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El teatro que tenemos

Con la democracia instaurada en 1958 el teatro venezolano comenzó a vivir su mejor período y la década de los sesenta sirvió para tener la más profunda y rica de sus transformaciones, principalmente por la asombrosa capacidad para experimentar lenguajes de toda índole. La nueva dramaturgia que surgió es la mejor muestra del cambio, junto con los atrevimientos de la puesta en escena y la aparición de las dos agrupaciones más importantes de su historia: El Nuevo Grupo y Rajatabla. Tanta fue la euforia renovadora que, más temprano que tarde, comenzaron a sentirse las desviaciones manieristas, por las que la renovación experimental termino en un experimentalismo frívolo y sin consistencia. Nombres gloriosos de esos años, hoy nada significan. 

Muy pronto la situación fue objeto de críticas y análisis severos. Rubén Monasterios afirmó que «la supuesta `involucración del espectador’ no pasó de ser unas cuantas alocadas carreras por el patio de butacas, imprecaciones e insultos dirigidos a los espectadores». Por su parte, Ugo Ulive no se quedó corto: «Espectáculos donde el texto es despanzurrado alevosamente, actores que se mueven sin ton ni son, dicciones imposibles y ceceos pertinaces, que dificultan toda comprensión, jovencitos que se sacuden espasmódicamente en seudo protestas sobre temas que, en el fondo, no parecen interesarles un rábano…» En este contexto, los dramaturgos sintieron la necesidad de tener una escena que los expresara, sin más audacia que poner en escena un texto con sus significaciones. El divorcio entre ellos y los «puestistas» fue evidente y grave. Estas razones debieron privar en la fundación de El Nuevo Grupo. Se infiere de un texto de José Ignacio Cabrujas de la misma época: «somos un grupo de teatro que hace teatro de texto, lo cual puede conducir a un paisaje del pleistoceno con sus dinosaurios y sus palmeras. Pero confieso, con la humildad del caso, esta fe ingenua en la muy abominable figura del autor de teatro». 

Eran tiempos cuando el teatro venezolano discutía en y fuera del escenario, con compromiso personal y compartiendo el mismo sentido histórico del teatro como factor dinámico de la cultura nacional. Al igual que en otros países de nuestro continente, en los cuales la palabra compromiso tenía sentido artístico e histórico. En los años ochenta, ante la dictadura los teatristas argentinos no se callaron ni bajaron la cerviz. Dejaron testimonio para la historia de un teatro «bajo vigilancia», como lo calificó Miguel Ángel Giella, sin temor por el incendio provocado al teatro del Picadero. De ese movimiento surgió una nueva dramaturgia, con nombres como Roberto Cossa, Griselda Gambaro y Eduardo Pavlovsky. 

La democracia venezolana hizo posible la diversidad de nuestro teatro porque no hubo discursos rectores, ni imposiciones ideológicas, sino diversas respuestas simbólicas a los avatares nacionales. Román Chalbaud es ejemplo de un teatro vinculado con el espectador sin limitaciones políticas ni intereses crematísticos. 

Había una correlación enriquecedora entre la escena y el país, tanta que nuestro teatro mereció ser considerado, por primera vez, parte importante de nuestra cultura. 

Algún día habrá que estudiar el efecto amansador de algunas políticas aplicadas al teatro, en particular las subvenciones excesivamente generosas que acostumbraron a más de uno a vivir del teatro, no a vivir para el teatro. En vez de una profesionalización con rigor técnico y artístico, la comercialización del oficio se hizo presente poco a poco. También habrá que estudiar algún día el efecto posmodernizador que ablandó el discurso hasta hacerlo gracioso. 

Hubo una creciente deslegitimación del discurso construido entre 1958 y 1990 para parecernos a algunos discursos internacionales, tan celebrados en los festivales, o, simplemente, por fastidio ideológico, el reblandecimiento mental que permitió la aparición e institucionalización de la mediocridad revestida de técnica y tecnología o, peor aún, para justificar cualquier mercancía escénica. Es celebrada la escritura que exhibe un craso desconocimiento de nuestro idioma, o el exhibicionismo de las estrellas de televisión mientras el actor de teatro parece una especie en extinción; también el diletante que hace malabarismos bajo el epíteto de «director». 

Y más de uno se pregunta qué tiene que ver lo que ocurre en los escenarios caraqueños con lo que le ocurre todos los días a los ciudadanos. Estamos ante el hecho insólito de un régimen que manosea la palabra revolución y no se ha ocupado de promover un gran movimiento de teatro público. Es un régimen al que el teatro mercantil debe un cálido agradecimiento por ser su principal propulsor, fruto de su incultura e ignorancia. 

En 2004, en el festival de teatro de Guanare, Vivian Martínez Tabares, directora de la notable revista cubana Conjunto, viendo lo que vio en los escenarios proveniente de todo el país, escribió: «Inserto en una sociedad en revolución, que protagoniza agudas contradicciones sociopolíticas y culturales, no percibo sin embargo que el teatro, espejo por naturaleza esencialmente propicio para debatir las tensiones entre el individuo y la sociedad, esté planteando preguntas o haciéndose eco y produciendo respuestas simbólicas a las tensiones del contexto». ¿Qué diría si revisa la cartelera semanal y ve el teatro que tenemos?

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