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En los días de Sucre: El soldado niño

EN LOS DÍAS DE SUCRE

4. El soldado niño

Al joven soldado Sucre le tocó actuar en una terrible tormenta de sangre y fuego, pues no son muchas las guerras en la historia de la humanidad tan duras, tan inhumanas, tan terribles como la guerra de Independencia de nuestra América humana, especialmente en Venezuela, algo menos en Nueva Granada y en un grado todavía menor en Ecuador y Perú, que fueron los escenarios en donde tuvo que involucrarse como soldado Antonio José de Sucre y Alcalá. De ellas, la región que padeció más fue Venezuela, como lo evidencian los datos citados por Graziano Gasparini y Juan Pedro Posani en su libro Caracas a través de su Arquitectura: en 1812, cuando empezó la guerra propiamente dicha, la ciudad de Caracas tenía, aproximadamente, cincuenta mil habitantes; cuatro años después, luego de las incursiones de Boves, no llegaban a veinte mil; y en 1825, después de Ayacucho –que fue el fin de la guerra–, según el Anuario de Caracas eran veintinueve mil cuatrocientos ochenta y seis los habitantes, o los sobrevivientes, lo que significa que en el proceso de la Independencia, Caracas perdió el 41,03% de su población. Cuarenta y tres años después, en 1870, alcanzará de nuevo la antigua Santiago de León la cifra de cincuenta mil almas que, según el barón de Humboldt, tenía antes de aquella terrible guerra fratricida. Las cifras de otros indicadores son aún más alarmantes. Antonio Arráiz, en varios textos recopilados por Néstor Tablante y Garrido en el libro Los días de la ira, las Guerras Civiles en Venezuela, 1830-1903, nos informa que durante la Guerra de Independencia las bajas, exclusivamente venezolanas, llegaron a la cifra de 200.000 personas, lo cual representa nada menos que un veinticinco por ciento (25%) de toda la población, en tanto que las de la Revolución Francesa y las guerras napoleónicas sólo tuvieron un costo, para Francia, del uno por ciento (1%) de sus habitantes. Un país que pierde en una guerra la cuarta parte de sus habitantes lo ha perdido casi todo, especialmente si la gran mayoría de esa cuarta parte está formada por varones, y si, además, se considera la cantidad de huérfanos que de aquel proceso quedaron a la deriva, sin otro apoyo que las jóvenes madres no preparadas para lo que tenían que afrontar, es claro que el porvenir social de ese país es bastante oscuro, y la realidad lo confirmó. Pero además perdió casi el cien por ciento de su ganadería, el noventa por ciento de sus vías de comunicación, el ochenta por ciento de su agricultura, en fin, casi todo lo que tenía. Para colmo, esa guerra no fue nada convencional, sino una matanza llevada a cabo por los caudillos tropicales que defendían al rey de España, por un lado, y por los caudillos tropicales que querían la Independencia, por el otro. Y ambas bandas (no ambos bandos) de caudillos y sus matachines, no sólo asesinaban a quienes los querían asesinar, sino a sus hijos, sus padres, sus hermanos y sus dependientes. Y eso duró hasta que Antonio José de Sucre hizo valer su influencia moral sobre el que hasta entonces había sido el máximo caudillo tropical de los republicanos, Simón Bolívar, y consiguió el milagro que convirtió a las montoneras en ejércitos, y la terrible guerra en una contienda hasta civilizada, aunque en realidad era demasiado tarde. No es de extrañar, pues, que el país que brotó de la conflagración haya sido débil, sumido no sólo en la miseria, sino en una violencia crónica que sólo daría paso a una paz tensa cuando se impuso la violencia unificadora y necesaria de un dictador de mano inflexible: Juan Vicente Gómez, y que, por desgracia, gobernantes irresponsables e incompetentes han querido revivir al comienzo del siglo XXI.
Ahora bien, si como hemos visto la población de Caracas se redujo de manera sustancial entre 1812 y 1816, significa que el mayor desastre fue por lo menos cuatro años antes de que Antonio José de Sucre impusiera la piedad en el Tratado de Santa Ana. Durante ese período terrible, Sucre fue apenas un soldado en un medio en donde los verdaderos soldados sobraban. Después, se convirtió en el genio de la guerra, pero, con más fuerza, en el ángel de la paz.
