Entretenimiento

Camarada, araucano obligatorio

Obra

Y hubo de nombrarse todo: pueblo, amor y sangre. Y surgieron los cantores,
los poetas. Con una terrible pasión adámica. Se trataba de «nombrar para que
fuesen nuestros seres y cosas, nuestra vasta geografía, nuestras tradiciones
y mitos». Y dijo el poeta: «Yo vengo a hablar por vuestra boca muerta».

«Hablad por mis palabras y mi sangre». Y el poeta entendió perfectamente,
desde el primer momento, que su palabra se debía al pueblo, que su
poesía -su palabra- debía ser instrumento de lucha. Y se lanzó al ruedo. Se
lanzó a la calle.

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Un solo himno apareció entonces, repartido en cuatro cantos: canto al amor,
canto a la vida, canto general y canto a las cosas más sencillas. Siempre
seguro de sus plenos poderes a nombre de una humanidad por redimir. Al
comienzo fue el amor, lo romántico, el silencio, la soledad, la muerte.

Enseguida, de repente, joven todavía, la vida se le quiebra y, huérfano, se
dio a rescatarla toda. Fue «la guerra de adentro», hacia su elan vital
enajenado, desvencijado. Sintióse de palmo a palmo residente en tierra, muy
lejos de susrimeras lluvias. Vacío existencial. Crisis interior. Nuevo
lenguaje. Nuevos sueños. Lenguaje críptico, casi hermético. Al que habría de
salirle al paso, enfrentar siempre, de ahí en adelante, ante su propio mito.

Pero vino «la guerra de afuera».

La que llamamos guerra sin más ni más. Con Guernica y toda su humareda.

Había que decidirse ante la vida. Se coloca de parte de los hombres. De sus
causas más nobles. Se ocupa plenamente de su tierra americana. Fue el Canto
General. Obra aluvional. Obra-síntesis. Nos recordó al filósofo, poeta y
jesuita guatemalteco Rafael Landívar, quien en 1781, con su Rusticatio
mexicana pregona las excelencias de la tierra, de la vida y del hombre
americano, cantando en el indio a la raza que en todo sale airosa. A pesar
de sus diarios sufrimientos. Lejos quedó el aire virgiliano de Bello en su
inconcluso intento que quiso titular América. A Bello le faltó lo que le
sobró a nuestro poeta, como bien alguien lo expresara. Muy después, vinieron
las cosas más sencillas, donde no faltaron ni el alambre, ni la rosa, ni la
lavandera; ni la arena, ni la gaviota, ni los calcetines; ni la papa, ni la
tipografía; ni la lagartija. Siempre de mano con el pueblo. Y todo fue un
canto estremecido al hombre y a sus íntimas pertenencias. Por eso las raíces
contaban tanto para el poeta. Él que raíz fue y habrá de serlo para
nosotros -fuente nutricia de nuestro destino-.

Y, así, su voz fue creciendo y «la conocían hasta las piedras de Chile».

Siempre feliz y decidido de su elección. Iba de parte de los hombres. Con su
creación, «queriendo iluminar las palabras». Sus poemas se le soltaron, «sin
mirar a ninguna dirección, libremente, inconteniblemente». Se sabía y sentía
río caudaloso y nutriente. Con mucho de predestinado. Sabía que como el río,
la poesía «viene de alturas invisibles, es secreta y oscura en sus orígenes,
solitaria y fragante y, como el río, disolverá cuanto caiga en su corriente,
buscará ruta entre los montes y sacudirá su canto cristalino en las
praderas». «Regará los campos y dará pan al hambriento. Caminará entre las
espigas. Saciarán en ella su sed los caminantes y cantará cuando luchan o
descansan los hombres». Por eso siempre se sintió alfarero, panadero y
carpintero. Un panadero «que no se cree dios».

