Alvaro Mutis: La vida como paraíso inconcluso

Por diversa vías nos lleva Alvaro Mutis a la recuperación de lo edénico tal como sucede en el último relato del Tríptico de Mar y Tierra, donde nos sumerge en la paradisíaca era en que vive todo ser humano en su infancia, cuando el espacio y el tiempo son transformados completamente por la imaginación, brotando la creatividad como un diamante bruto, mutando la existencia en gozoso juego. Y, si algo nos puede hacer olvidar la fragilidad y la vaciedad existencial de la civilización postecnólogica, es la capacidad alquímica de lo lúdico como transmutador de la ignorancia en conocimiento, de lo intrascendente en trascendente. De este sentimiento edénico comenzamos a despojarnos a medida que nos sumergimos en los deberes que se nos imponen, aislándonos cada vez más de nuestros más genuinos anhelos. El niño que todos fuimos y añoramos está presente en Jamil, en la transparencia de su mirada, en la fuerza mutadora de sus deseos. Recordándonos de golpe ese mítico universo que nos hace redescubrir la vida.
“Todo encuentro con un niño nos descubre, cada vez que sucede, un mundo sorprendente…En esta forma comenzó para mí una nueva vida, habitada cada hora del día y la noche, por esa criatura que iba descubriendo el mundo llevado de mi mano. Era, en cierta forma, como volver al arcano diálogo de los oráculos…”[1] (p.684-696)
La realidad es transmutada por la imaginación de Jamil, quien transforma cualquier objeto o acontecimiento cotidiano en episodios llenos de brillo, profundidad y fantasía. Su percepción del cosmos nos traslada a la milagrosa mirada del niño en la que el sueño y la vigilia, el deseo y lo deseado, lo lúdico y lo ceremonial se funden. ¿No es acaso este vivir unos de los sentidos de la creación artística?
“De noche, a la luz de la Coleman que alumbraba nuestro albergue, el muchacho pasaba revista a sus tesoros, y me repetía la historia de algunos de ellos, cada vez enriquecida con variaciones sorprendentes…Pasado el tiempo ya no me intrigaban esas secretas leyes que rigen el mundo de la infancia. Es más, en ocasiones me sorprendí acatándolas entusiasmado.”[2]
Enfrentamiento de visiones del mundo y de percepciones es el de la infancia y la madurez. Ese universo esperanzador que nos abre cada infante nos lleva a un mundo paradisíaco, donde la alegría, la risa y hasta el llanto se transforman en subversión a nuestra visión del mundo. Pues el universo edénico de la infancia es la negación de nuestra realidad enraizada en la competitividad y el predominio de los impulsos tanáticos. El escritor nos recuerda ese anhelado universo, consciente de la dramática realidad a que se enfrentan los infantes del presente y el futuro tanto en el tercer mundo como en los países desarrollados, donde se está pervirtiendo esta dichosa edad, bajo las leyes de mercado y los medios de masas. ¿Será, acaso, este proceder una reacción de odio a lo que representa el universo edénico de la infancia? ¿Será esta una realidad insoportable para una civilización que ha perdido la piedad, tanto hacia sí como hacia cosmos?
Dentro de los episodios en los que Maqroll el Gaviero se adentra en esta dimensión, él que deja la huella más profunda en su Ser, es su encuentro con Jamil, experiencia que le fue transmitida a su madurez, dándole “una serena conformidad con la encontrada suerte de destino y lo llevo a ejercer hasta sus últimas consecuencias, su doctrina de aceptación sin reserva de los altos secretos de lo innombrable.”[3]
Estas ideas en la saga de Maqroll están vinculadas al pintor Alejandro Obregón, pues todo artista es tocado en algún momento de su creación por ese soplo del universo, y a través de la dimensión estética intenta recuperar ese paraíso perdido que le abra nuevamente las puertas a lo edénico como recuperación de lo soñado, proceso en el que la intuición y la imaginación creadora ahogan al principio de realidad.
