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El público del parque Los Caobos escuchó Wagner y bailó Bernstein

(%=Image(8360336,»L»)%)La gente que llegó temprano reclamaba agresivamente a los que se colaban en los últimos minutos y se interponían entre ellos y el escenario. El entusiasmo era evidente: el director de la Filarmónica de Los Ángeles, Gustavo Dudamel, estaba a punto de acompañar a la laureada Orquesta Sinfónica de la Juventud Venezolana Simón Bolívar en pleno parque Los Caobos.

La estructura no podría denominarse concha acústica, aunque las invitaciones al concierto la presentaran de ese modo: no se trata de una obra de concreto, más bien constituye un armatoste provisional.

Sin embargo, estaba acondicionada cuidadosamente para preservar y amplificar el sonido del gran ensamble.

Los músicos ocuparon su lugar antes de la bienvenida al principal artífice del Sistema de Orquestas, José Antonio Abreu, y al alcalde del municipio Libertador, Jorge Rodríguez. Tras el breve capítulo propagandístico, la música tomó el protagonismo.

Mientras Alejandro Carreño chequeaba la afinación con su violín, e incluso cuando el director larense comenzó a agitar su batuta y sus rulos, algunos presentes continuaban gritando a quienes entorpecían su visibilidad.

La majestuosidad de la Obertura de Rienzi, de Richard Wagner, no tardó en acallar a los intranquilos. Sólo en sus momentos de mayor calma era posible escuchar voces, teléfonos celulares e incluso sonidos de la naturaleza. Pero el sistema de sonido estremecía cuando se ejecutaban los fragmentos más trepidantes.

Dudamel, vestido de pantalón y camisa negra, agradeció la ovación y de inmediato pasó la página buscando la partitura de Francesca de Rimini, uno de los poemas fantásticos y coloridos de Piotr Ilich Tchaikovsky.

La orquesta, que ha impactado exigentes audiencias en los principales escenarios europeos, asiáticos y estadounidenses en los últimos años, por primera vez se acercó al parque para tocar al aire libre y emular lo que hizo la Sinfónica Juvenil Teresa Carreño el 26 de julio, también en compañía de Dudamel, con motivo de los 442 años de la fundación de Caracas.

El director salió y regresó al frente de la escena acompañado por una rubia vestida de púrpura, que sujetaba su instrumento. Luego tomó un micrófono: «Buenas noches. Esta semana tenemos la increíble oportunidad de tener con nosotros a una de las grandes chelistas del mundo: Alicia Weilerstein».

Con ella tocaron el primer movimiento del Concierto para Violoncello de Antonin Dvorak, una pieza que no estaba incluida en los programas de mano pero que la chelista devoró de principio a fin con sus ojos cerrados. Lucía entregada a la melodía, controlando los matices, exprimiendo las cuerdas para extraerle sentimientos.

Mientras los músicos afinaban nuevamente, el director se divirtió manejando una de las cámaras. Luego retomó el mando para seguir con Santa Cruz de Pacarigua, del compositor Evencio Castellanos.

La Obertura 1812 mantuvo al público adherido a sus sillas plásticas. Cuando terminó la guerra, que Tchaitcovsky logró pintar en un pentagrama, los entusiastas pidieron más y se les dio un popurrí, que incluyó Dama Antañona, Barlovento, un polo margariteño y Conticinio.

Una vez que recorrieron valses y merengues, llegaron al Pajarillo y luego al Alma Llanera, que el público se animó a cantar, impulsado por el director.

Nadie se conformó, a pesar de que surgieron desde la base de la tarima unas ráfagas de papelillo amarillo.

Luego interpretaron una serie de mambos, que empezó con el de Pérez Prado y terminó con el de Leonard Bernstein, todos seguidos con palmas por una audiencia que aplaudió hasta el cansancio la primera presentación de una gira que continuará en Barquisimeto, Mérida y Maracay.

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