Cuando callar se convierte en una virtud
La historia de Lejárraga es brillante en cuanto a lo profesional si uno olvida su empeño en mantenerse a la sombra durante la etapa con su marido Gregorio Martínez Sierra, más tarde escribió sola y cuenta con una considerable obra; es plena en cuanto a su actividad política y gremial porque vivió grandes momentos hasta 1936. Es triste en lo personal. El haberle cedido su obra teatral al marido necesariamente significó un disgusto que le caminaba por dentro a pesar de que siempre lo justificó diciendo que no le importaba que sus hijas llevaran sólo el nombre del padre.
Ahora viene la mayor sorpresa: María Lejárraga nació en 1874 en La Rioja y murió en 1974 en Buenos Aires. Este dato lanza por los suelos todas los factores ambientales y familiares que inclinan hacia la longevidad: la renuncia a la maternidad de sus obras, esclavizada y abandonada por el marido, exiliada porque apostó a La República y perdió, vivir sola, no tener hijos, tener que trabajar hasta bastante mayor… y… a pesar de todas estas circunstancias negativas, María Lejárraga ¡llegó a los cien años!
Tal vez el secreto sea que María lograba conectarse a niveles muy superiores con las personas a las que la unía un interés intelectual, lo cual le permitía descartar de su pensamiento y ¿por qué no? de su vida, aquellas circunstancias que la podían envenenar. La fortaleza de su cuerpo físico nos está explicando que algo en su manera de pensar la salvó. Envidiable.
Uno de los grandes amigos de María fue Juan Ramón Jiménez, quien le dedicó un poema en «Rima»:
agua y lira tres veces, la que llevó al poeta
como un niño a través de estos parques
de llanto tendrá una rosa o un oro en vez de aquel violeta
del corazón florido que la quería tanto.