“Ahora ya casi estoy casi listo para emprender un viejo sueño: pintar el viento. Sí, no ponga esa cara. Pintar el viento, pero no el que pasa por los árboles ni el que empuja a las olas y mece las faldas de las muchachas. No, quiero pintar el viento que entra por una ventana y sale por otra, así, sin más. El viento que no deja huella, ése tan parecido a nosotros, a nuestra tarea de vivir, a lo que no tiene nombre y se nos va de las manos sin saber cómo.”[4]
En esta saga nos muestra Alvaro Mutis como el “azar” presente en nuestra cotidianidad a través de colores, sabores, sonidos o paisajes pueden hacer brotar repentinamente la felicidad y el sosiego propios de la niñez, invadiéndonos gracias a estos puentes nacidos de nuestra mitología personal y cargados de numinosidad. Maqroll en sus caminatas entre flores, cañadas, humedad, verdor y olores, lo hizo retornar a la gozosa e irresponsable felicidad de la infancia[5]. Se abre también esta dimensión en varios episodios de Un bel Morir, donde se hunde el Gaviero en otras de sus descabelladas aventuras como es el contrabandear armas en un país en plena guerra civil. Estas tensiones de la narración entre lo edénico infantil, la inocencia y lo trágico nos enfrentan a dos universos opuestos, que subsisten complementariamente en Latinoamérica: el crimen masivo sin justificación histórica que arrasa con todo, nacido de las pervertidas ansias de poder, que contrasta con la integridad e inocencia del pueblo, conciencia marginada de la racionalidad occidental y de sus perversiones; representando en personajes como don Aníbal, paradigma del hacendado honesto, con un pragmatismo ganado por su contacto con la naturaleza, o en el Zuro, simple peón mimetizado con su entorno, con una sabiduría nacida de su inocencia, lo cual se evidencia en la respuesta a Maqroll tras resumirle la historia de san Francisco. Así, este universo de traficantes de armas, prostitución, guerrilleros, políticos y militares sin ideales humanitarios y sin horizontes, se confronta con la vida de san Francisco de Asís, quien representa para occidente la comunión de la visión del mundo occidental con el cosmos y la recuperación de una piedad que trascienda la hipocresía, más allá de los simples golpes de pecho o la limosna dominical. Es este “el sentido que se embota primero, a medida que la vida se nos va viniendo encima”.[6] En algunos de los personajes de esta saga se da la plena identificación con el otro, situaciones donde las almas se desnudan y se despojan de las máscaras, revelándosenos de esta manera la piedad en la amistad como una vivencia profunda. Podríamos considerar estas narraciones como un catálogo de las fragilidades de la piedad hacia al prójimo como hacia al cosmos. Estamos ante el religamiento no como religión sino como mística que nos obliga a reencontrarnos con lo que fuimos, somos y seremos, recuperando de esta manera la sacralidad del cosmos, que se transforma en una vía de trascendencia.
“Maqroll había traído la Vida de san Francisco de Asís por Joergensen. Solía leerla abriendo el libro al azar. El Zuro se mostró intrigada con la, para él, inusitada costumbre y le preguntó:
-¿Estas rezando? ¿No que estaba cansado?
– No consigo dormir si no leo un poco -le contestó el Gaviero, divertido con la ingenuidad de su compañero de viaje-. No estoy rezando. No creo sea para tanto ¿no? Leo, sí, la vida de un santo que amaba los animales, el monte, el sol, las quebradas y a la gente pobre… Maqroll se dio cuenta que la explicación era tan insuficiente y fragmentaria que arriesgaba a dejar en el Zuro una idea injusta del Poverella, por trunca y superficial. La respuesta del Zuro lo tranquilizó:
– Claro, si le gustaban los animales y el monte y el sol, la plata le salía sobrando. Seguro que hasta acabo haciendo milagros. Dios debía ayudarlo.”[7]
En la novela Amirbar, el valor que da Alvaro Mutis a la inocencia se devela en el personaje de Eulogio, guía del Gaviero en su misteriosa búsqueda de oro, al protegerlo del mal de minas, cuando al escuchar las fuerzas del Hades tomaron poder sobre su alma[8]. Conflicto similar al episodio mítico en que se ve envuelta Perséfone al ser raptada por Hades, deidad del inframundo quien al comer un grano de granada, empieza a formar parte de la muerte, reino al cual tendrá que retornar periódicamente. Una de las creencias que subyace en este complejo mítico es que no en vano se convive con la muerte, tal como le ocurrió a Maqroll, quien en lugar de ignorar sus voces les prestó atención descifrándolas. Eulogio al salvarlo de este trance desempeña un rol chamánico, pues rescata el alma del Gaviero de las garras de la muerte y lo inserta nuevamente en la realidad.
