Mundo Empresarial

Lo que en casa no encontré

De Europa a Venezuela regresé «contra todo pronóstico» en agosto de 2014. A mi mamá no le cabía en el pecho la emoción cuando nos reencontramos. ¿¡Cómo no!? Si de las dos hijas que ocho meses antes partieron a estudiar, al menos una estaba de regreso.

Con papá la reacción no fue igual. «Este país va para peor, aquí no hay nada para ustedes, hija», me dijo. Yo solo sentí rabia al saber que me prefería en la distancia.

Yo estaba de vuelta. Me reencontré también con mi hermano y mi sobrina y lamenté aquel momento de mayo en el que mi hermana mayor se marchó a Estados Unidos «buscando otra cosa para los niñitos» (sus hijos) sin que pudiese darles un abrazo.

Ahora me sabía hecha fragmentos con dos hermanas que vivían en el extranjero, pero estaba feliz con el resto de mi familia en casa. Y me bastó, porque yo estaba en mi país, sin tener que pedirle visas a nadie, sin sacar de la cartera un ID de extranjera. Además, recuperaba una relación de tres años sobreviviente a la distancia y volvía al reporteo en el diario El Universal, que estrenaba nuevos y -aún- desconocidos dueños.

Las rutinas volvían pero al mismo tiempo «algo» se sentía diferente.

***

No transcurrieron muchas semanas para que me pasara lo que -según creo- puede pasarle a cualquier joven profesional de 26 años: me empeñé en querer más.

Me pasó que en los cuatro meses que estuve en Venezuela antes de irme a Colombia -donde ahora resido- entendí que ni mi título de la UCAB ni mi trabajo en un centenario gran periódico me resultaría suficiente para mudarme -siquiera rentando- fuera de la casa de mis papás.

Entendí que no es tan normal que te den la cola hasta tu casa cumpliendo con una rutina de paranoicos: «pilas con el celular, da una vuelta que ese carro está sospechoso, cuidado con la moto, bájate rápido, avísame al llegar». Entendí que no estaba cómoda con que de pronto un superior pidiera «moderación» en la forma en la que había hecho periodismo por más de cuatro años. Entendí que usaría mis jeans hasta abrirle huecos porque no iba a gastar 20% de mi sueldo para comprar un par nuevo. Entendí que «algo» ya no era suficiente.

Comencé, entonces, a planificar la partida y le puse febrero 2015 como fecha. Escogí una libretita para hacer listas con los documentos por apostillar y con los usuarios de todos los buscadores de empleo en los que introduje hojas de vida con la frase «disponibilidad inmediata para cambio de residencia».

Yo, que no había logrado oferta laboral, estaba decidida y comencé a calcular con cuánto podía arrancar en Colombia, cuánto costaba empezar de cero en otro país.
Recuerdo que finalizando la segunda semana de noviembre una amiga de la universidad me dijo: «Hagamos Skype esta noche». A mi amiga la conocí en la UCAB, no porque hayamos compartido las aulas, sino porque coincidimos en el centro de estudiantes, y luego en marchas, asambleas y en cuanta actividad hicimos como “movimiento estudiantil”. Ella, publicista prolífica, dejó Caracas en 2013 y se mudó a Bogotá donde de a poco ha construido su propia agencia -y sustento.

Con esa llamada llegó una propuesta laboral, una gran alegría, un gran temor. Faltaba poco para diciembre y lo único que pedía era estar en Bogotá antes de la Navidad. Renuncié a mi trabajo, dejé un poder notariado para que mi mamá se encargara de los pendientes, empaqué dos maletas, abracé a mis afectos prometiendo reencuentros y el 18 de diciembre de 2014 (sin posibilidad de comprar un pasaje de 90.000 Bs. para volar directo a mi destino) me encaminé al Zulia, crucé la frontera entre Paraguachón y Maicao y llegué a Colombia. De eso han pasado ya siete meses.

***

Siete meses que se dicen fácil, pero en realidad han estado llenos de retos financieros porque emigrar es sinónimo de administrarse (y sacrificarse) si se quiere permanecer. Siete meses de cuestionarme a ratos si no estaría mejor en Venezuela. Siete meses de trámites, papeles y gestiones donde lo que te antecede es ser ciudadano extranjero y para algunos incluso «el veneco». Siete meses de desilusionarte por la falta de solidaridad que, aunque afortunadamente no es regla, a veces existe entre nuestro propio gentilicio. Siete meses de vivir por primera vez como una pareja de inmigrantes, de lidiar con la ansiedad, de rezar diario por no enfermarte sin tener seguro médico, de llamadas por Skype, de chats y grupos de Whatsapp… de extrañar en gerundio.

Por otro lado, a la decisión de haber emigrado le debo la satisfacción personal de retarme día a día en lo profesional y de poder decir que de mi trabajo obtengo cada una de las cosas que necesito: pagar la renta de mi casa, mis servicios, mi comida, mi transporte, uno que otro paseo el fin de semana y hasta unos pesitos de ahorro.

En lo personal y espiritual, agradezco la independencia, la resiliencia y saber que tengo a mi lado a un hombre valioso, amigos excepcionales y una familia solidaria. Simplemente agradezco la oportunidad de poder hacerlo, para algunos quizá mejor o peor, pero definitivamente diferente.

La emigración está llena de ensayo y error. Yo no sé si sea una regla, pero a los venezolanos este proceso nos reta más de la cuenta porque ni lo veíamos venir ni estuvimos acostumbrados. Y sí, puede que quienes emigramos ahora estemos profesional y académicamente mejor preparados que muchos de los inmigrantes que hemos recibido en nuestra tierra, pero eso no nos exime de entender los procesos de la nación que ahora nos acoge.

Yo estoy hoy en un país que apenas se sobrepone a la lucha armada que lo despedazó y desplazó por años, un país que si bien vecino tiene costumbres y formas diferentes a las nuestras. Lo mínimo que debo darle a este lugar y su gente es lo mismo que deseo recibir de ellos: respeto y humildad. Y es que, al menos por ahora, aquí tengo las oportunidades que en mi tierra no pude encontrar.

Debo admitir que aún no pierdo esa sensación de ser ajena y no sé si algún día eso se pase del todo, pero estoy convencida de que en la balanza de costo-beneficio sigue siendo positivo para mí el hecho de haber emigrado.

También creo que llegará el momento de volver y para entonces esto apenas será un capítulo de mi historia. De la historia de todos los que nos marchamos buscando más, pero con el sabor agridulce que da extrañar y seguir amando ese lugar al que, no importa donde estés, sigues llamando casa.

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