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Enrique Gracia Trinidad -Un Madrid de osos y gatos

Mientras la tarde busca en la basura
su cena antes de irse,
mientras la noche coge su abrigo del perchero
para salir de ronda a enamorar plazas y lluvia,
mientras media ciudad se queda idiota
frente al televisor, y la otra media
frente al aceite en la sartén,
frente al tedio infeliz de la tertulia
frente al cristal del miedo que es siempre tan oscuro…


Enrique Gracia Trinidad

En la desparpajada poesía de Enrique Gracia Trinidad, Madrid, la urbe, su ciudad, es de osos y gatos, a diferencia del consabido e identificador símbolo de la capital española que conserva al oso, incluye al madroño y excluye a los gatos. Dejemos que el propio poeta nos explique el porqué de la asimilación de la ciudad con el oso y la razón de la inclusión de los gatos para caracterizar a los naturales de Madrid.

En lo referente a la dimensión osuna de Madrid, a esa bizarra y en desuso denominación de Ursaria para distinguir, en un momento dado, a la urbe castellana, el escritor nos recuerda que: “Es uno de los nombres legendarios de Madrid que viene a significar tierra de osos. Corresponde a los muchos nombres que se buscaron cuando no era correctamente político que Madrid hubiese sido fundada por los musulmanes españoles y decidieron buscarle todo tipo de leyendas y nombres fabulosos”.

Por su parte, en lo concerniente a los gatos, el madrileño explica: “Es el apelativo que puede ponerse a los madrileños, desde que en el Siglo XI, subían las murallas de la conquista de Toledo o del propio Madrid, musulmanes ambos, en las tropas del Rey Alfonso VI, ayudándose tan sólo con unas dagas que introducían en los intersticios de las piedras”.

Y estos esclarecimientos un tanto históricos e idiosincrásicos vienen a cuenta porque Enrique Gracia Trinidad de Madrid es también Gato de Ursaria, un misántropo heterónimo que el escritor confiesa llevar bien dentro de sí y que, de cuando en vez, aflora a la superficie, a la vista de todos, para testimoniar el tedio de la convivencia, el fastidio de compartir, “el deseo de que nos dejen en paz y no ver a nadie y no aguantar convencionalismos y componendas sociales ¿o no?”.

El poeta madrileño, en fin, el gato de Ursaria, temprano y tarde, niño y adulto, solo y triste siempre, al descubierto y encapuchado, se desplaza a su antojo por la villa que lo hace irremisiblemente urbano para transformarlo también en inequívocamente intimista. La poesía de Gracia Trinidad se nutre del entorno físico y social de Madrid para que sus versos pronuncien aquello que el escritor lleva en el más oculto rincón de sus emociones, el poeta es la ciudad, la metrópoli es el poeta : “Acaricia la tarde sus ojos de astracán / y comienza a llover (…) Madrid, Saturno desquiciado, bebe más lluvia, sigue su banquete, / a punto está de ebriedad, del hipo, / de ser la risotada de taberna, / de jugar al traspiés, medir el suelo / y devolvernos a la tierra / como una digestión insoportable // Son ya las diez y es tiempo de marcharnos a casa”.

Enrique y Gato se confunden, Madrid y el escritor se hacen uno, para que todos, ciudad urgente, escritor desenfadado y gato aventurero y odioso vaguen entre las gentes enumerando emociones propias y ajenas que los identifican y diferencian a la vez: “Cada calle se acaba en un espejo / donde el tiempo no para de contar mentiras. / Cada minuto cuelga de una rama, / se desploma, y es arrastrado / hasta el desagüe de los sueños. / Cada semáforo devora su merienda de cuellos, / su grito de luciérnaga forzada, / su trinidad obligatoria y ciega. / Mi soledad habita este palacio / de cristal y de huesos, este sollozo de papel”.