Insurrección

Sabía perfectamente que la poesía es una insurrección. Una subversión. Y
decía:

Tal vez los deberes del poeta fueron siempre los mismos en la historia. El
honor de la poesía fue salir a la calle, fue tomar parte en este y en el
otro combate. No se asustó el poeta cuando le dijeron insurgente. La poesía
es una insurrección. No se ofendió el poeta porque lo llamaron subversivo.

La vida sobrepasa las estructuras y hay nuevos códigos para el alma. De
todas partes salta la semilla; todas las ideas son exóticas; esperamos cada
día cambios inmensos; vivimos con entusiasmo la mutación del orden humano;
la primavera es insurreccional.

Yo he dado cuanto tenía. He lanzado mi poesía a la arena, y a menudo me he
desangrado con ella, sufriendo las agonías y exaltando las glorias que me ha
tocado presenciar y vivir. Por una cosa o por la otra fui incomprendido y
esto no está mal del todo.

Nos invitó a tener fe en la poesía y en el futuro:

Mi fe en todas las cosechas del futuro se afirma en el presente. Y declaro,
por mucho que se sepa, que la poesía es indestructible. Se hará mil astillas
y volverá a ser cristal. Nació con el hombre y seguirá cantando para el
hombre. Cantará. Cantaremos.

La poesía no ha muerto, tiene las vidas del gato. La molestan, la maltratan
por la calle, la escupen y la befan, la limitan para ahogarla, la
destierran, la encarcelan, le dan cuatro tiros y sale de todos estos
episodios con la cara lavada y una sonrisa de arroz.

Por otra parte, para él la poesía era su patria. «Mi libro más grande, más
extenso, ha sido este libro que llamamos Chile. Nunca he dejado de leer la
patria.» «La primera edad de un poeta debe recoger con atención apasionada
las esencias de su patria y luego debe devolverlas. Debe reintegrarlas, debe
donarlas. Su canto y su acción deben contribuir a la madurez y al
crecimiento de su pueblo.» «Porque mi poesía es propiedad de mi patria.»
También, cuando presentía su viaje definitivo, recordaba: «Yo he alabado y
cantado nuestra patria. El trabajo de ustedes es continuarla y
engrandecerla, hacerla más justa, más generosa y más bella cada día.»

Herencia

Entre sus agradecimientos, entre sus recuerdos mayores, señaló con ahínco a
«una generación de extraordinarios padres de la esperanza.» Y explica: «Marx
y Lenín, Gorki, Roman Rolland, Tolstoi, Barbusse, Zola, se levantaron como
grandes acontecimientos, como nuevos conductores del amor. Lo hicieron con
hechos y con palabras y nos dejaron encima de la mesa, encima de la mesa del
mundo, un paquete que contenía una caudalosa herencia que nos repartimos:
era la responsabilidad intelectual, el eterno humanismo, la plenitud de la
conciencia.»

Por todo ello, en su testamento no se olvida de recordarnos a algunos de sus
maestros:

Que amen como yo amé mi Manrique, mi Góngora,
mi Gracilaso, mi Quevedo: fueron
titánicos guardianes, armaduras
de platino y nevada transparencia,
que me enseñaron el rigor, y busquen
en mi Lautréamont viejos lamentos
entre pestilenciales agonías.

Que en Maiakovsky vean cómo ascendió la estrella
y cómo de sus rayos nacieron las espigas.

Imágenes

Yendo a su arte poética, a su mundo simbólico, aparece el vidente de cuerpo
entero. El que vio por todos y como todos veían en su tiempo. A nombre de
todos. De manera que no sabemos si es el poeta o somos nosotros los que
vemos. O el poeta el que ve por nosotros. Surgen entonces las imágenes
eidéticas. Atinó a decir lo que miles de hombres y mujeres hubieran querido
expresar en alguna ocasión de sus vidas. Su poema trasciende la esfera
personal y le permite a otros identificarse con la voz de un poeta que
escribió lo que ellos hubieran querido manifestar. La afirmación sonora de
lo que mucha gente sintió poder expresarlo. Jamás, fuera de sus manos, la
poesía ha servido para tanto y para tantas cosas que se creían ajenas a
ella.

