Cultura

Pedro Plaza Salvati es el ganador del Premio Transgenérico 2016

La Fundación para la Cultura Urbana hará entrega de su Premio Transgenérico 2015 al escritor venezolano  Pedro Plaza Salvati,  en un acto público que se realizará el próximo sábado 18 de marzo, a las 11am en la Librería Lugar Común del C.C. Paseo Las Mercedes.

La obra de Plaza Salvati, un libro de crónicas titulado Lo que me dijo Joan Didion -que presento bajo el seudónimo Joe Gould-, se hizo acreedor del máximo premio del concurso anual a partir del veredicto de un jurado conformador por Luis Yslas, Roberto Echeto, ganador de la edición 2014,  y Luis Alfredo Álvarez que destacaron en sus consideraciones que el libro de Plaza Salvati, pone de manifiesto la importancia de la crónica como género literario y periodístico en la construcción de la memoria ciudadana.

El jurado tomó tal decisión porque encontró en el libro de crónicas referido “una prosa serena y precisa, capaz de retratar la hondura emocional que concentran personas reales en situaciones y espacios reales, además de presentar con madurez reflexiones sobre temas delicados y actuales como la inmigración o como la complejidad de la vida en Nueva York, una ciudad tan acendrada en el imaginario colectivo”.

El acto de entrega será precedido por…………. Y estarán también presentes, Luis Felipe Castillo, Raquel Abend Van Dalen y quienes recibieron mención especial por sus respectivas obras.

El Premio Anual Transgenérico fue un certamen creado por la Fundación para la Cultura Urbana hace dieciséis años con el objetivo de promover y difundir obras que tengan como punto de partida la experiencia urbana. Ha ganado por solidez y credibilidad un espacio en los concursos literarios del país reuniendo hoy en obras publicadas autores como Roberto Echeto,

Pedro Plaza, es graduado en Estudios Internacionales en The American University (Washington, EUA),  ha publicado, entre otros libros Decepción de altura (Equinoccio, 2013) y este año Bid&co editó su novela El hombre azul. Colabora en varias revistas culturales y en Prodavinci. Fue finalista del primer concurso de cuentos Icrea-Unimet con Los frascos rotos.

EL CANTO DE LOS MENDIGOS.

La ciudad bum, la ciudad mendigo. He llegado a la inevitable conclusión de que todo el que vive en Nueva York, en mayor o menor grado, termina convertido a la religión bum. Salvo las excepciones de una minoría multimillonaria, al vivir en esta ciudad es muy difícil que no se empiece a descuidar la vestimenta, que no se impregnen sobre la ropa los olores del metro y de la grasa a la plancha de los puestos ambulantes de fritura de cochino, carne de vaca, o cualquier animal no identificable, entre otras fragancias. La gente se lleva sobras de cualquier parte, algunas para ser consumidas en el metro.

Y no hay nada más grotesco y perturbador al olfato que una persona comiendo dentro de un sucio y maloliente vagón. La crueldad del invierno suprime ciertos olores. Pero cuando cede el frío, se acentúa la diversidad olfativa. Y es casi inevitable no contagiarse. Así no se mendigue dinero en las esquinas y se tenga un trabajo, la cultura bum lo invade todo. Los mendigos son como la primavera neoyorquina. Si alguna estación pudiera definir cómo me siento con respecto a la ciudad es la primavera: un día hace sol, otro llueve, al siguiente se nubla, lluvia con viento, vientos castrantes, sol de nuevo, viento con lluvia, baja la temperatura, sube la temperatura. Como una falsa primavera, así me siento: un día en la cúspide (bueno, no tanto así), el otro con las ratas en los andenes del metro, como un bum.

Luego salgo de las escaleras de la estación y el cielo azul, no tan azul como en el invierno, un azul pálido. Una corta sonrisa se dibuja en mis labios. Estar en Nueva York es vivir en la incertidumbre de lo imprevisto. Es no saber cómo te vas a sentir de un día a otro. Como la primavera cambiante. De la exaltación a la repugnancia. Detestar y admirar al mismo tiempo. Agradecer y querer marcar distancia ¡Qué suerte estar aquí!, me dice la razón.

