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Cacao

LA HISTORIA

Una noche de San Juan, en la que Dios regaló estrellas y plenilunio, Manuela, la negra más hermosa de la Hacienda La Pasionaria en Santa Clara de Asís, la de la piel brillante y el cuerpo de diosa, la de los ojos intensos y las caderas espléndidas, decidió entregarse a Santiago, el más altivo de los peones, hijo de Isidora, negro puro parido en una noche de tambores. De las negras viejas había sabido Manuela que un hijo concebido en semejante coincidencia astral estaría predestinado a ser libre. Así, luego del baile, de varias horas de incesante frenética danza, de sudar las penas y alegrías, Manuela se escabulló de la gentarada, tomó del brazo a Santiago y se lo llevó a la vera del río. Y bajo una luna llena brillante, ese miércoles 24 de junio de 1812, Manuela perdió la virginidad y Santiago le hizo un hijo. Y luego se arregló la saya, se anudó la cabellera bajo el pañuelo blanco, y se fue a dormir su pasión.

La Niña Magdalena, mantuana de prosapia y tradición, tembló. A pesar del calor pegajoso, un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. Una nube negra cubrió la luna.

– Mal augurio – dictaminó Isidora al persignarse – Lloverá sangre.

El cielo le dijo que vendrían tiempos difíciles, tiempos de soledad, tiempos de hilar, coser y bordar, tiempos de sudar y llorar.

Al despuntar el alba, los hombres tomaron camino. Tocaba a Don Fernando comandar el recién armado batallón que se uniría a las fuerzas patriotas. Pocos pertrechos. En las alforjas algunas monedas de oro, y sobre la grupa de burros carne salada y unos sacos de almendras. Santiago sería su fiel escudero. En La Pasionaria quedaron los viejos y los niños. Y las mujeres ahogaron el llanto. Manuela intuía que en su vientre crecía ya vida. Se prometió a sí misma protegerlo, incluso con su vida. Se arrodilló frente al San Juan, encendió una vela y le juró:

– Yo lo cuidaré, y si tú me ayudas, Santo bendito, tan pronto nazca lo bautizaré en tu honor, con el nombre de Juan Libertad. En mi vida no habrá más hombres. Yo esperaré a Santiago.

Esta es la historia del cacao, de la gente que cultiva el cacao, de sus dolores, sus tristezas, sus alegrías. Sus sudores y sinsabores. Es la historia del drama de sembrar, cosechar y comerciar en medio de una guerra de independencia que hizo que ciertos lugares y parajes quedaran casi excluidos de la historia. Es la historia de la supervivencia. Es una historia de mujeres corajudas, de amor y pasión, de trabajo y lucha, de dolor y esperanza.

Mes tras mes, cada vez que la luna se preña toda de luz, Manuela se asoma al camino, a esperar el regreso de su Santiago. Su pecho ha alimentado a Juan Libertad. Lo acuna en su regazo, y le canta versos que aprendió de su abuela.

Pero Santiago no llega. Y ella entretanto trabaja, y suda, y envejece, y reza, e hila un lienzo para de él hacer pañuelos con los cuales enjugar las lágrimas que algún día se permitirá.

La Niña Magdalena hace de capataz de la Hacienda. Donde no hay hombres, toca a las mujeres el comando. Su hermosa cabellera es ahora una madeja de rizos descuidados. Pero cada noche, no importa cuán dura haya sido la faena, las mujeres hacen rondalera para coser y bordar el ajuar que algún día usará en su boda. Magdalena espera, espera, aun cuando su vientre le grita que está sediento de preñez. Sus manos muestran las señales de labor en los cacaotales. Mucho ha tenido que aprender. De las estaciones y las lluvias, de las plagas y los usos. Ahora sabe mucho de cacao. Sabe que se cultiva en arbustos de 2 a 3 metros que deben estar a la sombra, por lo cual normalmente se encuentran bajo árboles más grandes como el cedro, el bucare, el mango, o el plátano, entre otros… En La Pasionaria abunda el bucare anauco, que Don Fernando prefiere al bucare peonía, porque éste último, sobre las muchas espinas que arroja al piso y daña los pies a los trabajadores, bracea demasiado, y cuando cae un ramo destroza más número de árboles de cacao que otro del anauco. El árbol del cacao normalmente tiene entre 10 y 15 frutos, pero en algunas ocasiones puede llegar a 20.

