Entretenimiento

El esbirro

1. A los veinte años comenzó a morirse. 

Para apaciguar el paso del deterioro, Valentina Roca puso todo el empeño que le quedaba en Benjamín Álamo, un hombre de cuarenta, quien la amaba como se ama un pajarito. De esa manera la muchacha se entregaba en cuerpo, mas no en alma, a los fogueos de la cama y a los sueños. Los médicos le recomendaron hacer el amor y dormir, porque «la muerte cuando se anuncia suele espantarse con la esperanza». 

Pero la pelona avanzaba muy rápido pese a las recomendaciones de científicos, brujos e iluminados que por esos días de la dictadura abundaban en las barriadas. 

Benjamín trabajaba ­a la vista de todo el mundo­ en la Seguridad Nacional. 

Su delicadeza con Valentina contrariaba su desempeño en las torturas que le aplicaba a los conspiradores adecos y comunistas. De manos delicadas y pensamiento torvo, el hombre cambiaba de mirada cuando veía a Valentina. Maquillada para el encuentro, los padres de la muchacha dejaban que la relación corriera impunemente ante el dolor de verla morir en vida. Roberto Roca ­padre de la moribunda­ comenzó a frecuentar bares y prostíbulos para olvidarse de la tragedia familiar, mientras la madre, costurera de oficio, se dedicó a la contemplación de los rincones de la casa, segura de encontrar en ellos la razón de la enfermedad de la muchacha. 

2. Pocos días antes de los sucesos del 23 de enero, Valentina decidió formar parte de quienes de día y de noche soñaban con sacar a Pérez Jiménez del poder. La relación con Benjamín tomó otro giro: hacían el amor entre el sudor de la angustia y los resentimientos. 

Una noche, a horas del levantamiento popular, la casa de los Roca fue allanada por una comisión de la SN. A la cabeza, Benjamín Álamo, de lentes oscuros y pistola en mano. La familia no supo dar parte del paradero de Valentina, objetivo de la requisa y los empujones contra quienes habían sido anfitriones del esbirro. 

Se sabía en las esquinas y bares del pueblo de las tropelías de Álamo en los sótanos de la Seguridad Nacional, pero nunca se le había visto atropellar casas de familia, y mucho menos la que era la de su amante. Sin contemplación alguna, esposó y llevó detenidos a los padres de la ahora buscada conspiradora Valentina Roca. La cara de Benjamín les era desconocida. Una arruga mortal le atravesaba la frente, de sien a sien. Un acento extraño, propio de quienes tienen familiaridad con el crimen, salía de su boca. El brillo de un diente de oro, nunca antes visto por las víctimas, «porque él nunca sonreía y mucho menos se daba el lujo de usar los labios para expresar emociones». 

Los cuerpos de los Roca aparecieron hinchados en un campo cercano al río que atraviesa la población. Mientras tanto, no se tenían noticias de la muchacha, de quien se especulaba andaba armada y comandaba un grupo de dirigentes políticos, dispuesto a dar la vida por la joven mujer, quien se habría recuperado de sus males. 

3. La misma mañana del 23 de enero, en el fragor de los disparos, Valentina Roca fue una de las primeras en ingresar a la Seguridad Nacional. En una oficina se tropezó con Benjamín Álamo. Levantó la pistola a la altura de la cabeza de quien ya tenía un agujero en la frente. No obstante, disparó en medio de los ojos del cadáver. 

Al salir a la calle, mientras los despojos de los esbirros eran arrastrados por los exaltados, Valentina Roca entendió que la muerte había sido muchas muertes en ella. La multitud la saludó, la celebró y la cargó como un trofeo. 

Los días trajeron la calma. Los políticos fundaban una democracia que pocos, los menos comprometidos, entendían. 

En el silencio de la casa familiar Valentina Roca registraba en un baúl su pasado, el presente recién enterrado, el futuro cercano. Fotos, papeles, recortes de periódicos. La cara de Benjamín, borrosa por la humedad y el moho, apareció airosa en medio del olor a viejo de los recuerdos. La miró detenidamente y la rompió en pedacitos. Entonces sitió la punzada en el costado derecho. Se dejó caer en un borde de la cama y comenzó a llorar. Agotada por la molestia, se levantó y recurrió al espejo para ver las marcas de una enfermedad que emergía sin aviso. Pudo entonces entender la vejez, los días pesados del olvido. 

«A los treinta años la muerte es la frecuencia del odio», se dijo.

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