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Adiós, coroto

 

 

Nunca antes la frase del maestro Angel Rosenblat fue tan oportuna: «En la palabra coroto cabe el universo entero». Se refería a la cantidad de acepciones que encontró ese término en el hablar venezolano. Sin olvidar el viaje simbólico que trasmutó el nombre del paisajista parisino en objetos sin destino, extraviados en la historia patria de Venezuela.

La suerte de las obras de este hijo de un peluquero y una modista no ha sido feliz. Los propietarios del Retrato de una niña, fechada en 1857, valorado en un millón de euros, acaban de interponer una denuncia en el Tribunal Supremo de Nueva York contra el ciudadano James Carl Haggerty porque en vez de venderlo lo perdió en una atribulada noche de tragos.

Dos siglos más tarde de la leyenda de Guzmán Blanco y sus criadas, que se referían al «coroto» del general, y de las adversidades de Monagas y los dos cuadros del pintor francés, saqueados cuando cayó la dictadura, un Corot se coló en una velada de excesos y la transfiguró en una comedia de enredos. O una tragicomedia en capítulos: El camino de Sèvres, otra pintura de Corot, valorada también en un millón de euros, desapareció de forma singular. Ocurrió en 1998: se esfumó del Museo del Louvre. Los ladrones la sacaron de una sala del pabellón Sully, en el tercer piso, donde no había cámaras de seguridad ni guardias de vigilancia.

Otro caso emblemático es un robo que cumplió 20 años. No se llevaron ningún Corot, pero se ha convertido en un enigma indescifrable. Sucedió la madrugada del 18 de marzo de 1990, en un museo prestigioso de Estados Unidos: Isabella Steward Garden (Boston).

Dos hombres entraron y redujeron a los guardias de seguridad. En 81 minutos cargaron 13 cuadros, valorados en 500 millones de dólares. Escogieron obras de Rembrandt, Vermeer, Degas y Manet. Nadie entiende por qué estos ladrones, silenciosos y eficaces, desestimaron obras de Botticelli y Rafael, más costosas que algunas de las que metieron en el bolso.

El siglo XX se inauguró con la desaparición de La Gioconda.

Sustrajeron la obra del Louvre el 21 de agosto de 1911 y la recuperaron dos años más tarde.

La policía siempre sospechó del más atrevido de los pintores de la época, Picasso, pero encarcelaron al poeta Guillaume Apollinaire.

La verdad estaba en otra parte: el ladrón, Vincenzo Perrugia, obrero italiano, trabajaba en el mantenimiento del Louvre. Lo agarraron cuando trataba de vender la sonrisa más popular de la historia de la humanidad en Florencia.

Su justificación fue genial: un misterioso alemán le había recomendado que robara la obra y la restituyera a Italia. Pasaría a la historia. Y lo logró.

El siglo XXI no se podía quedar atrás: la Dirección Central de la Policía Judicial Francesa contabilizó en el año 2003 más de 6.700 hechos criminales: 37 museos robados, 467 castillos desvalijados, 227 iglesias vaciadas, 121 galerías de arte asaltadas y 5.859 particulares a los que les limpiaron las paredes de sus casas.

Frente a tantos despropósitos, la Oficina Central de lucha contra el tráfico de Bienes Culturales creó uno de los programas informáticos más blindados y poderosos de Europa.

Ya han acumulado 40.000 referencias e imágenes de objetos robados.

El programa, conocido como Treima (Thesaurus de investigaciones electrónicas e ingeniería en materiales artísticos), pronto se encontrará al alcance de quienes adquieren obras y necesitan soporte a la hora de evaluar las obras que ofrecen los vendedores.

Volvamos a los corotos. Nadie sabe aún si la pintura que se le escapó de las manos a James Carl Haggerty en Nueva York se encuentra en el asiento trasero de un taxi, en un basural o fue a parar al domicilio de alguno de estos chacales que andan a la caza de obras de arte valiosas.

Haggerty, empleado de una firma que alquila aviones privados, no se acuerda de nada: sabe que debía intermediar entre unos propietarios y un posible interesado, que asistió a una reunión en un hotel del Upper West Side, que luego bebió de más y que en algún lugar perdió el conocimiento y algo más.

Lo único cierto hasta ahora es que el comprador interesado en adquirir el Corot perdió el interés. Quizás se dio cuenta que las obras de arte, desde hace mucho tiempo, representan inversiones de alto riesgo.

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