El alma está sacudida por los vientos insidiosos y a veces se me pierde de lugar, se me esconde, se me agazapa dentro de las ropas de un harapiento. Joe Gould, el mendigo más famoso, inmortalizado en el libro de Joseph Mitchell, considerado por muchos como el mejor trabajo de no ficción del siglo XX, aquel graduado de Harvard, nacido de una familia adinerada y de tradición de Boston, tenía que recitar poemas, hacer actuaciones extravagantes, rogarles a sus amigos bohemios que le dieran algo de dinero para comer: In the winter I’m a buddhist, In the summer I´m a nudist.

Termino de leer por segunda vez Joe Gould’s Secret. Un perfil de ciento cincuenta páginas sobre este hombre que supuestamente escribía una recopilación de frases, oraciones, expresiones idiomáticas, chismes, comentarios, todo lo que pudiera escuchar en la calle y que llamó Oral History. Este documento, que sería más largo que la Biblia, nunca existió. Un mendigo intelectual impostado en su propio personaje, ensimismado en su ego dentro de su miseria, famoso en el mundo del Village. En ese libro se palpa la dinámica de la vida del bum, dedicado a obtener dádivas para poder subsistir.

Escribía siempre sobre lo mismo una y otra vez, pero hacía creer con su retórica que se traía entre manos algo muy importante. Igual que a Joe Gould, le ocurre a los que tienen su trabajo pero no desprecian una comida gratis o el valor de unas sobras. De una manera u otra, esta ciudad es la ciudad de los mendigos. A bum city. A bum culture. Oh my God: It´s so trendy! Quizás todos tengamos un poco de Joe Gould en nuestros corazones. Joe Gould vino a Nueva York para convertirse en escritor.

Pienso en el mendigo de la esquina de West 4 y Green St., con su pedazo de real estate, ese cuadrilátero-rejilla que emana calor hacia la calle sobre el que se sienta durante horas, a semejanza de un buda con su capa marrón y su gorro, como si estuviese a punto de encontrar una suerte de iluminación. He oído decir que el viento de la rejilla calienta solo la mitad del cuerpo; la parte superior permanece helada. Cruza los brazos, apoya la cabeza y pareciera que durmiera con los ojos abiertos. Nunca lo veo de malhumor o con mala actitud.

Es negro y viste como un chamán. Anda rondando entre las calles de los edificios de la universidad y habla como si tuviera que hacer una presentación académica en pocos minutos, a punto de sacar su carnet violeta e ingresar a alguno de los edificios de NYU, y repite lo que memoriza en apariencia, o como si al hablar para sí mismo estuviese develando una fórmula o alguna teoría filosófica. Tiene un andar pausado. En los ojos lleva una sabiduría inalcanzable. Debo hablarle algún día. Creo que tendrá cosas importantes que decirme.

No sé si me atreveré. Es un hombre sagrado. Me pregunto si lo que cuenta este chamán a sí mismo no tiene que ver con la invención de las apariencias. A diferencia de la verborrea de Gould, no habla con nadie. Si establecemos un paralelismo entre Gould y el chamán, todo es un fraude. ¿Es la vida misma un fraude? ¿Quién está en lo correcto? ¿Qué superioridad moral acarrea lograrse las cosas por los propios medios o tener que rogar y pedir? ¿Se puede ser un Buda con hambre? Nueva York es sinónimo, entre tantas otras cosas, de soledad.

Hoy es mi último día de este primer año en la biblioteca. Es fin de semana de Memorial Day, una celebración de añoranza y respeto por aquellos que han dado la vida por la nación. Entro al piso 9 de Bobst donde he estado trabajando los últimos meses. Hay poca gente. Se cierran ciclos. Ana tuvo que partir antes. Me he quedado solo para resolver algunos asuntos, hacer entrega del apartamento a nuestro casero, Gene, y a su esposa, Hisako, y dejar nuestras cosas en un Mini Storage durante el verano. A nuestra vuelta, Sonia, una amiga, nos recibirá en su casa mientras encontramos un apartamento en alquiler. Nos ha dicho que podemos quedarnos el tiempo que sea necesario. Esa es la vida en Nueva York, por algún motivo u otro, siempre cambiando de vivienda como mendigos que cambian de esquina. Quedan algunos compañeros que, poco a poco, se van desvaneciendo como si nunca hubieran existido. La ciudad me somete a otra prueba: la soledad absoluta. Escribir siempre solo. Comer solo.

