Homenaje a don Eduardo Rojas Ovalles: Hacedor de Santos
El 13 de marzo de 1922, nació don Eduardo Rojas Ovalles, vivió las últimas décadas en Bailadores hasta el 2009 cuando falleció. Escultor de Santos y Vírgenes iconos de nuestra Historia del Arte. Declarado portador de la Cultura Nacional en el 2008.
Fragmento de la Novela: “Hacedor de Santos”
Durante años viví encerrado entre tapias, oraciones, y sahumerios. No he salido más allá del portal de la iglesia del Espíritu Santo de la Grita. Una y otra vez me he preguntado << ¿qué me obligó a salir del Colegio de Agustinos de Palmira?>> Era feliz por primera vez en la vida, rodeado de santos preocupados por la paz de mi alma, pleno de gozo al restaurar las imágenes santas destruidas por el tiempo, la humedad y los insectos. Calamitoso ese día neblinoso de diciembre de mil novecientos cuarenta y seis que tuve que abandonar el seminario, ese día salieron todos al patio con rostros esquivos. Las columnas recién construidas del patio estaban tiradas en la tierra, por un chaparrón que duró varios días. Alrededor de la fuente se encontraban todos de pie, solo había un sillón, donde estaba sentado el Superior fray Pablo Ávalos.
– Qué Dios te bendiga Eduardo Rojas Ovalles, de la Quebrada de San Joaquín, decía fray Pablo vestido con su trapera para dar misa, el espíritu santo sea contigo, nuestra madre santa Mónica te bendiga los pasos. Recuerda, no tienes permiso de ser casado, tu alma pertenece al señor. Nosotros no tenemos quejas de ninguna clase de ti, por eso te bendecimos, las puertas de este hogar de agustinos siempre te estarán abiertas.
Al terminar sus palabras empezaron los cuarenta niños del seminario a despedirse uno a uno:
– ¡Adiós hermano!, ¡adiós hermano!,¡adiós¡… Al terminar siguieron los hermanos de obediencia, los del coro, los frailes menores, los mayores. El último de la fila era el cocinero como siempre, su gordura le dificultaba caminar, y no parecía darse cuenta de su torpeza, sobre todo ese día, que tumbó a varios de los niños al desplomarse como hallaca dando botes. Ayudarlo a levantarse fue una proeza, pero no conocía la vergüenza, solo reía de su soberbia mole y de los enredos que le provocaba.
Cuando al fin se pudo ir el cocinero junto a sus ollas, se acercó ante mí el prior, sacó de un bolsillo de su sotana, un sobre blanco.
Estas letras son nuestra recomendación espiritual de tus dones y la pureza de tu alma, es poca cosa para lo que has hecho por nosotros. Porque te portaste aquí como gente noble, nada tenemos que decir en tu contra. Al terminar de hablar me extendió la carta, sin esperar rompí el sello y empecé a leer:
Colegio de Nuestra señora del Buen Consejo
Palmira, Táchira, Venezuela
Regido por los Frailes Agustinos
Certifico que el joven Eduardo José Ovalles ha observado una excelentísima conducta entre nosotros.
Fray Miguel Avellaneda
Al terminar la última palabra se oscureció todo a mí alrededor, pues la firmaba fray Miguel Avellaneda, quien había muerto hace tiempo.
Mi guía espiritual escribió y firmó esa carta antes de morir, tenía la certeza de que de tarde o temprano dejaría a los agustinos, así se lo hizo saber a fray Pablo, quien no compartía esa creencia y de mil maneras trataba de amañarme a la vida conventual.
Fray Miguel se convirtió en un taita para mí, con su canosa cabellera y su aguda vista, estaba siempre pendiente del estado de las reliquias y los santos. Cuando se les caía una mano o se agrietaban, hacía que me llamaran para que viera qué podía hacer. Él descubrió la afición que tenía por hacer esculturas en madera, cuando entre fiebres y delirios estaba dominado por el desespero en la celda. Era mi primer encuentro con el demonio; cadenas recorrían el convento, las tejas saltaban, chirriaban los gatos. Nadie pudo dormir esa noche en Palmira y sus alrededores.
El terror me atenazaba, por más que intentaba moverme el cuerpo lo tenía como muerto, con mucho esfuerzo pude abrir la boca para gritar un aterrorizado lamento pidiendo ayuda a san Miguel. Solo así logre librarme del amarre invisible del innombrable. El maestro de los novicios, llegó corriendo a la celda al oírlo, mientras hacía la vigilia entre pasillos orando, sosteniendo su gastado rosario entre las manos. Cuando entró a la celda, se cayó, yo estaba encima de un mesón. Sorprendido le costaba creer lo que veía, ante él estaba aquel cuya presencia en el convento todos huían, evitaban nombrarlo y ni pensar en él, mientras más lejos estuviera más seguro estaban todos de sus tentaciones. Al menos eso creían. El ángel rebelde parecía una densa niebla, de piel roja llagada y chamuscada, cubierta de retazos de roídos mantos, las patas eran pezuñas relucientes, y su negrura parecía un hueco en la noche.
Con el poder de la palabra, el sacerdote pronunció antiguos conjuros de cierre mientras se persignaba:
Gran Lucifer.
Luz del día y la noche,
vuelva a su camino.
Perdóneme que le entretenga.
