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Comentarios lacónicos sobre la estética de lo feo

Víctor Hugo y Baudelaire, entre otros, introducen en sus obras un claro y decisivo rechazo -enhorabuena- al artificioso concepto de belleza impoluta en el arte. Todo aquello víctima del desprecio hacia lo que las castas reglas morales identificaron como evocación de oscuras intenciones, de lo inmundo, lo cruel, lo inerte, del fracaso, la fetidez, la perversión, lo inmoral y hasta de orígenes malditos, viene a tomar partido en el montaje escenográfico de la re-creada belleza platónica, la que progresivamente y por efecto de la teorización -y práctica- de la estética de lo feo, irá siendo despellejada de sus artificios acerinos, desnudada hasta mostrar en pleno sus debilidades.

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Los símbolos de lo negativo y lo negativo en sí, es decir, la fealdad física y la espiritual, serán el fundamento de esta nueva «estética de la complementariedad» que adopta Francia en la época del socialismo romántico, por inspiración de Víctor Hugo. Personajes de aspecto repugnante como el ingenuo y huérfano campanero de Notre Dame, inspiraron piedad y compasión, conmovieron, emocionaron, impresionaron y consternaron al público, hasta el punto de hacerlos compartir la desgracia y miseria ajena.

Esta remoción espiritual encontró cabida en un gusto que hasta entonces sólo había podido disfrutar hermosos ornamentos y atavíos deontológicos; uno que otro desnudo frío y flemático, siempre envuelto por el delicado manto apolíneo, cuando no, por la amabilidad de Céfiro o los dulces modales de Eos. Si, entonces, el díscolo Dionisos, símbolo por excelencia de la inmoralidad, el vicio y los excesos, asomaba la nariz, debía tener como respaldo lógico una razón exclusivamente metafórica en vías de moralizar, de corregir las malas costumbres.

Más allá de lo feo: lo desagradable, algo que para Kant está fuera de cualquier solución estética, Baudelaire lo considera implícito en la belleza sin necesidad de pasarlo por el filtro de la naturaleza moral. Así, lo bello invade cuerpos horrendos y deformes, conservando su encanto al despertar en nosotros esos sentimientos de turbación que no nos son del todo ajenos, a pesar del rechazo inicial, pues desde siempre esa desagradable fealdad ha formado parte de nosotros, y al enfrentarnos a ella reviven sentimientos que nos provocan placer.

El principio de «complementariedad» tiene el firme propósito, tanto en Víctor Hugo como en Baudelaire, de restaurar o re-construir la idea de lo bello, redimir las conmociones orgánicas producto de las impresiones de los sentidos, retenidas por los tabúes moralistas francamente rezagados ante el avance de lo moderno y las tentativas de oblicuar hacia un nuevo disfrute estético-emotivo, ensayadas bajo el concepto de lo «sublime».

Para Rosencranz, lo bello puede lograrse únicamente por derivación de una «armonía superior» que sólo es posible, a su vez, tras la existencia en la obra de arte de altos niveles de «disonancia», esto es: fealdad / belleza, desequilibrio / simetría, amorfia / proporción, caos / orden, arbitrariedad / justicia, perversidad / inocencia, repulsión / agrado… Ya no se habla de la «complementariedad» que implica cooperación, asistencia, ahora se trata de rivalidad encarnizada, de lucha por sobrevivir, de vencer o morir. Finalmente, el resultado debe ser conciliatorio entre los antónimos, en el sentido de que lo negativo debe ceder en su potencia para que lo bello sea quien organice, invada y domine el máximo espacio en la obra, blasonando su fuerza y superioridad ante una antípoda que debe aceptar que su intervención ha sido, en todo momento, una excusa para resaltar la belleza, exaltarla y sublimarla.

