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Enrique Viloria, Poeta pelotari de múltiples raquetas.

Una noche navideña del año 2000, conocí a Enrique Viloria Vera en el café del Teatro Español, situado en la madrileñísima plaza de Santa Ana, en una reunión de poetas españoles y venezolanos con sus respectivas cónyuges y/o musas. Había un tremendo barullo de tráfico y viandantes en aquel sector de la Villa y Corte, porque unas cuadras más abajo, en el convento de Jesús del Gran Poder, un fraile había cosido a puñaladas a otro fraile por no dejarle ver su programa favorito de televisión. Un par de meses más tarde, Viloria, por indicación del poeta Joaquín Marta Sosa, me nombraba corresponsal en Madrid de la revista Circunvalación del Sur y me honraba pidiéndome unas palabras de introducción para su poemario Libro del adiós, ya a punto de editarse.

Enrique Viloria es un intelecto hiperactivo que lo mismo escribe lúcidos ensayos sobre pintura que sesudos tratados empresariales. A la poesía llega tardíamente, pero se ve que la tenía acumulada en los acumuladores de la conciencia y tarde o temprano tenía que abrirle un cráter. La primera erupción se produce en 1992 con un poemario titulado significativamente Húmeda hendidura. Y desde entonces el cráter no se ha cerrado y ha seguido manando llamas y humos a diestro y a siniestro. Hace ya casi un lustro que está llegando a España la honda expansiva, los rayos poéticos que no cesa de lanzar desde la cumbre del Ávila esta especie de Zeus tropical de barba cana. Y su presencia se está empezando a sentir, sobre todo, en Madrid y Salamanca, las dos ciudades en que Viloria ha publicado libros y actuado ante el público.

En su introducción a Mapas del camino, la antología de la obra poética de Enrique Viloria publicada en Salamanca[6] , Joaquín Marta Sosa ha reunido los textos vilorianos en cuatro apartados que le parecen fundamentales. Con esta clasificación se tocan los campos semánticos principales en esta poesía: el urbano, el religioso, el de su propio yo en relación con los otros y, finalmente, el de lo erótico.

Los poemas urbanos se centran en su Caracas natal: esa Megalópolis a quien llama “batracia milenaria, gata patas arriba, loba en celo, alimaña insana”. Con su palabra escueta y desnuda Viloria sugiere esa sensación de vida trepidante y, a ratos agobiante, que produce la gran ciudad venezolana a ciertas horas del día. El poeta pasea por sus calles y avenidas en una especie de Walking around caraqueño y en un originalísimo texto le dice a la ciudad: “Te llevo / en la camisa / en la espalda / en el entrepiernas / en el cuello / más allá del cuerpo / te sudo / Caracas / conviertes vapor / transpiración / en esencia de esta vida urbana.”
La preocupación por la trascendencia es un trasfondo sobre el que Viloria proyecta su palabra poética. Acaso, como él mismo suele decir, es “un trasfondo existencialista cristiano”. Claro que ese cristianismo rara vez se expresa directamente, como ocurre por ejemplo en un poema titulado “Redención”[7] , en que Viloria alude a “un Dios hecho hombre”, un “terco salvador / cuya identidad buscamos / en el más oscuro rincón / en ese recoveco íntimo y desolado / donde habita lo más genuino de lo humano”.

Uno de los aspectos más interesantes de la ya muy extensa obra poética viloriana, lo constituye la serie de poemas aparecida en 1997 con el título de Catedral de piedra. Estos poemas están inspirados en una gran formación rocosa situada en la bahía de Mochima, cerca de Cumaná. Los naturales de la región la llaman “la iglesia” por su parecido con un templo. Viloria la transforma alegóricamente en una catedral construida por la naturaleza en honor de Dios que adviene tardíamente al cosmos por ser absolutamente necesario. Esta idea de Viloria es bastante curiosa, porque de ella parece deducirse que potencias anteriores al mismo Dios hubieran sentido la necesidad de crearlo. Pero dejando aparte estas dificultades metafísicas, lo básico de la serie es que esa catedral simbólica, anterior a toda creencia, es utilizada por Dios como el matrimonio entre el cielo y la tierra y representa una visión jubilosa del universo, ajena y previa a toda valoración moral de la vida.

