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Artesano Editores publica ensayo de Luis José Oropeza

Un ensayo de Luis José Oropeza, economista con posgrados en Economía y Ciencias Políticas en Gran Bretaña, Wisconsin y Boston, será presentado el 5 y 7 de agosto en Caracas. El libro es no solo un revelador aporte al pensamiento económico que roza la antropología. Es, además, un deslumbrante texto literario que echa mano de la historia y la literatura de ficción como referencias culturales, para develar una paradoja entre el atraso económico y la creencia de que el país ha sido bendecido por una opulencia que solo parece existir en el imaginario del venezolano.

El texto, que forma parte de la colección Destierros y prologado por el historiador Guillermo Morón, presenta los hitos que, desde El Dorado, pasando por la perdida isla de Cubagua o la llegada del “oro negro”, han confabulado el mito de la riqueza. Riqueza que el autor, para pesar de quienes siempre han creído que la cornucopia nacional es inagotable, va poniendo cada vez más en duda hasta hacernos comprender la gran estafa a la que hemos sido sometidos en nuestro imaginario colectivo, y sus funestas consecuencias en la paulatina generación de pobreza.

Lo interesante es que Oropeza no se conforma con presentar el mito, sino que devela los perversos mecanismos económicos y culturales en los cuales se asienta el atraso económico, señalando entre ellos, además de la ya repasada creencia de que la riqueza viene dada por vía sobrenatural, la hipertrofia de un Estado acumulador de poder y regulador del aparato económico.

“En Venezuela —escribe Oropeza— un Estado dueño de todos los recursos se convirtió en árbitro y señor de la vida nacional. La sociedad se hizo por excelencia una entidad sometida, subalterna y parasitaria de los poderes públicos. El Estado pletórico y opulento, con apenas unos logros para complacer las apariencias simuladas de un poder falaz como ninguno, se fue quedando con todo y jamás pudo distribuir lo que recibió del orden espontáneo sin emprender ningún esfuerzo sostenible y confiable”.

Así, Oropeza va descifrando un Estado populista donde la propiedad —ni privada ni pública— jamás gozó de respeto alguno, o donde se ha fomentado la idea de un Estado siempre bienhechor, incapaz de infligir daño a nadie o perjuicio alguno. Somos “el testimonio histórico más perfecto de una experiencia colectiva en una sociedad donde la ley se ha consagrado como la más irrespetada de las instituciones y, no obstante, bajo ese contexto descaradamente informal de un proceso pernicioso, a cada instante y como fórmula redentora propiciamos una reforma constitucional para que, con la fatalidad más esperable, como tantas otras veces, sea frustrada y transgredida”.

Luego de abordar el escabroso tema de la nacionalización petrolera y profundizar en otros aspectos como la deficitaria educación, finalmente Oropeza se pregunta, para no dejarnos con el mal sabor de lo imposible, “cómo y con el auxilio de cuáles estrategias lograremos alcanzar la prosperidad y la riqueza que creíamos tener para siempre asegurada”. Y deja bien claro que la estatización del petróleo y de las industrias básicas en general es una de las peores decisiones económicas que el Estado venezolano ha tomado a lo largo de la historia. “Con esa mitificación sacralizada y estatista del negocio petrolero, como fuente continua y creciente de una renta exclusiva para su manejo discrecional por los poderes públicos, no siempre identificados o incluso muchas veces reñidos con los intereses de la sociedad, caímos como fieles devotos de un dogmatismo inconmovible que contribuyó a confirmar la adoración perpetua del Estado mismo como ente rector de la vida colectiva. Desde entonces, la extensión arbitraria de sus quehaceres adquirió signos hegemónicos desmedidos al margen de la sociedad y de sus intereses esenciales”, escribe en el capítulo “El mito del petróleo: la ficción de su siembra. Pdvsa o la Guipuzcoana del siglo XXI”.

Oropeza advierte de que la diversificación de la economía ha sido siempre la Batalla de Carabobo de la economía que el país nunca ha podido ganar. Y lo peor es que la producción del crudo y la renta devengada han disminuido sustancialmente, y esto hace que hasta el rentismo ya no pueda depender de las exportaciones petroleras ni de “los préstamos que ningún país o ente financiero se atreve confiadamente a concedernos. Las garantías exigidas para facilitar nuevos endeudamientos deben exponer a la nación al riesgo de su propia soberanía”. Pero Oropeza se apura también en decirnos que el hecho de que no hayamos aprovechado el petróleo y su riqueza, como la han usufructuado otras sociedades, “no es culpa del petróleo sino de las políticas que nos guiaron en su manejo, de las previsiones que hemos debido adoptar y no lo hicimos para atemperar y atenuar supuestos riesgos y repercusiones adversas”.

A la hora de responder aquella pregunta de cómo salir de la pobreza, Oropeza dice categóricamente que nada es más urgente en la vida nacional que empezar por convertir de manera efectiva a la sociedad venezolana, a la nación entera y nunca más al Estado, en dueño absoluto y exclusivo de las riquezas básicas de nuestro país. Y hace extensiva esta opinión a todo el aparato productivo. “Ofrecerle y conferirle al orden económico de la sociedad la libertad que la discrecionalidad del intervencionismo estatal le ha venido escamoteando, entraña en esta hora fatídica una de las más perentorias urgencias nacionales. Mientras la inversión privada propia o extraña esté perturbada por el dirigismo estatal, la riqueza venezolana no será posible”.

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