Su experiencia militar, hasta la capitulación mirandina, habría sido más bien escasa, aunque muy formativa. En 1811, como vimos, era Comandante del Cuerpo de Ingenieros de la Isla de Margarita, y poco después estuvo involucrado en la campaña de Barcelona. Según Laureano Villanueva, “Sucre fue llamado por el Generalísimo a su Estado Mayor como uno de los pocos oficiales científicos de aquel tiempo; pues debe suponerse cuán embarazado habría de encontrarse Miranda para formar ejércitos y llevar a cima campañas en un país no acostumbrado a la guerra, sin escuelas militares ni instrucción de ninguna especie. (…) Nuestro joven cumanés estuvo en Valencia, y asistió a los combates que se libraron en Los Guayos, Guaica y otros puntos, y se mantuvo en servicio, alegre y entusiasta hasta la deplorable capitulación de La Victoria, en que terminó la primera época de la Independencia. Respetó la determinación de su General, y lejos de ofenderle con la calumnia, lo acompañó con noble comportamiento hasta el término de aquella infeliz negociación; y dando después lágrimas a la desgracia de la Patria pasó de La Victoria a Caracas, y de aquí a Cumaná, en donde hubo de salir en breve, como emigrado a las Antillas inglesas, por huir de las persecuciones con que el atroz Cerveriz, agente del infame y estúpido Monteverde, castigaba en aquella ciudad a los que habían tomado parte en la revolución.”
Obsérvese que Villanueva dice que “asistió a los combates” y no que combatió; agrega, eso sí, que asistió con alegría y entusiasmo. No era entonces más que un joven oficial oriental que por razones familiares y sociales se incorporó a las fuerzas que comandaba Miranda, y que tuvo que asistir a la defenestración del generalísimo. Pero, eso sí, mostrando ya su enorme altruismo, en vez de agredir, como lo hicieron casi todos (entre ellos Bolívar, que, además, tenía una cuota alta de responsabilidad en la pérdida de la república, pues fue el que perdió Puerto Cabello) al inmenso hombre que fue Francisco de Miranda, lo acompañó y lo apoyó hasta el último momento. Comenzaba ya el verdadero camino del soldado, un largo camino de triunfos, rumbo a su unipersonal universo de Héroe.
Es, por cierto, en Barcelona donde semanas antes de la caída, el 3 de julio de 1812, Sucre firma un documento público junto con varios notables orientales, en el que fijan una clara posición patriótica ante la amenaza de Domingo de Monteverde y la toma de Cúpira, población ubicada cerca de la zona costera del centro del país, en Barlovento, entre el Oriente y Caracas, por un grupo de realistas. No sabían aún que tres días antes había caído la plaza de Puerto Cabello, ni mucho menos que a esa Primera República apenas le quedaban tres semanas de vida. Para Laureano Villanueva, la verdadera formación de Antonio José de Sucre, como militar, se hizo entonces. “En 1812 –afirma el biógrafo del Gran Mariscal– emplea sus aptitudes con el entusiasmo de un joven de diez y siete años en el Estado Mayor del generalísimo Don Francisco de Miranda en Valencia y los Valles de Aragua; y fué en esta campaña que hizo con la mayor parte de sus condiscípulos, como Avendaño y otros, donde adquirió los primeros conocimientos de la ciencia militar, de que supo sacar provecho para llevar a cabo las campañas que más tarde emprendió por su cuenta. En el Estado Mayor no menos que en la secretaría del generalísimo se hacía un servicio militar y político a estilo europeo; inadecuado tal vez a nuestros ejércitos primitivos, sin organización ni disciplina; pero útil para formar militares y hombres de oficina; de allí salieron Sucre, Soublette, Austria, Rivas, Sata y Bussy, su secretario General y Secretario de Guerra de la Confederación de Venezuela, Gual y muchos otros de los que más descollaron en Colombia.” Otro de los biógrafos del Gran Mariscal de Ayacucho, el mexicano Guillermo A. Sherwell, asegura también que el joven Sucre militó bajo las órdenes de Miranda. “En 1812, a la edad de diez y siete, formó parte del Estado Mayor del Generalísimo don Francisco de Miranda, a quien acompañó en las campañas de Valencia y Aragua. Cuando el generalísimo capituló en La Victoria y todos le volvieron la espalda y hasta lo insultaron, Sucre permaneció leal,” cuenta Sherwell. Ya la lealtad era parte importantísima de su carácter. También coincide en esa afirmación de que Sucre estuvo directamente a las órdenes de Miranda, Juan Oropesa, que afirma que al hacer Miranda “el recuerdo (supongo que en la edición se coló una errata, pues debe ser más bien “el recuento») de los hombres que pueden figurar dignamente en el Estado Mayor de un hombre (Miranda) que como él ha conquistado el Grado de General en la Revolución Francesa, el joven Sucre no puede faltar en aquella venturosa promoción de Libertadores». Sin duda, eran muy pocos los oficiales debidamente preparados en ese momento en Venezuela.