Hay dos tipos de cacao: uno es rojo y al madurar se transforma en morado, y el otro es verde y cuando madura se torna amarillo. El cacao tiene unas semillas que se pueden chupar como un mamón o una guanábana. Estas semillas están cubiertas por una sustancia gelatinosa. Son dulces y muy sabrosas. Cuando el cacao está maduro, se corta del árbol y se deja a la sombra sobre hojas de plátano por unos 3 a 6 días, para que se fermente. Es importante que tenga humedad, pero no se puede mojar con la lluvia. Luego, es puesto al sol para su secado otros 3 a 6 días.

Cuando los granos ya están secos se tuestan en un horno y luego se les quita la cáscara y se trituran.

A fuerza y recurriendo a los archivos de La Pasionaria, Magdalena aprendió que el cacao de su tierra no tenía rival; era el cacao CRIOLLO, de alta fragancia y blanco, el único cacao dulce que existía. Para el año de 1810, justo antes de empezar la guerra de Independencia contra España, Venezuela cosechaba 200.000 fanegas de cacao anuales.

Una mañana, Juan Libertad es picado por una culebra. Una ponzoñosa macaurel escondida en la hojarasca, que no detectaron los peones con sus varas, mordió el pie descalzo del niño. En ese mundo extraviado y olvidado, las mujeres preparan cataplasmas y rezan al Santísimo. En su desesperación, Manuela rompe todas las reglas y corre a la selva a buscar al curandero, el indio hechicero. Sólo sus frotes de escupitajos y su chorote – producto de quemar y moler la semilla del cacao; dejándole enfriar cuaja la manteca, que es muy blanca, y que se usa para sahumerios – lograrán salvarle la vida a su muchachito. Magdalena se opone, le dice que eso es pecado. Pero para Manuela pecado es que muera su negrito. El curandero consigue sacar a Juan Libertad de su agonía, y cuando sale de la choza se cruza con Magdalena:

– Cose, mujer, cose. Que tu vientre no estará seco.

Enfurecida, Magdalena abre la cesta donde Manuela guarda su lienzo blanco, y lo hace jirones. Manuela calma su rabia tomando todas las primorosas prendas del ajuar de Magdalena, y revolcándose con ellas en el patio de secado. Dos mujeres que ya no pueden sofocar sus tristezas sino con fulgurante odio. Con todo destruido, años de hilar, de coser y bordar en las manos, se miran y finalmente se abrazan y lloran juntas, bajo una lluvia con la que quizás logren lavar sus culpas.

Pasan los años. El tiempo es lento, pero inflexible, transcurre inexorable. Más lunas, más lluvias, más llantos, más ausencias. En La Pasionaria han enfrentado toda clase de tragedias. En 1815, las lluvias no cesaron, y la cosecha de San Juan se mojó. En el 17, los palos de agua eran tantos y tan fuertes que arrancaban los frutos aún sin madurar. Las mujeres rezaron al cielo que dejara de llorar, pero de nada sirvieron sus plegarias. La pasmazón de ese año acabó con meses de trabajo y sudor. En 1819, una plaga acabó con casi todas las plantas. De nada valió que deschuponaran los árboles y que le sacaran los gusanos. A las plantas le cayó la maldita mancha. Pero Magdalena y Manuela no dejarán que La Pasionaria sucumba. Cada tarde, luego de la faena, Isidora reunía a la peonada de niños para rezar el rosario. A las nueve de la noche, el Negro Trinidad tocaba cinco veces la campana. Que al cuerpo hay que darle reposo, más aún cuando el alimento escasea y el dolor de los músculos no cede a la frota con linimento.

Como marca la tradición, el día 23 en la noche Manuela había colocado un huevo en un vaso con agua, pues al día siguiente la figura que se dibuje, predeciría qué le depararía el futuro.

A escondidas, Magdalena había colocado una flor debajo de la almohada, para soñar con el futuro esposo. Y también había tomado una ponchera, había escrito en tres trozos pequeños de papel los nombres de tres pretendientes, los había doblado bien y los había arrojado en la ponchera. En la mañana del 24 el papel que se abriera revelaría el nombre del futuro marido. Y Magdalena leyó un nombre: “Fernando”.

La música de tambores se escucha desde lejos; y también se oye una voz. Es la Negra Manuela que recita:

Mi vida, si tú me quieres,
no se lo digas a nadie
mete la mano en tu pecho,
dile al corazón que calle.