“Comencé a esperar a Eulogio con la ansiedad de tener a mi lado a alguien que estuviera estuviera exento del embrujo del oro, alguien cuya inocencia le hiciera inmune a la acción deletérea de un mal que amenazaba con derrumbar la integridad y la frágil red de mis razones de vivir”.[9]
La vida inocente será la vivida sin temor, angustia, culpa o ambición, es la transparencia del alma de quien actúa con desapego y en comunión con la vida, la muerte y el cosmos, recuperando un tiempo perdido.[10]
El amor y el erotismo es otro camino de identificación de almas, es la fusión de la carne para trascender, liberándose de las limitaciones por un instante. Son puentes de comunicación con lo eterno, al lograr escapar al sin sentido en que nos vemos sumergidos día a día, dimensión que nos hace reencontrar con el cosmos. En él, tanto el Gaviero como Abdul encuentran un refugio al fluir de la vida, a través del cual recuperan ceremonialmente episodios de su mitología personal[11], que se materializa en sus relaciones con Ilona, Amparo María, Flor Esteves, La Regidora, Jamina….
Los sueños son otra vía de reencuentro con la serenidad y la quietud que nos adentran en lo paradisíaco. En la novela la Nieve del Almirante al acercarse el Gaviero a las tierras calientes que lo alejan del frío de las cordilleras, lo invaden sueños que preludian la felicidad e instantes de sosiego en su errancia. “Son sueños que preludian la felicidad, y de los que se desprende una particular energía, como anticipación de la dicha, efímera…”[12] Se establece de esta manera una estrecha conexión entre la naturaleza y el inconsciente, pues este último es una manifestación de la naturaleza. Pero no todos los sueños tienen la misma calidad anímica, algunos le despiertan al Gaviero un sabor amargo e inquietudes, pues no puede develar sus misterios y revelaciones augurales. “Despierto con la deprimente certeza de haber equivocado el camino en donde me esperaba, por fin, un orden en medida de mi ansiedad.”[13] Al lograr rasgar los misterios que oculta el inconsciente, lo inunda el sosiego, al transformarlos en actos conscientes. El escritor plantea a través del Gaviero la necesidad que tenemos de conocimiento de nuestra noche interior, del lado oscuro de nuestro Ser como vía de reencuentro con lo trascendente. La dimensión onírica impregna la saga, enseñándonos a no ignorar las ocultas hebras que tejen el destino. No estamos ante la irracionalidad desbocada, sino ante su conocimiento, como voz y energía que al reconocerse y aceptarse nos llena de conocimiento de sí y de vitalidad.
“Son mis viejos demonios, los fantasmas ya rancios que, con diversos ropajes, con distinto lenguaje, con una malicia escénica, suelen presentarse para recordarme las constantes que tejen mi destino… El mero hecho de meditar sobre todo esto me ha proporcionado la apacible aceptación del presente…, aún sin descifrar todavía su mensaje ya empiezo a sentir su acción bienhechora y sedante.”[14]
Estamos ante seres desgarrados por la conciencia de su fragilidad, que buscan la trascendencia en la mortalidad. Esto lo expresa H. Melville en la novela Tahipi, en el efecto que le provoca al personaje central de la narración el encuentro azaroso con lo edénico, sitio donde esperaba encontrar la muerte al escapar de un barco ballenero. Insoportable comunión provoca que una herida en su pierna le haga la vida insoportable entre los aborígenes, llaga que sólo cerrará cuando logre escapar de Taipi, perdiendo su condición edénica que transmite la recuperación de lo paradisíaco. Su alma no resistía el contacto permanente de la gracia edénica y su tiempo ceremonial. De igual manera, le ocurre a Maqroll en su encuentro con Flora Estévez, en La Nieve del Almirante, la llaga de su pierna provocada por una picada que empeora, herida que se transforma en metáfora de su alma, la cual sólo se curará cuando abandone ese paraíso perdido entre cordilleras. La herida que lo hace cojear evidencia la incapacidad que en Occidente tenemos de vivir en las garras de la eternidad o del Edén anhelado. “Iba y venía atendiendo a los clientes al ritmo regular y recio de la muleta que golpeaban en los tablones del piso con un sordo retumbar que se perdía…”[15] Recuerda este caminar, a otro cojo, cuyo defecto reflejaba la escisión de su alma, el despiadado persecutor de Moby Dick, el capitán Ahab. Sólo la errancia le permitió a Maqroll el Gaviero descubrir cuál era su centro, entre cordilleras abrazadas por la niebla. “Soy de allí. Cuando salga de allí, empiezo a morir”.[16]
Sólo tras adentrarse y vivir en las tierras calientes de la selva; entre sus laberínticos ríos descubre la perdida irrecuperable de ese ombligo cósmico y de su sacerdotisa.
