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El teatro catarsis social e individual

El teatro en tanto creación artística ha sido desde siempre una catarsis contra el infortunio, la opresión y la pobreza. Es la vida mostrada en la realidad que se expone en las obras dramáticas, y cada época puede desnudar en las tablas la vida del presente. El teatro despierta en el espectador la ira o la risa, la tristeza o la rebeldía. La tragedia es una manera de purgar el castigo por el crimen, y es la denuncia contra los opresores.
Esta frase de Hamlet, en el drama de Shakespeare, lo expresa todo:
“El propio fin del arte dramático, cuyo objeto (…) ha sido y es presentar un espejo de la humanidad: mostrar a la virtud sus propios rasgos, al vicio su verdadera imagen, y a cada generación y edad su fisonomía y sello característico.” (Hamlet, Acto Tercero, escena II)

La eliminación de la conciencia trágica es la consecuencia del nihilismo hedonista que domina la existencia actual, porque la tragedia había mantenido el equilibrio entre valores en conflicto. Al purgarse la pena en la tragedia del arte teatral, se restablece el orden quebrantado y los valores sociales toman de nuevo su lugar: es catarsis para sanar la violación de los tabúes. El mito de Edipo es la irrupción de la tragedia para restaurar la norma que prohíbe el incesto. Hoy día no se representa el arte de la tragedia en igual sentido, y sigue siendo una necesidad humana.

Cuando el gobernante autoritario presiente que la obra dramática puede remover su dominio, por la luz que la expresión de horror o miedo puede revelar, trata de silenciar la angustia contenida. Samuel Beckett lo expresó de este modo: “Nada de nada. Un silencio. Mejor callarse, es el único medio si se quiere reventar sin decir nada… Explotar mudo”. Esas crudas palabras del escritor irlandés son el sacudón para reaccionar en quién teme persecución y miseria. Ha recibido un llamado.

Pero se cierra la puerta a la voz que pronuncia la queja.
Siempre puede hallarse una excusa para amordazar el pensamiento, que es libre. Escuchamos decir que los medios de comunicación pueden torcer la formación ética de los niños, y también de los hombres que luchan por obtener una vida medianamente satisfactoria. Dicen los gobernantes autoritarios que su deber es procurar la felicidad de los súbditos (porque de esa naturaleza son los ciudadanos sometidos). La idea de felicidad es tan frágil como la de progreso.

La felicidad no puede concederla ninguno que no seamos nosotros mismos, y es la búsqueda de algo inalcanzable antes que un estado de conciencia que pueda conquistarse. El principio de autonomía se opone al paternalismo.

Aquella frase que dictaba como ejemplo de buen gobierno el otorgamiento de la mayor felicidad posible, es una expresión irreal, porque no es una tarea del gobierno; y tampoco el progreso social confiere el ánimo de paz que pregonan los líderes. Sabemos adónde conduce el progreso: La humanidad lo ha padecido en el triunfalismo que llega a ser decadencia.
Desde siempre, el teatro ha significado la liberación de las pasiones contenidas. Cuando presenciamos Rey Lear sentimos el horror de la trama y el dolor de los personajes; Pero al abandonar la sala de teatro estamos en otro estado emocional: la tragedia que se representó ante nosotros nos produjo un estado catártico y trasladamos nuestro pesar a los personajes de la obra.
Hay tantos Hamlet como melancolías. El Príncipe de Dinamarca que hemos sido durante el transcurso del drama, se queda en las tablas para dejarnos salir del recinto menos agobiados. El arte nos preserva de los peligros de la sordidez de la existencia y la chata realidad.

En la existencia del hombre, el dolor es un paso hacia el abandono de la voluntad; pero la aflicción que nos produce una obra de arte es purificador y nos empuja hacia un grado más alto de perfección. De igual modo, la comedia nos procura la compensación ante el dominio que avasalla. En ambos casos se produce la elevación del espíritu, como razón de ser de la rebelión ante la injusticia o el crimen en nuestra odisea vital.

Sófocles nos dio en Antígona una prueba de que el teatro, como toda obra que toque el sentido de lo humano, es fuente de contradicciones. En Antígona hay fundamento para una tragedia, pero el tema dominante no es el triunfo de la maldad o de la injusticia, sino la lucha terrible y apasionante entre dos formas de razón, ambas justificables: El rey Creonte es consciente de su responsabilidad como gobernante, y debe castigar al culpable de traición, Polínice, muerto en la acción. El castigo es la ignominia de que su cadáver quedara insepulto en el mismo lugar de su caída. Las voces de la ciudad guardaron silencio, por sumisión o temor. Sin embargo, el deber natural de la sepultura, que reclama Antígona para su hermano, se opone a la decisión real. La libertad del espectador está en conocer y tomar partido por alguna de esas razones.
También nuestra realidad venezolana ha sido retratada por el arte teatral. Desde Andrés Eloy Blanco hasta José Ignacio Cabrujas, hemos presenciado la denuncia contra la libertad, y también Francisco Jobo Pimentel fue uno de los más notables críticos, además de poeta defensor de la libertad, perseguido y sometido a prisión por sus ideas. El mundo de la escena venezolana nos ha mostrado la disonancia propia de un mundo de artificio, y otro apabullado por la angustia de seguir viviendo de acuerdo con reglas que no son creíbles. Detrás de la proclamación de la autoridad se aprecia la contradicción de los principios morales que los gobernantes pregonan y no respetan.
El conflicto en la escena desnuda a quien gobierna sin la ética indispensable a la convivencia.
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Cuando se impone la censura en la función dramática del teatro: la humanidad presente en la escena con la tragedia o la crítica hilarante, se constriñe el derecho de elegir entre las opciones que la expresión artística del drama nos manifiesta en acción.
El objetivo de la represión es, en tal caso, limitar la incitación del acto libre, creado por el dramaturgo como un avance más hacia la ansiada independencia espiritual.

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