De modo que ni siquiera Gabriela, su entrañable hermana, deja de parecerse a
sus versos, por lo menos cuando dice:

Y no untó mi sangre la inmensidad del mar

Que nos recuerda al poeta:

Repetí: ven conmigo, como si me muriera,
y nadie vio en mi boca la luna que sangraba,
nadie vio aquella sangre que subía al silencio.

Oh amor, ahora olvidemos la estrella con espinas!

Por eso, no nos apena confesar el día que, inconscientemente, se nos ocurrió
traducir su verso:

El cinturón del mar ciñe la costa

Por:

Cuando el encaje del mar no se había destejido

Tampoco nos sorprendimos cuando observamos su «cementerio de besos» frente a
frente con nuestro «cementerio de quenas», refiriéndonos a Vallejo.

Más nos alegramos cuando cierto día se nos ocurrió escribir:

Como gota de lluvia deshojada

Para encontrar luego en el poeta:

De puro taciturno el techo escucha
caer antiguas lluvias deshojadas.

Por todo ello, nos entusiasma y enorgullece conseguirnos a diario con su voz
de taciturno camarada. Mientras él dice:

Porque hasta los sueños nacen de las manos

Nosotros decimos, sin copiarlo, sin pretender plagiarlo:

Tanto, tanto le debemos a las manos,
que hasta nuestros sueños hacemos con las manos,
de donde vienen también nuestras estrellas.

Otras veces -no nos sonrojamos al decirlo- nos traiciona la memoria:

Cofre de oro en actitud de canto

Frente al verso que ha dado la vuelta al mundo:

Te pareces al mundo en actitud de entrega.

Y paremos de contar. Definitivamente, difícil salvarse del poeta. Del aire
nerudiano. Nadie como él encarnó la voz de un siglo. Aún en éste, vamos con
él, venimos con él, iremos con él. A veces no sabemos si nuestra voz es suya
o si la suya es la nuestra, como diría Andrés Eloy Blanco. De ida o de
regreso, siempre tropezamos con su aliento -su verbo, sus andanzas,
tristumbres, vividuras-. Difícil salvarnos de su acento, conocido por las
piedras de su siglo. Pocos como él han creado una tal codificación
lingüística tan contagiosa en la historia de nuestra lengua. Creó verdaderos
patrones, parámetros de composición poética, órdenes metafóricas que se
cumplen consciente o inconscientemente. Fue un perfecto Comandante en las
Milicias de la Poesía. Deberá pasar mucho tiempo, amanecer nuevos siglos tal
vez, para que surja una nueva poética capaz de ocultar o apagar su voz
potente, arrolladora, contagiante. Bravía y combatiente. Transida de ternura
y de amor. O de cólera y ternura. Decisiva para entender tanta
vibracionalidad, tanta sinestesia y tanto cinetismo sicodélico con el que a
diario nos envuelve este mundo heliokinésico.

Muy de paso, hemos de recordar, con Daniel Alcoba, que en los poemas de Resi
dencia en la tierra se encuentran ecos rilkeanos, hasta inspirarle a Neruda
una «angustia de las influencias». «No hay en ello -concluye Alcoba- el
menor demérito, de cualquier poética genial -y la de Residencia en la tierra
lo es sin duda alguna- puede decirse que es una flor crecida sobre el túmulo
de un poeta precedente, vivo o muerto, e incluso sobre una ‘fosa común
gratuita’, que reúne a muchos de ellos.» La eterna ¡Poesía, Sociedad
Anónima! que a tiempo vislumbrara y explicara magistralmente Gabriel Celaya.