Desparpajo, irreverencia, desenfado, ironía, el vértigo de la existencia, acompañan a Gato Enrique, a Enrique Gato en sus reiteradas y mundanas aventuras madrileñas, aunque al decir de los cronistas de la época: “hace tiempo que no hay noticias suyas fidedignas. Unos dicen que cambió de nombre y volvió a la farándula, otros que se ocultó en un monasterio; y hasta asegura alguno que le han visto en las calles de su vieja ciudad contando historias antiguas a quien quiera escucharle, a cambio de unas monedas”. Sin embargo, algunos de sus más celebrados lances, de sus detestadas ocurrencias aún se conservan en la poesía caballeresca de Gracia Trinidad. Salgamos, trepando a nuestro propio riesgo, a recorrer calles, tejados y cestos de basura con Gato de Ursaria para compartir con él censurables conductas y reprochables actitudes:
Gato, el indolente: “Hacer, hacer, hacer…Gato de Ursaria / decidió que era tiempo de no hacer (…) Gato de Ursaria, el indolente, / se refugió a la sombra de un tejo centenario / (sabido es que esa oscuridad callada / es dulce y venenosa como un beso / y otorga a algunos hombres la locura / de conocer el nombre de las cosas) // Sintió los mágicos efectos / de aquella sombra única / pero no quiso pronunciar palabra”.

Gato, el abrumado: “Pasó las noches y sus días / turbio de pensamientos, / oscuro de memorias y olvidos, / harto de sinsabores, / imitando a Leonardo en sus dibujos / de proyectos, esquemas, invenciones… (…) y sin haber escrito – y esto es lo más grave – / el poema perfecto”.

Gato, el viajero: “Sus ojos están ciegos de horizonte / porque saben del rito y el conjuro, / del milagro que ocultan / estas cuatro paredes con olor a despensa”.

Gato, el rutinario: “…llegó un nuevo día / y volvió a repetirse la ansiedad, / y volvió a repetirse lo de ayer, / y volvió a repetirse tarde y noche, / y volvió a repetirse…”

Gato, el huidizo: “Mientras todos a coro celebraban / lo que fuera preciso celebrar, / Gato de Ursaria, lento y silencioso, / bebió un último trago de cerveza, / se puso de pie y salió sin ser notado, / jurándose a sí mismo no volver / a pisar un tugurio semejante”.

Gato, el mal inquilino: “El mundo es una rancia tertulia de poetas / donde nadie recita buenos versos / y ya no se conspira, / donde presume el torpe sin que acuda / quien haga luminosa la palabra (…) Es necesario / ejercer la evasión como un derecho. // ¿Quién ha dicho que el mundo es una casa?”.

Gato, el torpe teólogo: “Dios es inmenso, verde, amargo, triste, / como un ordenador desconectado, / como la soledad…/ y tan eterno”.

Gato padre: “Luchad por lo imposible. / Lo que es fácil, será y no se merece / más que un pequeño esfuerzo. / Vosotros pelead por el milagro, / devorad con los ojos el lejano horizonte / y que otros miren la quietud que pisan. / Ahorrad las fuerzas mientras todos griten, / no forméis parte del tumulto, / callad, pensad, soñad; / y cuando cese el griterío / que se oiga vuestra voz si es necesaria”.

Gato, el impertinente: “Cuando llegó ya estaban a la mesa. / Comida familiar, tregua de insultos (…) Se esperaban las doce campanadas (…) Faltaban dos minutos para el cambio / de siglo y Gato ya no pudo más; / farfulló una disculpa y se marchó (…) Y por supuesto, Gato no brindó”.

Gato epistolar: “Hice añicos la luna del espejo. / Ya no podía resistir más su respuesta miserable (…) Recogí los cristales diminutos, / teñidos de sangre de mis manos. / Te los hice llegar envueltos en papel de celofán. / No acusaste recibo, pero / jamás podrás decir que no te regalé la Luna”.

Gato apesumbrado: “Pero la mayor parte de los días / ni siquiera merecen nuestro grito. / Si en ellos se pudiera ser hormiga, / sombra de pez o tarde de verano, / sería ser feliz mucho más fácil”.

Gato, el temeroso: “Ahora es la muerte la que está mirándose / del lado del que antes nos mirábamos, / y se asusta de vernos y nos dice / que crucemos la línea del reflejo, / que está sola y nos quiere a su lado”.

Gato, el desacostumbrado: “Los desacostumbrados no tenemos asiento (…) Y así vivimos y bebemos, / sin asiento ni alfombra ni lugar; / sin sonrisa, sin beso, sin un hombro. / Y así nos alejamos de la muerte y la vida / para tomar distancia, / para ver la batalla entre las dos / sin importarnos quién pueda vencer”.

Gato, el desalentado: “Quiero dejar constancia de estas horas, cedidas al embrujo de la alquimia, perdidas entre frascos y papeles, polvo y colores que ya no pueden más, fracasos y silencios buscando una salida razonable (…) Si mi existencia se hizo turbia, imprecisa, somnolienta; si rebosó la mesa de papeles, matraces y morteros: todo sin concluir, todo sin dar sentido, sin hallar respuesta, de qué vale insistir en que se sepa”.