Y en la tarde, cuando ya está cayendo el sol, y al santo ya lo traen de vuelta para la capilla de la hacienda, se escucha al negro Trinidad que declama sus versos:

Mira las horas que son
Y no aparece San Juan,
En la puerta de la iglesia,
Se me partió el corazón
Recógelo vida mía
Que por ti muero de amor
Mira las horas que son
Y no aparece San Juan
El día que yo cantando
me encontrara a mi rival
Me voy a morir al monte
y que me coma un animal
Mira las horas que son
Y no aparece San Juan
San Juan Bautista te estoy llamando
Bautista no me responde
Bautista es que tu te llamas
Si no te has cambiado el nombre
Ave Maria Juan, Ave María
Con tu Bandera Juan de Venezuela
El San juanito ya lo están bailando
El San Juanito ya lo están cantando
Ave María Juan con alegría
Bonito viento pá navegá
Ay San juancito yo te lo pido
Que la alegría se quede conmigo
Dame una mano dame la otra
Dame un besito con esa boca
Bonito viento pá navegá
Y si sabroso va usted bailando
Es porque el negro lo ta´ tocando

Ese día de San Juan, y sólo ese día, Manuela permitía el lujo de una gran comida. Buscaba alguna joya de la familia, y la cambiaba a los contrabandistas por un cochino. Isidora preparaba un verdadero festín. Luego de despellejar el cochino y sacarle las vísceras, lo colocaba en una estaca sobre una hoguera. Vuelta y vuelta, vuelta y vuelta. Horas y horas de cocido lento. En sus entrañas se colocaba almendras de cacao, hierbabuena y sal. Y los peones esperaban con ansia para devorar el cochino que sudaba olor dulce, olor de Santa Clara de Asís, olor de ese cacao que les permitía la susbsistencia. No estaba Isidora al tanto de saber que su cochino al cacao se haría famoso con el paso de los años, y que allá en la Europa terminaría siendo servido en los banquetes a reyes y príncipes Y cada noche de luna llena y cada 24 de junio, Manuela entra en una especie de paroxismo, y siente las manos de Santiago recorriendo su cuerpo.

De cuando en cuando, llega alguna novedad. Que si la República corre peligro. Que si Caracas ha quedado en ruinas después del terremoto. Que si Ribas logra éxitos. Que las tropas de un Boves asuelan todo a su paso. Que hay un tal Páez, un valiente llanero de quien se dice es un héroe. Que Bolívar no deja de guiar los pasos hacia la independencia. Que las fuerzas patriotas caen y vuelven a levantarse. Que en todas las provincias las tierras esconden muertos. Pero de los hombres de la casa, nada se sabe. Como si se los hubiera tragado la tierra, o la muerte.

La guerra no se libra en Santa Clara de Asís, pero se la siente. Parece que desde que comenzó, un pesado manto de desolación y tristeza cubre los campos como una mortaja.

Los niños crecen, los ancianos mueren, las mujeres se añejan mientras tarde tras tarde se encuentran a lavar ropa en el río, y cantar sus llantos de soledad. Cada noche se encuentran en el patio a seguir cosiendo el ajuar de la Niña Magdalena, aun cuando la Niña ya no cose con ellas. Magdalena ha perdido toda esperanza. Se ha convertido en recia, ha aprendido las artes para negociar con los piratas contrabandistas que son los únicos a quienes poder vender el cacao, a cambio de sal, trigo, azúcar. Incluso ha logrado negociar herramientas, aperos, y algunos animales de corral. Se ha jurado a sí misma que La Pasionaria sobrevivirá. Jamás ha accedido a vender sus esclavos. Son al fin y al cabo el único amor que le va quedando. Su único espacio de amor.

Manuela ya ha aprendido cómo salvar la cosecha del azote de las bandadas de loros que vienen de las montañas cuando perciben el aroma del cacao maduro. Con los cueros que han logrado comprarle a los contrabandistas que llegan a Chuao, las mujeres han fabricado tambores con los cuales los negritos pasan desde la mañana hasta la noche tocando los instrumentos para espantar a los intrusos. Juan Libertad se ha convertido en un maestro en el arte de tamborilear.