Mientras lanzaba gotas de agua bendita al vacío de un frasco de vidrio. Ni sus santas palabras, ni sus bendiciones hicieron huir a Lucifer. Ante el fracaso del exorcismo el ángel caído reía y murmuraba frases en latín, logré descifrar algunas en las que se jactaba de su poder sobre quienes caminaban sobre la tierra, a la que llamaba el mundo de los hijos de Eva.
Sólo con el canto del primer gallo lo vimos esfumarse, yo, Eduardo Rojas Ovalles sentí que había renacido, estaba aturdido. El aliento putrefacto del innombrable se negaba a abandonar la celda, no era un olor sulfuroso como lo describan los manuales de demonología, sino a carne podrida.
Al sacudirme por los hombros fray Miguel me sacó de mi calamitoso estado. El demonio desea robar tu alma, tendrás que aprender a defenderte de él, y a robustecer tu fe. La palidez, el sudor y la hinchazón de tus parpados son signos de la fiebre que te consume.
Ovalles, él adversario de Dios acostumbra acecharnos en los momentos en que el cuerpo y el espíritu se debilitan, así nos seduce y roba el alma al sembrar insaciable deseos.
Cuando estaba por desfallecer, el maestro me cargó y acostó en el catre de la celda, abrió la ventana de madera, para que la brisa matutina me frescura y debilitara la fiebre. <<¿Qué estaría haciendo y pensando éste novicio cuando apareció el innombrable?>>. Por qué se había atrevido a irrumpir esa sombra del pecado en un recinto santo, en un convento bendecido y exorcizado. Meditaba con la mirada perdida en el horizonte resplandeciente, hasta que oyó mis débiles movimientos al intentar pararme del catre, se dirigió hacia mí, tomándome de los hombros y pregunto con dureza:<<¿Invocaste a Lucifer?>>.
No sabía qué había hecho, el caos se arremolinaba en mi mente y era incapaz de ordenar pensamiento o palabra alguna. Al ver que era incapaz de responderle dejó de hacer preguntas, para rogar al Señor romper el nudo de voz que había lanzado el demonio sobre mí.
Intuyó lo que había ocurrido y volvió a sacar de uno de sus bolsillos el frasco con agua bendita, que abrió para lanzarlo al suelo, y acaricio mi rostro con un manojo de tártaro. Mientras rezaba el conjuro de las Trece Palabras, al tocar el manojo de yerbas el suelo, las huellas que había dejado el ángel rebelde empezaron a desvanecerse y pude responderle:
– Creo que esto comenzó santo fraile hace unos días mientras leí la vida de San Agustín, en un librito que encontré entre otro libro de la biblioteca, detrás de las vidas de santos que estudiamos y copiamos para memorizar sus vidas. Perdóneme su excelencia pero no pude evitar tomarlo y traerlo a la celda para leerlo. El titulo estaba en letras góticas, y brillaba a la luz de las velas: Historia del Loco de Numidia.
– Cómo iba a imaginar que el fundador de nuestra orden había sido mago, con poderes para volar por los aires. Su madre, nuestra patrona santa Mónica, rezaba noche tras noche a la virgen para que su hijo renegara de sus poderes. Disfruto de su poder hasta que oyó predicar a san Ambrosio, sólo aquel santo hizo que se arrepintiera. Al hacerlo su madre le dio la trapera que le había dado la virgen para él, y los hijos de su hijo.
Maestro, había leído otra versión de la historias de santos de la biblioteca del convento, donde san Agustín era filósofo y erudito, pero no un poderoso hechicero. Y me pregunté antes esta jalada: <<¿Cuál de las vidas de nuestro patrono era la verdadera?>> Perdoné, pensé hasta huir del colegio, pues buscando el cielo sentía que estaba en el infierno. Para acallar esas dudas, empecé a esculpir una imagen de san Agustín que diera forma a esas ideas, había terminado de curar la madera de cedro con humo y desbastada con el escoplo. Al patrono le esculpí un tridente, en lugar del báculo para que lo sostuviera entre su mano. Al ponerlo en su lugar comenzó a transformarse la escultura y surgió una neblinosa forma monstruosa. Luchaba por huir de esa aparición orando y santiguándome, por momentos desaparecía para volver una y otra vez. Hasta cambió y se convirtió en niño sonriente su forma y se me acercó, le di la espalda y agarre el martillo entre mis manos, para destruir el tridente, sospechaba como lo había llamado. Fue mi ignorancia, al hacerle al santo un tridente, en lugar de su báculo, sin saberlo había invocado al innombrable; estaba en un rincón de la celda cerca de donde tallaba. Su mirada me traspasaba la piel, de las comisuras de sus labios derramaba espumosa saliva. Intentó asirme con sus monstruosas manos, cuando trate de destruir el tridente, al sentir su cercanía quedé paralizado. Recordé una oracioncita que me enseño la abuela María de Jesús para espantar brujas, alimañas y otras sabandijas, y ore, eso lo detuvo y pude gritar pidiendo ayuda. Fue cuando usted excelencia se abalanzó sobre la puerta y cayó sobre la silla, no sé pa’ qué se lanzó, ¿no sabe que siempre está abierta?
El demonio quería evitar que destruyeras el tridente, empezaba a pertenecerle tu alma por las dudas que roían tu fe.
Serás un maestro de formas, darás corazón y espíritu a la madera, el ser un hacedor de santos puede llevarte a la salvación o a la perdición. Las esculturas de los santos y vírgenes te ayudaran a cruzar los tortuosos caminos de esta selva oscura. Cada icono creado con amor y devoción te acerca a Cristo