Pero incluso Gato Trinidad, Enrique de Ursaria, aun cuado disfruta intensamente de su soledad, del alejamiento auto impuesto, del ostracismo voluntario: “a la sombra de un tejo se disuelven / la vida, la existencia, las palabras”, experimenta, muy a su pesar, la necesidad de retornar al bullicio citadino, de regresar a calles y semáforos para sumarse a la anónima vorágine, al vulgar torbellino de los que no saben si están siendo: “Así también es Gato algunas veces, / vagabundo alquilado de sí mismo, / pieza descabalada y miserable / fuera del engranaje de la cordura. // Aunque al final siempre regresa, vuelve / a perderse con otros y ser parte de la común locura y la mentira / común que todos dicen necesaria”.

Reaparece Gracia Trinidad en medio del vértigo madrileño, va de los tejos a los tejados, de éstos a la calle, se incorpora silente a la desconocida muchedumbre que emerge ansiosa y en ordenada procesión de los trenes de Cercanías para tomar presurosa el autobús o el vagón del metro que la conducirá a los mismos oficios de toda una vida. Se suma el escritor a los apresurados citadinos que engullen su bocadillo de serrano, de tortilla o de calamares en cafeterías repletas y humosas, pide la caña de rigor para brindar con el vecino del vermouth de sifón que grita su contento por la victoria de su madrileño equipo en uno de los castizos derbys que paralizan la ciudad y las emociones para luego poner en marcha los sabios comentarios y las sentencias de rigor. Sin melindres, el escritor confiesa en nocturnos versos – “en los espejos de la noche se amontona olvidos” – su condición de sobreviviente en una ciudad donde “nos asfixia el plástico, la huida que buscamos, las palabras / de todos los políticos, el odio sin razones, el cansancio de no haber / aún amado suficiente // Aquí no existe ahora más que sombra, / nuestra sombra, / el dolor de haber sido testigos de la furia, la fatiga increíble de ver en / todas partes el mismo llanto amargo, la misma pena oculta por / sonrisas fingidas”.

No puede ocultar Gracia Trinidad su castellana pertenencia, su madrileña estirpe, el vértigo cotidiano, en versos urbanos que indistintamente son un canto y un reto, un miramiento y un desafío, un homenaje y una afrenta, Madrid, dual, farsante, hipócrita, es loada y confrontada a la vez por el escritor quien advierte que, en las vías y veredas de su villa, es fácil encontrarse con la vida que “también reza sus muslos / de ciega bailarina por la calle. / Y la ciudad la besa” como con la muerte “enroscada en las plazas, / o tendida a lo largo de las calles / que atraviesan el hígado y el vientre / de esta absurda ciudad; / sus órganos más nobles, / el corazón quizás, aunque no suene, / las costillas al menos, / alzadas como cúpulas, indestructible insomnio de cristal, / centro de gala, / jardineras, semáforos, aceras”. Concluye el poeta que ambas, vida y muerte se aparejan, se visitan, se frecuentan, se hacen cómplices: “Así van esta vida y esta muerte / celebrando su pacto de vecinas: / se piden por la tarde media taza de azúcar, / van al cine (…) Y esta ciudad, pregunta tras pregunta; / descompone los patios, / huele a ropa mojada y hace exacta la vida, / debo decir difícil; / la disfraza de muerte, la perfuma, le pone un lazo rojo, / nos la entrega con rostro de puta enamorada / y huye”.

Y para que no quede ningún asomo de duda acerca del juicio, de la apreciación del poeta por su ciudad, de Gracia Trinidad por Madrid, por esa metrópoli gatuna y osuna, adulante y envidiosa, besucona y puñalera, cortés y soberbia, sincera y mentirosa, joven y vieja, dulce y amarga, ingenua y hechicera, palaciega y nueva rica, doncella y cortesana el escritor le dedica este desgarrador poema:

“Ciudad, mujer sin nombre de mujer, / lugar de óxido triste, / anciana misteriosa / exiliada de un cuerpo, / revestida de luz que no comprende. / Ciudad de gritos y mañanas rápidas, / de tardes lentas y de noches largas, / Ciudad del corazón y de las uñas, / del aire fino y la amargura densa. // De ti misma hasta ti, que espere el cielo / hasta ser como tú, mujer hermosa / vestida con harapos cortesanos, / amante loca y descarnada bruja, / de todos madre y a tus hijos ciega”.

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