Una mañana, una lluviosa mañana en la que el cielo llora la tristeza, suena la campana que cuida el vigía. Es 24 de junio de 1822. Dos caballos, dos hombres entran por el camellón de La Pasionaria. Dos hombres sobre caballos viejos que ya tienen cara de muerte. Dos hombres, uno blanco, con los ojos vendados; uno negro, sin un brazo, que con el otro guía las riendas de ambas bestias. La vieja Isidora le dice a la Niña Magdalena:

– Es el amo que regresa.

Manuela y Magdalena corren. Manuela ha aprendido a usar corpiño. Magdalena ya sabe andar descalza.

El negro se llama Eustoquio, y viene con una encomienda. Los exiguos salarios ganados por Santiago como soldado de las fuerzas patriotas deben ser entregados a Manuela, para comprar su libertad. Manuela nació esclava, pero Santiago fue a la guerra para que ella fuera libre. Así lo había acordado con Don Fernando. Santiago ha muerto en la Batalla de Carabobo, un 24 de junio. Diez años han pasado de aquel 24 de junio en que le hizo un hijo a Manuela.

Manuela le pide a Magdalena que le venda la libertad de Juan Libertad, pero Magdalena no acepta:

– Manuela, ahora todos somos libres.

II. EN UNA NOCHE DE LUNA LLENA…

Manuela está en el río, llora y lava pañuelos, pañuelos hechos de un lienzo que esconde años de historia. En la casona, Magdalena abre el baúl y pone a airear su ajuar de novia. Isidora teje guantes que puedan ocultar las manos encallecidas de Magdalena. En pocos meses, el 24 de junio de 1823, habrá boda en La Pasionaria. Y si San Juan así lo quiere, a Magdalena también le harán un hijo.

III. DOS AÑOS MÁS TARDE…

Es 24 de junio de 1824, y en La Pasionaria hay fiesta. Don Ignacio, con quien Magdalena casare, está ahora a cargo de La Pasionaria. Es un buen hombre, un patriota que también luchó en la guerra. Poco a poco la tristeza se ha ido disipando, convirtiéndose en esperanza. Se celebra una buena cosecha, se le agradece a San Juan la protección y la bonanza, y en el patio un niño es bautizado. La Niña Magdalena, convertida en Doña, acuna a su niño en los brazos. Un niño hermoso, un niño fuerte, un niño sano. El cura Antonio ha venido a la bendición.

Están todos reunidos, las sayas blancas y bien almidonadas. Don Fernando se acerca asistido por Eustoquio. Isidora ha tardado 52 lunas en bordar el faldellín.

Y el niño, de nombre Juan Fernando, tendrá el mejor de los padrinos: Juan Libertad.

Y así fue como dos mujeres, Magdalena y Manuela, terminaron para siempre unidas, para siempre enlazadas, para siempre juntas… Que no hay nada que una más que eso que llaman vida…

IV. CACAO

“Cacao” es una historia bien podría haber ocurrido en nuestra pasionaria Venezuela que tanto luchó por la libertad y la independencia. En estas tierras se cultivó el cacao en tiempos de la colonia y de la guerra, y en estas tierras se sigue cultivando el que ha sido calificado como el mejor cacao del mundo.

El cacao fue no sólo uno de los puntales de nuestra economía y cultura colonial, sino que está íntimamente ligado a nuestro devenir como nación. El cacao está incrustado en nuestro pasado, y forma parte de nuestro presente. El cacao es una fruta de origen tropical con la que se produce el chocolate. Su importancia en la economía de la colonia fue enorme, ya que era uno de los productos del nuevo continente más codiciados por los europeos.

Para entonces el cacao se cotizaba a alto precio, ochenta pesos fuertes por fanega corriente, y los Mantuanos, propietarios de todas las grandes haciendas, se podían dar el lujo de vivir como príncipes. De allí viene la voz: «Gran Cacao».

Con la guerra de Independencia desapareció el principal comprador del cacao venezolano: España. Esto coincidió también con la inmensa popularidad que adquirió el café en todo el mundo, dando como resultado que para 1840 la producción mermara a la mitad, unas 100.000 fanegas (10.000 toneladas). Los registros de Humboldt revelan que para la época de su visita a Venezuela a comienzos de 1800, había en el país unos 6 millones de árboles.