Año 2000

Cuando se le preguntó por la poesía del año 2000, lo único que alcanzó a
responder fue: «De lo que estoy seguro es de que no se celebrará el funeral
de la poesía en este próximo siglo.» Y agregó: «Es probable que en el año
2000 el poeta más novedoso, más a la moda en todas partes, sea un poeta
griego que ahora nadie lee y que se llamó Homero.» Y a renglón seguido, él
que una vez dijera: «Tengo 53 años y nunca he sabido qué es la poesía, ni
cómo definir lo que no conozco», burla burlando, también complementó:

Yo estoy de acuerdo y con este fin voy a comenzar a leerlo de nuevo. Voy a
buscar su influencia, dulce y heroica, sus maldiciones y sus profecías, su
mitología de mármol y sus palos de ciego.

Preparando el nuevo siglo trataré de escribir a la manera de Homero. No me
quedará mal un estilo tan fabuloso y tan empapado del mar ilustre.

Luego saldré con algunas banderas de Ulises, rey de Itaca, por las calles. Y
como los griegos ya habrán salido de sus presidios, me acompañarán también
para dar las normas del nuevo estilo del siglo XXI.

Estamos plenamente convencidos de que así como él apelara a Rimbaud para
asegurarnos que «a l’aurore, armés d’une ardente patience, nous entrerons
aux splendides Villes», así también en este presentimiento suyo del
encuentro homérico advertimos un reencuentro con nuevas cosmogonías, con
nuevos mitos, nuevos corajes, nuevas utopías concretas, nuevas odiseas,
nuevas contiendas; con nuevos dioses y nuevos hombres, donde hasta las
palomas saldrán victoriosas, después de tantas guerras, en un mundo más
solar y ecuménico.

Es necesario que la paloma atraviese la oscuridad de la noche para poder
llegar a la luz. Es preciso hacer silencio para dar paso a la luz. También
las culebras mueren por la noche y renacen al amanecer, por los siglos de
los siglos. Por eso Ouroboros se muerde la cola.

Pensamiento y acción

Definitivamente, el poeta se consustanció con su pueblo. De ahí que afirmara
rotundamente: «Asumí el deber antiguo de los poetas: la defensa del pueblo,
de la pobre gente explotada.» «El amor debe poner sobre la mesa sus cartas
de fuego.»

Aspiró a que cada uno de sus cantos sirviera en el espacio como signo de
reunión donde se cruzaran los caminos. De ahí que un día y siempre se
encontró con el partido, su partido. El que le dio la rectitud que necesita
el árbol. Le enseñó a dormir en las camas duras de sus hermanos. Pero sobre
todo le hizo ver la claridad del mundo y la posibilidad de la alegría. El
que le convenció de que él no terminaba en sí mismo. Por eso, en Estocolmo
declaró tajantemente:

… En la verdad o en el error, hasta sus últimas consecuencias, decidí que
mi actitud dentro de la sociedad y ante la vida debía ser también
humildemente partidaria. Lo decidí viendo gloriosos fracasos, solitarias
victorias, derrotas deslumbrantes. Comprendí, metido en el escenario de las
luchas de América, que mi misión humana no era otra sino agregarme a la
extensa fuerza del pueblo organizado, agregarme con sangre y alma, con
pasión y esperanza, porque sólo de esa henchida torrentera pueden nacer los
cambios necesarios a los escritores y a los pueblos. Y aunque mi posición
levantara y levanta objeciones amargas y amables, lo cierto es que no hallo
otro camino para el escritor de nuestros anchos y crueles países, si
queremos que florezca la oscuridad, si pretendemos que los millones de
hombres que aún no han aprendido a leernos ni a leer, que todavía no saben
escribir ni escribirnos, se establezcan en el terreno de la dignidad sin la
cual no es posible ser hombres integrales.