“Porque creo que, desde La Nieve del Almirante, usted ha ido tejiendo, construyendo, levantando todo el paisaje que la rodea. Muchas veces he tenido la certeza de que usted llama a la niebla, usted la espanta, usted teje los líquenes gigantes que cuelgan de los cámbulos y usted rigue el curso de las cascadas que parecen brotar del fondo de las rocas y caen entre helechos y musgos de los más sorprendentes colores: desde el cobrizo intenso hasta ese verde tierno que parece proyectar su propia luz”.[17]
A través de lo edénico entendido como recuperación de un tiempo primigenio vivencial, presente en dimensiones como la infancia, el recuerdo, la pasión amorosa, la creación, la lectura, logramos adentrarnos en la quietud interior, construyendo un dique a la temporalidad que abre ventanas en nuestra mitologías personales. Estos instantes de dicha y plenitud son buscados y anhelados a lo largo de la vida y fueron encontrados por el Gaviero en diversos momentos de su existencia. Así, el aventurero nos enseña vías de escape a las angustias de nuestro vivir errante. Alvaro Mutis a través de la aventuras de esta saga nos devela caminos para encontrar estos sosiegos interiores, que permiten recuperar el tiempo sagrado, a través del reencuentro con la contradictoria y paradójica condición humana, la cual se hace presente en personajes como Abdul Bashar, contrabandista, dueño de un prostíbulo, soñador incansable e inseparable amigo de Maqroll, capaz de actos de generosidad insospechados o el Mayor salvador de la vida de Maqroll en las profundidades de la selva, cuando la fiebre del pozo se apodera de él, quien, sin embargo, es juez inmisericorde de otras vidas.
[1] Ob.,cit.p.684-696(Jamil)
[2] Ibid,p.697
[3]Ibid,p. 653(Jamil)
[4] Ob.,cit. p. 642(Razón verídica de los encuentros y complicidades de Maqroll el Gaviero con el pintor Alejandro Obregón).
[5] “Al borde del sendero corría una acequia. Sus aguas tranquilas y transparentes dieron al caminante una anticipación del paisaje que le esperaba, que había sido el paisaje de su infancia… Tornó a vivir entre los olores, los lamentos y los cantos que poblaban la espesura, la humedad de los refugios poblados con flores anónimas que daban el único toque alegre a la sombría soledad de las cañadas…Maqroll sintió la invasión de una felicidad sin sombras y sin límites; la misma que había predominado en su niñez”.(Amirbar:p.219)
[6] Ob., cit.p. 38 (La nieve del almirante)
[7] Ob.,cit.p. 226-227(Un bel morir)
[8] “Poco a poco me di cuenta de que sólo vivía ya dentro de la mina, entre sus paredes que gotean humedad de ultramundo y donde el brillo engañoso de la más desechable fracción de mica me dejaba en pleno delirio”.(Amirbar:423)
[9]Ob.,cit.p. 423 (Amirbar)
[10] Ibid,p.424(Amirbar)
[11] “Un cuerpo de mujer sobre el corre el agua de las torrenteras, sus breves gritos de sorpresa y de júbilo, el batir de sus miembros entre las espumas que arrastran rojos frutos de café, pulpa de caña, insectos que luchan por salir de la corriente: he ahí la lección de una dicha que, de seguro, jamás vuelve a repetirse”. Mutis, Alvaro, La nieve del almirante,Colombia, Alfaguara ediciones, 1997, p. 26
[12] Ibid,.p.31(La nieve del almirante)
[13] Ibid,p.43
[14] Ibid, p.45
[15] Ibid,p.91
[16] Ibid,p.65
[17] Ibid,p.76(La nieve del almirante)