Entretenimiento

Civilización y barbarie cultural

D os rasgos registrará la historia venezolana como más destacados de este prolongado régimen chavista: el empeño en tomarse todo lo ajeno que les resulte atractivo porque funciona bien, para supuestamente entregarlo al pueblo (léase: partidarios) que lo arruinen o paralicen; y acudir a los grupos de choque cuando no a gente armada para imponer una arbitrariedad antes de cualquier actuación legal. Y el campo de la cultura no ha sido inmune a esta política.

¿Qué ha hecho el gobierno con el Centro Comercial Sambil de La Candelaria, sin estrenar? Nada, salvo usar sus estacionamientos para damnificados. ¿Qué ha hecho con el edificio La Francia? Nada, salvo dejar sin su renta a la Universidad de Oriente. Para no hablar de hectáreas confiscadas, por cuanto no fueron pagadas, hoy en el abandono total luego de satisfacer al vandalismo invasivo. Por lo menos el edificio arrebatado malamente al Ateneo de Caracas, fue destinado a una incómoda Universidad de las Artes (Uneartes), donde no cupieron todos los institutos oficiales de enseñanza artística de la ciudad, si bien brindan espectáculos gratis para los propios estudiantes. Pero, en Valencia, ¿qué han hecho quienes permanecen ilegalmente adueñados de la sede del Ateneo respectivo? Salvo cuidar de la colección, nada. ¿Y los que tomaron «pacíficamente» el Ateneo de Trujillo, todos también enfranelados de rojo pero con machetes y armas cortas? Nada.

Qué se puede esperar de un gobierno local que execra a un clásico venezolano como Mario Briceño Iragorry.

En cambio, en la ciudad de Coro, que atesora el mayor conjunto arquitectónico colonial del país, en buena parte conservado, a malas penas, por los herederos, el gobierno regional ha entrado en conversaciones con algunos de ellos para proceder a la expropiación de tres casas, entre ellas la célebre de «ventanas de hierro», única en el país, para destinarlas a usos culturales. Así liberan a los dueños de la tarea de conservación, cara de por sí, y los acuerdos se logran civilizadamente, como decir, según manda la Constitución Bolivariana. Pero si volteamos la mirada hacia Ciudad Bolívar, el desasosiego y la indignación se exasperan ante la más que consumada actitud de quienes creen tener a Dios agarrado por las barbas. Allí se ha arremetido contra una institución de primera línea como lo es el Museo de Arte Moderno «Jesús Soto» por un «quítame acá estas pajas»: afrentas públicas de la directora contra un miembro de la familia Soto que fotografiaba obras; destitución de la directora por la Fundación Soto, dueña de la colección; reacción inmediata del padre de la directora, casualmente secretario de Gobierno, quien irrumpe en el museo acompañado de su tropilla de guardaespaldas para imponer a lo macho su sacrosanta voluntad: una intervención.

Un museo, cuya colección podría ser disputada entre Berlín, París o Nueva York por representar en sus seiscientas ochenta obras lo mejor del arte contemporáneo, podría terminar o fuera del país o destinada al depósito para ceder los espacios a las presiones de los artistas y artesanos locales (profesionales y aficionados) que quieren ver sus araguaneyes, sus temas costumbristas, sus dramáticas o tiernas imágenes indígenas, junto a taparas, arcos y flechas para el turismo y otros chécheres exhibidos junto a Malevich, Pevsner, Soto y demás, como si no hubieran otros espacios en la ciudad. La alarma, más allá del orgullo herido de ambas partes, sólo revela cuán profundo es el divorcio de la cultura oficial con respecto a la cultura artística y museal contemporánea.

El gobierno pareciera sólo entender del arte más adocenado y barato, el que más se presta para hacer demagogia y proselitismo. No el que se exhibe ahí.

Hasta ahora, más allá de débiles protestas locales y una que otra advertencia individual desde Caracas, la situación ­a todas luces, aberrante­ no ha despertado mayor interés en la capital del país, como para que los gremios o instituciones culturales privadas (las pocas que van quedando) se manifiesten enérgicamente ante tan vil atropello. Muchos parece que ya se han habituado a estas prácticas que sólo recuerdan los progrom antisemitas, sólo que aquí se aplica contra instituciones culturales que van a su aire. El gobierno se desgañita protestando contra la barbarie mundial, jefaturada por el Imperio, pero bendice la propia o la de Gadafi. En un clima de impunidad y prepotencia, de mano dura contra el enemigo interno, cualquier cosa puede suceder.

Hay que señalar que el Museo Soto es el único creado a instancias del propio artista a fin de que su ciudad natal dispusiera de la oportunidad que él no tuvo de apreciar, sin irse al exterior, obras de arte contemporáneo. Sólo que no han sido donadas al Estado pues la propiedad es de la Fundación Soto. Y el Estado ha puesto la infraestructura (Carlos Raúl Villanueva) y el financiamiento para que funcione el museo. Es un acuerdo civilizado, como se estila en otros países. También en Caracas, el Museo de Arte Colonial «Quinta de Anauco» funciona con una colección de origen privado, si bien son varios los dueños, y el Estado ha adquirido la casa para que el pueblo pueda disfrutar esas obras de arte. Otros museos venezolanos ostentan el nombre de algún artista (Alejandro Otero, Jacobo Borges, Carlos Cruz Diez, Mateo Manaure) pero no fueron fundados a partir de una colección donada por el homenajeado como sí es regla, por ejemplo, en México con los museos Rivera, Tamayo, Cuevas, Toledo y otros.

¿Está en capacidad la Fundación Soto para montar tienda aparte y desvincularse de los compromisos con las instancias oficiales que posibilitan el funcionamiento de un Museo de Arte Moderno en Ciudad Bolívar? ¿Está interesado el gobierno regional o nacional en expropiar o mejor, confiscar como suele ocurrir, esa extraordinaria colección? ¿Servirá la intervención para modificar drásticamente el perfil del museo y destinar algunas de sus salas para exhibir a los artistas y artesanos locales u otros proclives a la ideología chavista? De todo hay en la viña del Señor, más si éste tiene las agallas y el pundonor del Sr. secretario de Gobierno.

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