Yo escogí el difícil camino de una responsabilidad compartida y, antes de
reiterar la adoración hacia el individuo como sol central del sistema,
preferí entregar con humildad mi servicio a un considerable ejército que a
trechos puede equivocarse, pero que camina sin descanso y avanza cada día
enfrentándose tanto a los anacrónicos recalcitrantes como a los infatuados
impacientes. Porque creo que mis deberes de poeta no sólo me indicaban la
fraternidad con la rosa y la simetría, con el exaltado amor y con la
nostalgia infinita, sino también con las ásperas tareas humanas que
incorporé a mi poesía.

Ciertamente, ninguno como él pudo darle un cabal cumplimiento a sus versos.

De ahí que alguna vez dijera:

Ay cuándo, patria, en las elecciones
iré de casa en casa recogiendo
la libertad temerosa
para que grite en medio de la calle
Ay, cuándo, patria,
te casarás conmigo
con ojos verdemar y vestido de nieve
y tendremos millones de hijos nuevos
que entregarán la tierra a los hambrientos.

Si bien soñó con estos tantos, hondos ideales, muchas veces tuvo tiempo de
cumplirlos. Todos sus versos se le cumplieron. Se cumplirán. Como profeta
que fuera de todo un Continente. De todo un siglo.

Nunca un hombre, un poeta, compartió, en simbiosis más extraordinaria, el
pensamiento con la acción, dentro de las causas más nobles, más grandes de
la historia: la causa de la verdadera revolución. Él la vivió, la tuvo en
sus manos, vio cuando se le escapaba, en plena muerte, de sus manos. Por
eso, quiérase o no, Neruda es una señal. Un alerta. Un aldabón. Neruda, el
canelo de que hablamos, el poeta chileno que «nació para nacer» y que
«despierta cada cien años cuando despierta el pueblo», Neruda, es un
relámpago en América y en el mundo. Donde lo personal y lo creacional deben
ir a buscar la fuente nutricia, para cobrar el aliento necesario. Su
magistral YO ACUSO latirá, junto con sus mejores versos, en la conciencia de
los pueblos, mientras exista la poesía. Su Canto General será por siempre la
verdadera Biblia americana. Tal como lo demostrara otro camarada, el Che, al
llevarlo, junto con el Manifiesto, permanentemente consigo.

Relámpago, raulí o canelo

Al borde de su muerte, sólo vimos un relámpago, nuestro relámpago: ¡El
Catatumbo! Nos figuramos al poeta verdadero relámpago entre nosotros:
¡Catatumbo de sangre americana!

Nos encontramos a la sombra de un canelo, cobijados en una como ceremonia
ritual. Y el alma se nos engrifó al amanecer, cuando supimos que
precisamente a la sombra de un canelo fue donde el pueblo mapuche, según la
tradición araucana, se decidió por el toqui Caupolicán, para arremeter
contra el poderío del conquistador. Árbol tutelar de los antepasados
mapuches, nos evoca ahora al nuevo canelo de estos tiempos, al poeta que
arbóreamente tutela, desde los espacios siderales, nuestros sueños y
esperanzas.

Comprendemos ahora plenamente sus versos que vibran en nuestra conciencia
distraída, nuestra conciencia americana, la conciencia de nuestros
Libertadores:

AQUÍ viene el árbol, el árbol
de la tormenta, el árbol del pueblo.

De la tierra suben sus héroes
como las hojas por la savia,
y el viento estrella los follajes
de muchedumbre rumorosa,
hasta que cae la semilla
del pan otra vez a la tierra.

Aquí viene el árbol, el árbol
nutrido por muertos desnudos,
muertos azotados y heridos,
muertos de rostros imposibles,
empalados sobre una lanza,
desmenuzados en la hoguera,
decapitados por el hacha,
descuartizados a caballo,
crucificados en la iglesia.

Aquí viene el árbol, el árbol
cuyas raíces están vivas,
sacó salitre del martirio,
sus raíces comieron sangre
y extrajo lágrimas del suelo:
las elevó por sus ramajes,
las repartió en su arquitectura.

Fueron flores invisibles,
a veces, flores enterradas,
otras veces iluminaron
sus pétalos, como planetas.