Otra de las circunstancias que contribuyó a que la producción cacaotera se desplomara, fue el descubrimiento del petróleo y el desarrollo de su industria, a partir de 1930. Esto desequilibró completamente el sector agrícola en general, y en especial el cacao. Durante los siguientes años la producción de cacao descendió. Con recientes manifestaciones de recuperación, la producción actual se estima en 15.000 toneladas, generando directa o indirectamente 40.000 empleos. Sin embargo, Venezuela continúa siendo el primer productor de cacao fino en el mundo.

A lo largo de su historia, Venezuela ha contado con dos cultivos destinados principalmente a la exportación: el Café y el Cacao. Éstos constituyeron, hasta el auge petrolero iniciado con el segundo cuarto del siglo XX, los principales medios de intercambio de que dispuso la nación.

El cacao venezolano, desde 1600 a 1820, ocupó el primer lugar de exportación. Muchas publicaciones internacionales lo señalan como el de más alta calidad en el mercado mundial. El cacao ha caído en importancia relativa dentro de la economía venezolana. En 1958 representó apenas el 0,4 % del valor total de las exportaciones nacionales. Sin embargo, la calidad del producto ha mantenido su prestigio en el mercado mundial y ocupa las mejores posiciones dentro de las clasificaciones comerciales.

En el alto Orinoco y en la amazonia venezolana crecía de manera silvestre el cacao (el Calabacillo) antes de la llegada de los españoles, pero su cultivo especializado había alcanzado un alto nivel en el México prehispánico. Fue de allí, según algunos historiadores – y todavía está por comprobarse -, de donde trajeron religiosos españoles las semillas de la variedad de cacao criollo que seria la base de la producción comercial venezolana desde el siglo XVI.

El Cacao era usado como bebida (Chocolatl) por los aztecas, quienes le añadían harina de maíz, vainilla y otras especias. Díaz del Castillo, cronista de Hernán Cortes, advirtió su alto valor alimenticio y escribió que cuando se ha bebido chocolate se puede viajar toda una jornada sin fatiga, y sin tener necesidad de alimentos. Más de cuatro siglos después, el chocolate sigue siendo un alimento concentrado de emergencia, utilizado como tal por los ejércitos modernos. Los aztecas utilizaban las nueces o almendra de cacao como moneda. «Feliz moneda, ya que no es sólo una bebida útil y deliciosa, sino que no permite la avaricia, pues no puede conservarse por mucho tiempo», informaba al papa Clemente VII el cronista Petro Mártir de Anglería en el siglo XVI.

En Venezuela tuvo igual empleo y 150 almendras equivalía en el siglo XVIII a un real de 1960. En 1626 se señalaba que los agricultores abandonaban en Caracas el cultivo del trigo y del maíz, para concentrarse en el Cacao, cuyo mercado se ampliaba al punto de que Nueva España (México) patria original del chocolate, se convertía en uno de los mayores consumidores de las bayas venezolanas en 1622. La compañía Guipuzcoana de Caracas, fundada en 1729, fue la primera compañía especializada en el comercio internacional del cacao.

El rendimiento por área del cacao es bajo en Venezuela, donde en lugar de los 212 kilogramos por hectárea obtenidos en 1950, sería posible obtener entre 1000 y 1550 kilogramos por hectárea. Pero el descenso en la producción y el bajo rendimiento es compensado por otras ventajas comparativas que posee Venezuela para el cultivo del cacao. Hoy los productores de cacao hacen esfuerzos enormes para devolver a este cultivo su sitial de honor. Gracias a ese esfuerzo y con no poco sacrificio, el cacao venezolano vuelve a ser reconocido como una joya gastronómica.

El nombre científico del Cacao es «Theobroma», del griego, y quiere decir «alimento de los dioses».

En tierras del cacao se canta, se baila, se siembra, se cosecha, se llora y se ríe, se sufre y espera. En los cacaotales caminan las Manuelas y las Magdalenas, los Santiagos y los Juan Libertad, las Isidoras y los Fernandos.

Cultivar el cacao es como hacer un país. Requiere trabajo, esfuerzo, tesón, dedicación, paciencia. Desde tiempos de la colonia nuestro cacao ha sido exportado a muchos países.

El cacao somos nosotros, nuestras penas y nuestras glorias, nuestros llantos y nuestras risas, nuestro ayer, nuestro hoy y nuestro mañana.

O quizás sea más simple decir que el cacao es como esto que tenemos entre manos, y que se llama Venezuela.

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