sociedades desarticuladas moralmente y que pueden ser manipuladas fácilmente por la propaganda.

    ¿En qué ha consistido esta dejación por parte de los intelectuales?
    Su responsabilidad es crucial. Lo limitamos todo a definiciones cerradas y teoría política superficial, lo que ha empujado a este perfil de intelectual cartesiano a buscar una cosa que no estaba allí, y ello ha limitado la solvencia del diagnóstico. Surge así el abuso del término populista, hoy vacío de significado real. Nos enfrentamos a una nueva amenaza fascista. El populismo es una tradición también con historia, pero es otra cosa: es irritante, burdo, molesto, pero mucho más inocuo.

    En el mismo momento en que abandonemos la idea de Unión Europea y volvamos al estadio anterior del que venimos, el escenario más probable es el de una Tercera Guerra Mundial. Los europeos debemos ser conscientes de nuestra historia y del valor que nos exige a todos el proyecto europeo
    Esta retórica antidemocrática no solo se está produciendo en el flanco derecho del espectro ideológico en España, también en Italia se están dando fenómenos que encajan con este arquetipo que aquí descrito, de Trump a Podemos en España.
    Por desgracia no leo español, lo que hace que mi conocimiento de la situación en España sea muy limitado. Pero sí me parece importante señalar que precisamente debido a que el fascismo es una corriente vacía, hemos de identificarlo a partir de ciertos síntomas. Está la figura de un líder carismático, normalmente un hombre, pero también puede ser una mujer, como en el caso de Marine Le Pen. El líder populista ha de saber comunicar de manera que contente a las masas. Luego está el elemento central del enemigo externo, o chivo expiatorio, omnipresente, que articula el discurso propagandístico. Al no contar con propuestas reales, todas las declaraciones van en contra de algo o alguien. Otro elemento claro es el victimismo del que ellos luego quieren ser salvadores. Todo, barnizado, normalmente, por una dialéctica materialista y nacionalista, excusas tradicionales que han servido para apelmazar a las masas. Cuando uno tiene estos elementos en una sociedad adormecida, es decir, una democracia de masas y no una democracia real, los valores democráticos se deterioran y se acaba imponiendo una dinámica fascista. No tengo ningún problema en llamar fascistas a partidos como la Liga Norte o el Movimiento 5 Estrellas, fuerzas políticas que trabajan en debilitar de facto los valores democráticos y hacen antipolítica.

    ¿Ha vuelto Europa a los años veinte?
    La dinámica política es peligrosamente similar a como empezó el fascismo entonces. Hitler y Mussolini no fueron los únicos fascistas entonces en Europa. Había millones de ellos. ¿Qué hizo posible que hubiera millones de personas favorables al fascismo aunque muchos fuesen personas educadas? El elemento clave fue una política que trabajó a favor de la confrontación, no en defensa de la concordia. Una política que alimentó el nacionalismo, el veneno de Europa. Nunca nada bueno saldrá del nacionalismo.

    Parece que son unos problemas de recurrencia cíclica.
    El gran reto de Europa es superar la agregación de los Estados-nación. Hay cierta inmadurez en la clase política y la manera en la que nos enfrentamos a los problemas. Una inmadurez similar a la que denunciaron en su día personajes como Albert Camus o el propio Mann, cuando advirtieron que había acabado la guerra pero no así la política de rencor propia del hombre-masa, lo que mantenía viva la amenaza del fascismo. Esta devaluación democrática, si miramos el escenario global, es un fenómeno generalizado: lo vemos en Europa, lo vemos claramente en Rusia y Turquía, lo vemos en Estados
    Unidos, y la lista podría seguir.

    ¿Son conscientes nuestros líderes de las amenazas a las que nos enfrentamos?
    Justamente en mi relato “La princesa de Europa” —en Para combatir esta era— soy muy crítico con lo que considero una falta de liderazgo real por parte de las élites europeas. Ese es un texto europeísta que hace el recordatorio, para mí fundamental, de que en el mismo momento en que abandonemos la idea de Unión Europea y volvamos al estadio anterior del que venimos, el escenario más probable es el de una Tercera Guerra Mundial. Los europeos debemos ser conscientes de nuestra historia y del valor que nos exige a todos el proyecto europeo. No hace tanto que tuvimos la guerra de los Balcanes.¿Cree posible una Tercera Guerra Mundial?
    La guerra, nos guste o no, es parte de nuestra naturaleza. La idea de civilización, de orden democrático liberal, es la excepción a la norma. Una sociedad en paz ha sido, basta con mirar la historia europea, una excepción a la norma. Por eso es tan preocupante el discurso político a favor del rencor y del miedo, la alimentación de nuestros instintos más primarios, porque no es tan difícil provocar un escenario en el que no haya punto de retorno. Estamos en un terreno muy peligroso, una vez empieza el fuego es imposible parar la dinámica destructiva. La Primera Guerra Mundial empezó de la nada. Un día dos potencias se declararon la guerra por una estupidez nacionalista y unos meses después el mundo entero saltaba por los aires. Es un riesgo real.

    ¿Cómo reducimos estos riesgos?
    Primero es importante reconocer que se trata de una labor que nos compete a todos. No sirve delegarlo todo en las élites porque ellas son parte fundamental de la propia crisis. Hemos de salir de nuestra zona de confort, especialmente los jóvenes y los estudiantes, y aceptar nuestra responsabilidad dentro de la sociedad. Nunca es tarea fácil decir las cosas como son, muchas veces existen presiones sociales, pero es lo que hay que hacer. Estamos en un momento en el que ya han saltado demasiadas alarmas para que el grueso de la gente se siga dejando llevar por la corriente. Europa todavía tiene una oportunidad. Europa, a diferencia de Rusia o Turquía, no es un Estado policial, tenemos separación de poderes y sociedades libres con un sistema jurídico de protección eficiente. Todavía podemos invertir esta situación de degeneración sin llegar a un escenario potencialmente violento.

    ¿Cómo?
    Se tienen que dar cambios importantes. Un cambio imprescindible es el sistema educativo. Tenemos que recuperar la alta cultura en la educación. En mi próximo libro estoy abordando el tema referente al cambio tecnológico y sus límites. En el segundo ensayo estoy abordando la crítica a todo lo referente al transhumanismo. No cuestiono que igual algún día existe la capacidad técnica de descargar los pensamientos de una persona en un ordenador, como defiende el tecnoevangelista Ray Kurzeil. Pero el fondo de la cuestión es que en ese momento dejaremos de ser humanos y seremos otra cosa. Ya no hablaremos de sociedades humanas: no habrá valores, no habrá moral, ni ética, ni dignidad humana.

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