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Cruz-Diez en Paris pintando la lluvia

Dicen en París que tu pensamiento ordena la obra cuando ves las hojas caídas en el Parc Montsouris, en el París de la ruta del Sur. Has tomado esas hojas muchas veces y has paseado hasta el Quai de Conti, cuando venías por la Rue de Seine, en el corazón de Saint Germain de Prés. La luz de ceniza y olivo del río no te dejaba ver las formas que se movían igual que las hojas. Parpadeaba la calzada a causa de la humedad otoñal, y ya estabas cerca del borde del gran río, al pie del Pont des Arts, para dejar caer desde allí las hojas que llevabas para trazar una pintura cualquiera. Todavía no tenías las formas definitivas pero sí la certeza de que el Parc Montsouris podría ser modelo de las imágenes que iban como locas por tu invención.

Era el tiempo de la indecisión del arte: ¿Quiero hacer un retrato que me pagarán bien? No era esa la intención pero pudiera ser. En el puente estuviste un buen rato, mientras a tus ojos se presentaba un cuadro fragmentado de rayas y círculos de colores diversos. Era quizás la reverberación de pálido amarillo en las ventanas de los edificios con balcones siempre vacíos, y te preguntabas por qué están vacíos los balcones de París, y nadie se asomaba ni siquiera a la ventana para husmear en la vida de los transeúntes. París siempre solitario entre tanta gente que camina y baja del bus o está en los parques. Siempre solo.
En un café del Quai conti hallaste abrigo. Vino el mesero, diligente como en época de turismo, y te ofreció de beber o comer. Te quedaste con un café au lait, nada más. Allí podías tomar la bebida caliente y mirar alrededor para hallar un motivo que sacudiese la imaginación.

Pero el amor vence y te llama la palabra: Una bella mujer tomó asiento en la mesa contigua a la tuya y te miró de soslayo, con alguna indiferencia. Recordaste un poema de León Felipe, más o menos así: “Llegué a ti como llega hasta el agua la piedra y turba tu remanso. Fui piedra para ti”.

Algo recordabas del poema, pero no se lo dijiste a la extraña compañía. Querías saber su destino, el por qué estaba allí siguiendo tus pasos, porque la imaginación todo lo crea. Y nada pasó.
Tu pensamiento se retorcía en muchas formas. Veías desde la planta baja de tu vivienda y mirabas hacia arriba las escaleras que tuercen su rumbo cuando se ven desde abajo. Era como un laberinto que se desenvuelve en espiral, como un caracol. Quizás allí estuviese el inicio de tu creación de llovizna y frío.

Las casas en la calle muestran pórticos y largos ventanales y claraboyas en el punto más alto de sus paredes; y cada claraboya parece un ojo humano que mira hacia el patio desolado. En los muros, rostros terribles: las costras del tiempo han dibujado en el encalado muecas y sarcasmos, ninguna sonrisa. Las sombras que el paso del día acentúan, suenan como ecos del viento; sombras como viento que silba entre las columnas.
Objetos de mil formas, figuras geométricas coloridas: rombos, triángulos, cuadrados. Todo estaba en cada rincón de la ciudad. Hasta el tíovivo te decía del movimiento perpetuo, con la música chaplinesca y las flores de la violetera ciega como escena de fondo. Del bolsillo del abrigo sacaste el mapa del metro de París, con sus líneas cruzadas de verde, rojo, amarillo, distancia. Un cuadro pequeño donde caben todos los parques y monumentos, y que puedes llevar en el bolsillo. París entero en una telaraña.

Los rostros humanos los veías en las vitrinas del barrio Marais: cera y bronce, cabellos de humo.

 Tenías todos los temas para la obra.

Habías abandonado el café y a la mujer que tampoco te veía. ¿O se veían sin aparentarlo? En el largo recorrido desde el Parc Montsouris alcanzaste la noche oscura a las seis de la tarde. Sonaría el ángelus en la Catedral de Notre Dame y entrarías a escuchar la música de órgano que llama al sosiego y el recogimiento. Sólo un rato, porque Quasimodo podía estar cerca.

Ya por fin llegaste a la casa y levantaste la sábana que cubría unas formas imprecisas. Todavía la duda te angustiaba. ¿Sería este el camino elegido?

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