Hacer ejercicio solo. ¡Solo como un bum! Llegar tarde a la casa solo, esperando estar lo suficientemente cansado para que no me atrape el insomnio, ese insomnio del que nunca padecí pero que, en Nueva York, se ha apoderado de mí como una gripe crónica. Dormir bien se convierte en un acto de azar. No he hablado con casi nadie en días, salvo algunos intercambios de palabras en un café al pedir, en el gimnasio de la universidad, en el Health Center, al que fui por el bendito polen primaveral que me tiene el ojo izquierdo de color sangrante, como cuando a un toro le clavan la espada, una astilla incrustada en la retina: amanece el ojo como un edificio en llamas.

Solo falta que el camión de los bomberos se refleje en ella. Me he cruzado en la calle con Gene. Capto la ciudad de una manera distinta. Antes veía a los mendigos y me preguntaba cómo podían sobrevivir sin hablar con nadie. Ahora me aproximo a esa experiencia. Empiezo a entender por qué los bums hablan solos. Estoy en la casa y resuelvo problemas en mi cabeza y me encuentro, sin darme cuenta, hablando solo.

Entiendo a las personas mayores solas que abundan en la ciudad: si consiguen a alguien con quien conversar no se detienen, y uno piensa que son simpáticos y lo que ocurre es que están solos: el canto de los mendigos, mendigos de compañía. Por eso hay tantos perros en la ciudad, para que la gente esté acompañada. Leí un artículo en The New York Times que indicaba que el 47% de los neoyorquinos viven solos. Hoy almorcé en Cosí y había unas veinte mesas ocupadas casi todas por personas solas. Ya llevo diez comidas en Cosí. La próxima es gratis. Entonces observo y tomo conciencia de esa Nueva York tan solitaria; la paradoja de que haya tanta gente pero cada quien anda en lo suyo, como si hubieran encontrado una zona de confort maligna antisocial. Entonces veo personas solas en todas partes en esta ciudad como si hubiese descubierto una nueva raza, una secta de la que había aprendido a reconocer sus síntomas y cualidades expresivas, mi percepción se expande al encontrarme entre ellos; reconocerme con vergüenza entre los solitarios, como extranjeros de una nación distante. En los restaurantes, en las calles, en los parques, en el metro; en todos lados: yo soy uno de ellos. Los días se me hacen pesados e interminables. Empiezo a aborrecer un poco más la ciudad.

La soledad es como una mujer transparente que va por las calles. Sigo íngrimo en el piso 9 de Bobst. Nada que llegan los asiáticos. Esto del Memorial Day es bien serio. La ciudad se enlentece desde el viernes mismo hasta el martes que termina la fiesta: se asemeja a una capital del Tercer Mundo con sus excusas para no trabajar. Por primera vez en mucho tiempo hace buen clima. Luego de este interminable invierno y la falsa primavera, se asoma, de golpe, el inicio del verano. Entonces la gente sale a caminar por las calles, a los cafés al aire libre, otros se emborrachan, los mendigos alterados, los locos gritando más duro: es la llegada del buen clima.

La vulgaridad surge y la ciudad no parece para nada la glamorosa de Uma Thurman, con la que me topé por azar en el cine Angelika. Algunos americanos no pierden la costumbre de andar en chancletas, como si estuvieran en una playa en Florida, todo se ve ridículo y banal. Las señoras mayores andan mostrando los retorcidos, callosos y deformados dedos de los pies y me doy cuenta de lo feo que se ponen los dedos de los pies con la vejez. Quizás lo vea peor porque estoy solo, pero no creo que esté distante de la realidad.

Entonces Nueva York se despide del clima frío y comienza la orgía de las altas temperaturas, el calor insoportable que se adentra en los andenes del metro, un brutal calor que seguro encontraré de nuevo a finales de agosto cuando regrese. Mañana la biblioteca no abre. Este es mi último día. Luego tomo un avión. Qué manera de despedirse uno: con esta soledad que pesa como todas las vigas del Empire State.

 

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