En otros autores no hay mención alguna a esa experiencia del joven cumanés, pero en verdad, en donde quiera que haya estado, ya Sucre demostraba en 1812 un don de mando que no era común. Mucho más si se toma en cuenta que, en efecto, sólo tenía diecisiete años, que hasta en aquel momento glorioso en que los jóvenes mantuanos dieron el gran paso adelante, era una edad precoz. El joven soldado Sucre sólo tenía una escasa formación académica y una pizca de experiencia en el campo. Y mucho entusiasmo.
Es, pues, de 1812 y está en el Archivo de Mirada, el primer documento en el que se inicia la vida pública de Antonio José de Sucre. Se trata del manifiesto firmado por Anzoátegui, Martín Coronado, S. Blesa, Pedro de Flores, Manuel de Mattos, Juan José de Arguindegui, Antonio José de Sucre y José Antonio Freites, en el que los jóvenes oficiales, reunidos en Barcelona el 3 de julio reaccionan ante la noticia de que los enemigos de la libertad han ocupado Cúpira y se comprometen a “dejar bien puesto el honor de las armas de la Confederación” (Antonio José de Sucre, De mi propia mano, Biblioteca Ayacucho, Caracas, Venezuela, 1981). Inútil esfuerzo, pues las armas de la libertad ya estaban derrotadas. Derrotadas pero no para siempre, pues en aquel final de camino empezaba el verdadero camino.
Para el oficial profesional Antonio José de Sucre y Alcalá, ese camino debe haber empezado cuando el nuevo gobernador designado por los españoles restaurados, Emeterio Ureña, que era amigo de la familia y un hombre sin mucho carácter, le otorgó un pasaporte para que pudiera escapar rumbo a Trinidad, en donde se habían concentrado varios de los orientales que se unieron a la causa republicana. Sin embargo, todo indica que no lo usó, aunque a su posible presencia en la isla de Trinidad se refiere Daniel Florencio O’Leary en sus Memorias, cuando cuenta que “Entre los que llevaron a tierra extraña el recuerdo de las desgracias de la patria y de los sufrimientos de sus hijos, buscando medios para remediar tantos males, figuran en primera línea Santiago Mariño, José Francisco Bermúdez, Manuel Valdés, Antonio José de Sucre y Manuel Piar.” Y, a mayor abundamiento, afirma que en una ocasión, cuando el gobernador inglés, Ralph Woodford dirigió una comunicación a Mariño, encabezándola con las palabras “A Santiago Mariño, general de los insurgentes de Costa Firme,” éste, que no quiso dejarse llevar por su “genio arrebatado», pidió a Sucre que le redactara la respuesta, y Sucre lo hizo con sorna, así: “Cualquiera que haya sido la intención de V. E. al llamarme insurgente estoy muy lejos de considerar deshonroso el epíteto cuando recuerdo que con él denominaron los ingleses a Washington.” La anécdota es divertida, pero no necesariamente veraz. En primer lugar, no es seguro que Sucre estuviera entonces en Trinidad, y, en segundo, no es del todo creíble que Mariño le haya encomendado al joven Sucre la misión de redactar una respuesta al inglés; Mariño, cuya madre era irlandesa, conocía muchísimo mejor la mentalidad inglesa que el joven cumanés, que era, además, siete años menor que el otro. Y, en tercero, O’Leary como que era tan amigo de decir siempre la verdad como un vendedor de seguros.
Laureano Villanueva, que por lo menos trataba de ser más apegado a la verdad, también afirma que estuvo Sucre entre los que participaron en la expedición de Chacachacare, pero su nombre no aparece en las relaciones que de ella hacen sus principales protagonistas. Sobre esos días y esas noches de Sucre es poca la luz que hay en papeles. Se, sabe, sin embargo, que acompañó a Mariño en sus aventuras de guerrillero y que sí estuvo entre los Libertadores de Oriente. En 1814 era edecán del siempre revoltoso general Mariño, y en esa condición asistió a la conjunción de fuerzas de oriente y occidente en los Valles de Aragua, en donde, con toda seguridad se encontró, ahora en forma más notable, con Simón Bolívar.