Y el hombre recogió en las ramas
las caracolas endurecidas,
las entregó de mano en mano
como magnolias o granadas
y de pronto, abrieron la tierra,
crecieron hasta las estrellas.

Éste es el árbol de los libres.

El árbol tierra, el árbol nube,
el árbol pan, el árbol flecha,
el árbol puño, el árbol fuego.

Lo ahoga el agua tormentosa
de nuestra época nocturna,
pero su mástil balancea
el ruedo de su poderío.

Otras veces, de nuevo caen
las ramas rotas por la cólera
y una ceniza amenazante
cubre su antigua majestad:
así pasó desde otros tiempos,
así salió de la agonía
hasta que una mano secreta,
unos brazos innumerables,
el pueblo, guardó los fragmentos,
escondió troncos invariables,
y sus labios eran las hojas
del inmenso árbol repartido,
diseminado en todas partes,
caminando con sus raíces.

Éste es el árbol, el árbol
del pueblo, de todos los pueblos
de la libertad, de la lucha.

Asómate a su cabellera:
toca sus rayos renovados:
hunde la mano en las usinas
donde su fruto palpitante
propaga su luz cada día.

Levanta esta tierra en tus manos,
participa de este esplendor,
toma tu pan y tu manzana,
tu corazón y tu caballo
y monta guardia en la frontera,
en el límite de sus hojas.

Defiende el fin de sus corolas,
comparte las noches hostiles,
vigila el ciclo de la aurora,
respira la altura estrellada,
sosteniendo el árbol, el árbol
que crece en medio de la tierra.

De Canto General

Precisamente, Neruda es uno de esos árboles libertadores. Árbol eterno,
libertador. «Su voz como la de la poesía existirá sobre la tierra en tanto
el hombre y la mujer respiren».

Ya canelo, ya raulí, ya relámpago, le cantamos, como ayer al borde de su
muerte, porque siempre esté junto a su pueblo, su camino, su palabra y su
esperanza:

Pablo Neruda, Padre otoñabundo,
Catatumbo de sangre americana,
al fin el mundo supo de tu sombra
al borde de tus últimos latidos.

Vástago de raigambre diluviana,
interrogaste al tiempo en cada aurora
y frente al mar, clavada tu mirada,
velaste con tu propia rebeldía.

Fueron tus resistencias permanentes
y con todas las buenas intenciones
regaste por el orbe tu semilla.

Camarada, araucano obligatorio,
por el sol de tu sueño planetario
tendrás siempre una América en tu mano.

¿De qué color será la rosa? Roja
será la rosa en el azul del sueño,
roja será la rosa en el empeño
por ver el rumbo que la tierra escoja.

Siendo roja ninguno la deshoja
si no es el pobre cuando frunce el ceño
en su azarosa búsqueda del leño
para el fogón que alguno le despoja.

Roja será la rosa en el camino,
en el viento, en la muerte, en la arboleda,
la Tierra toda vestirá de rojo.

Sólo, entonces, el hombre peregrino,
en medio de esta horrenda polvareda,
marchará alegre y sin ningún sonrojo.

BIBLIOGRAFÍA

NERUDA, Pablo: Antología esencial, Buenos Aires, Editorial Losada, S.A.,
1971.

____________ Confieso que he vivido – Memorias -, Buenos Aires, Editorial
Losada, S.A., 1974.

____________ Para nacer he nacido, Barcelona, Editorial Seix Barral, S.A.,
1977.

____________ Poesie d’amore. A cura di Giuseppe Bellini. Milano, Nuova
Accademia Editrice, 1963.

____________ Veinte poemas de amor y una canción desesperada, Caracas,
Planeta DeAgostini, S.A., Biblioteca El Nacional, 2000.

SUCRE, Guillermo: La máscara y la transparencia – Ensayos sobre Poesía
Hispanoamericana -, Caracas, Monte Ávila Editores, 1975.

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