(%=Image(7798169,»L»)%) La «armonía superior» de la que nos habla Rosencranz, sigue participando de artificios, ya que la llamada «disonancia» siempre va a declinar en favor de destacar lo bello en la obra. Lo negativo tiene aquí una mayor participación, sólo que está sujeto a la aceptación de condiciones: su incidencia, su agresividad, su aparente fuerza de aniquilación debe siempre atenuarse al final -para no decir que ha sido sólo una farsa desde el principio- para dar paso al eterno invicto…

Este producto que Rosencranz llama «belleza» podemos afirmar que, por su trucada adquisición, termina siendo esclerótico, teatral, poco confiable. No puede hablarse entonces de la «derrota de lo feo» y el «triunfo de lo bello», tal como lo plantea Rosencranz, pues no se ha dado una contienda legítima. Si lo feo está en obligación de ceder paso a lo bello -aún cuando aquel está enfocado en el sentido heraclitiano del perpetuo devenir, o sea, movimiento, agitación, no en el sentido parmenidiano del ser: inalterabilidad, estaticidad-, es porque lo bello no tiene la suficiente potencia estética para subordinar lo feo, y éste tiene tal fuerza, tal impulso y carga emotiva que es capaz de conmover hasta reemplazar la belleza en el gusto del público. Entonces, si la estética depende del gusto del momento y el gusto tiene relación con el placer sensorial y el impacto emotivo, eso daría como resultado que «la fealdad es bella» y lo bello pierde sentido por ser incapaz.

Dice Rosencranz, que lo bello ya no se identifica con el eterno ideal dogmatizado en el arte, que ha cascado su inalterabilidad para convertirse en representación alegórica del triunfo sobre la muerte. En esta dirección, es posible considerar que existe cierta flexibilidad en su enfoque, ductilidad circunscrita al nuevo «argumento» para exaltar la belleza tradicional: la lucha entre contrarios. Por otro lado, es necesario destacar que dicho ideal de belleza proverbial siempre ha sido, y nunca ha dejado de ser, una representación alegórica del triunfo de la vida sobre la muerte, o del bien sobre el mal o de lo bello sobre lo feo, así como desde siempre hasta hoy, la Iglesia, por ejemplo -y para no perder la costumbre-, ha vivido en una eterna representación alegórica del triunfo y el poder a costa de la pomposidad, el abigarramiento y los excesos de «belleza» (riqueza).

Theodor Adorno, por su parte, considera que la naturaleza de lo feo es «superior» a la de lo bello. Esto, por su autenticidad, por su absoluta identidad con la realidad, por su valor al poner al desnudo las inmundas y repugnantes verdades ocultas tras el velo falsificador, distorsionador y ladino de la belleza convencional. Lo feo, entonces, transgrede la defensa de la estética tradicional, subordinando la belleza hasta excederla, más allá de suplantarla.

El arte, visto a través de esta nueva perspectiva de lo «feo positivo», es expresión total del dolor, el sufrimiento, la angustia y el pánico que ha generado la realidad. La belleza y el placer, en esta «estética de lo feo», se cosechan precisamente tras el enfoque de esta naturaleza negativa hacia la obtención de la catarsis, hacia la certidumbre del bien y del mal, la satisfacción de mantener en ejercicio nuestras emociones en el terreno de lo posible y de lo que será posible en el futuro, para re-edificar nuestra vida en plena conciencia de lo real. En la esencia de lo feo se preservan esperanzas por el porvenir; su negatividad, ahora positiva, resguarda las intenciones mesiánicas de salvar a los hombres y, sobretodo, salvar sus sueños positivos de la falsedad y la inmoralidad que encierra la belleza, que de bella ya no le queda mucho, pues carga con la enorme cruz de su negatividad sumada a la que le ha heredado su antiguo monstruo vasallo.

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Lo bello, hoy en día, no es más que un algo repentino, un hecho fortuito. Podríamos valernos del ejemplo aludido por Heráclito para explicar la esencia del ser, el devenir, pero actualizando y contextualizando la metáfora: «lo bello» es, entonces, equiparable a lo trágico e inesperado que puede significar que un apacible riachuelo se enfurezca hasta corromper su cauce y multiplicar su fuerza, haciendo estragos con cuanta cosa resignada y conformista encontrase por el medio, dándole a cada cual un destino azariento y súbito como irónico.

En definitiva, la estética actual sufre una terrible anorexia, pues su desidia e inapetencia con mucho alcanzan satisfacción en lo elemental. La única condición que exige es que le permitan sentarse a esperar cómodamente a que la corriente la lleve a donde no se sabe. Lo verdaderamente preocupante es no saber en qué porcentaje de probabilidades el destino de esta estética resignada será belleza-fea o fealdad-bella.

(*) BODEI, Remo., «La sombra de lo bello», en: Revista de Occidente, Madrid, Fundación José Ortega y Gasset, febrero de 1998, pp. 9-24.

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