Lo único que sí está probado, pues, es que Sucre sí se inició en el ejercicio de la guerra como integrante del grupo de orientales que comandaba Santiago Mariño, el caudillo tropical de los orientales, y personaje interesantísimo y contradictorio que no tenía muchos puntos de contacto con el joven Sucre. Mariño, nacido en el Valle del Espíritu Santo, en la isla de Margarita, en julio de 1788, era, por lo tanto, cinco años menor que Bolívar y siete mayor que Sucre. Su padre, don Santiago Mariño de Acuña, de origen gallego, fue capitán de milicias regladas y se casó con una joven irlandesa (Atanasia Carige Fitzgerald), con quien se estableció en Trinidad, isla que perteneció a España hasta 1797. En 1810, cuando Caracas decidió independizarse de España, inicialmente con la excusa de defender los derechos de Fernando VII, y Cumaná siguió su ejemplo, Santiago Mariño, que cumpliría veinticuatro años poco después, fue enviado en misión del Ayuntamiento cumanés a Trinidad, a buscar el apoyo del gobernador británico. Cuando se inició la guerra de Independencia, el joven margariteño, que no tenía formación militar propiamente dicha, se alistó en las fuerzas del coronel Manuel Villapol como capitán, e hizo sus primeras armas en la región de Guayana. Al caer la Primera República se exiló en Trinidad, en donde se convirtió en el jefe del grupo de patriotas venezolanos y tuvo toda suerte de dificultades con el gobernador inglés, Ralph Woodford, dificultades que provenían de que el imperio británico, uno de los cuerpos sociales más egoístas que ha conocido la humanidad, se había aliado con los españoles para combatir a los franceses. La situación de los exilados no fue nada mejor con el nuevo gobernador, William Monro. Fue de tal magnitud la hostilidad del inglés, que Mariño, acompañado por otros cuarenta y cuatro combatientes, varios de ellos trinitarios de origen africano a quienes Mariño prometió la libertad total, decidió dejar la isla y acometer una empresa militar en tierra firme. A comienzos de enero de 1813 se reunieron en el islote de Chacachacare, perteneciente a Trinidad, en la hacienda de Concepción Mariño (hermana de Santiago), y desde allí emprendieron la aventura que los llevó a tomar Güiria, de donde huyó el comandante de la plaza, de apellido Gavazo. No encontraron mayor resistencia en ninguna parte y en muy poco tiempo llegaron a dominar un vasto territorio: Yaguaraparo, Irapa, Carúpano y hasta Cumaná. Paralelamente, Bolívar había llegado a Caracas luego de la Campaña Admirable, lo que empujó a los jefes realistas hacia el Oriente, con lo que la presión militar sobre los independentistas se hizo fortísima. Un año después, Mariño le escribía a Bolívar sosteniendo que no debía crearse un gobierno central, sino que él debía mandar en Oriente y el otro en Occidente (hasta 1777 ambas zonas no estaban unidas, sino que pertenecían a entidades políticas y administrativas diferentes). Lo planteado por Mariño no era precisamente una demostración de altruismo ni de desprendimiento. Aunque poco después marchó al frente de sus tropas en auxilio del que consideraba su rival, y consiguió un importante triunfo contra Boves, en Bocachica, el 31 de marzo de 1814. En abril se produjo la entrevista de Mariño y Bolívar, de la cual salió una solución de compromiso. Una derrota de Mariño en Arao y un triunfo de Bolívar en la primera batalla de Carabobo, en donde estuvo también Mariño, fueron las primeras acciones posteriores a aquel encuentro. Poco después se perdía la llamada Segunda República, y Mariño aceptaba subordinarse a Bolívar, con quien estuvo en Cartagena, Jamaica y Haití. En 1816, luego de que Bolívar ha entrado con éxito a la isla de Margarita, Mariño ve, en su propio terruño, cómo se proclama al caraqueño Jefe Supremo de la República en tanto que él queda nombrado segundo, y cómo se declara que el territorio de Venezuela es indivisible, con lo cual queda definitivamente derrotada su tesis de enero del 14. Reacción a esas decisiones es el llamado Congresillo de Cariaco, en el que el cura José Cortés de Madariaga (el del 19 de abril de 1810, a quien Bolívar calificaría simplemente de loco) aparece como instigador de que se imponga un sistema federalista, parecido al que se adoptó en 1811, a lo cual Bolívar se opuso con toda decisión. Mariño, sin duda, conspiraba contra el jefe caraqueño, y trataba de mantener una fuerte división entre orientales y occidentales.
A partir de la derrota y caída de Miranda, y sobre todo de su incorporación al grupo de orientales que luchaba por la Independencia, Antonio José de Sucre y Alcalá fue en verdad soldado. Ya no era un niño y, a pesar de su corta edad, tampoco era en propiedad un joven. Era, como muchos varones de su generación, un hombre prematuro, madurado a la fuerza y por la fuerza, capaz de empuñar las armas contra otros seres humanos y de matar. Lo cual, en su caso, parece una terrible contradicción. ¿Cómo podrá, en plena juventud, ser capaz de matar? Era todavía un cuerpo de niño, pero habitado por un hombre que ya tenía, a pesar de su altruismo y su excepcional amor por la paz, sangre en las manos. Su propia sangre.

Capítulos publicados de EN LOS DÍAS DE SUCRE:
Zaguán de letras. Primera parte
Zaguán de letras, segunda parte
Zaguán de letras, tercera parte
Zaguán de letras, cuarta parte
Zaguán de letras, quinta parte
Zaguán de letras, parte final
1. Los Sucre de Cumaná
2. El niño Sucre
3. Las primeras luces
4. El soldado niño

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