Sin embargo, no todo es optimismo en la poesía de Viloria: hay en ella mucho desgarramiento íntimo, mucha soledad, mucha angustia. Viloria siente a veces la insatisfacción de vivir en este mundo de las apariencias, en esta caverna platónica donde no vemos la luz esencial, sino las sombras que esa luz proyecta sobre el fondo de la cueva. Y espera ver esa Luz algún día. Pero mientras no se cumpla esa esperanza, le preocupa su finitud, su “sein-zum-Tode” (“ser-para-la-muerte” –Heidegger-). Y esa sensación es generadora de angustia existencial: el indefinible sentimiento de vaga amenaza que de vez en cuando nos sobrecoge. Heidegger lo ha descrito magistralmente en Sein und Zeit (“Ser y Tiempo”). Enrique lo expresa también en versos concisos cuando nos dice que quiere “protegerse con la palabra de un no sé qué circunda, de un no sé qué ocurre, de un no sé qué pasa”. Y lo que pasa es la muerte.

Aunque en los textos de Viloria asoma a veces su costado misantrópico, latente en todo ser humano, la amistad y el amor vienen siempre a salvarle. Sobre todo este último. El erotismo aparece con frecuencia en los poemarios de Enrique, pero nosotros vamos a concentrarnos en el Libro del adiós[8] , que es uno de los más originales.

El poemario comienza con un breve texto en que ya nos encontramos con una característica fundamental en la poesía amorosa de Viloria: la fuerte sensualidad. Son versos escritos con la saliva de la amada, versos indelebles que, paradójicamente, son destruidos por los besos de la mujer. El segundo poema es importante porque sirviéndose de una alegoría cinegética, el hablante lírico nos expone su actitud frente a ese amor que va a romperse. El poeta no quiere continuar siendo un trofeo de caza en el salón de visitas que es el cuerpo de la amada y en pos de la libertad, huye como cimarrón contento o bestia regocijada. Este poema es interesante porque constituye un buen ejemplo de la manera poética de Viloria. Su estructura consta de dos partes bien equilibradas. Hasta la mitad del texto, el poeta va manifestando con sucesivas metáforas intensificativas su decisión de ruptura y al alcanzar la cima del poema, inicia el descenso estructural con las imágenes del amante fugado que ya no responde más a la llamada del orgasmo, a los tambores del amor. La mujer puede transformarse en un texto, en una tinta que sustituye las humedades femeninas y en ese caso, el cuerpo / lectura ya ha sido agotado / leído por el poeta que, por supuesto, ya no lo necesita.

La amada puede ser también la lámpara de Aladino que el amante frotó en el pasado logrando maravillas eróticas, pero que ahora, ya sin aceite, ha perdido sus pasados efectos prodigiosos. Ella pertenece a otro y el tiempo del que pudo ser un gran amor, es un calendario aparcado que ya ni siquiera visitan los propios amantes. El poeta se complace en dejar bien claro que ese tiempo fue una equivocación. En “Diez poemas del amor”, un texto integrado por nueve dísticos y una estrofa de tres versos, sintetiza Viloria, como suele hacer con frecuencia en su poesía, lo esencial de esa relación que no alcanzó lo que parecía prometer, es decir, la inmensidad y/o la intensidad. Los brevísimos poemitas constituyen una serie de pares contrastados que ponen de manifiesto las esenciales contradicciones de ese amor que la amada enciende y apaga después de haber sido camino que no llegó a la deseada meta. En “Frágil y blindado”, Viloria insiste en el tema de una pasión que “acaricia y muerde, nace de la quietud, vive del arrebato y cuando te venera te maldice. En “Agenda” se expresa admirablemente ese tipo de amor – supongo que más o menos clandestino – en que el reloj verdugo mide y pone límite a los encuentros.

El tema del donjuanismo femenino, ya insinuado en el segundo poema, vuelve a aparecer en el breve texto que lleva el irónico título de “Virginidad”, en que se presenta a la amada como una promiscua de tomo y lomo, de sexo repartido y orgasmos por doquier, que ya el poeta no desea. Dentro de la poesía amorosa, cantar a una amada de estas características es muy poco frecuente e impregna de originalidad el gastadísimo tema del amor.

Fiel a su conceptismo irónico, a su gusto por las antítesis y los contrastes, Viloria nos dice que la duración de un sentimiento que parecía eterno se redujo a “tres besos, dos suspiros, un orgasmo”. Sin embargo, a pesar de que el poeta continuamente asegura que se ha librado ya de su antigua pasión, nos confiesa que, de vez en cuando, vuelve a las andadas e intenta retener a su querida“estrella errante”, si bien inutilmente. El uso poético de estas vacilaciones típicas de una relación que se tambalea, hacen de Enrique Viloria el poeta de la saciedad del amor o, como él dice, sus santos óleos. La ruptura que inspira sus versos, es una especie de vorrei e non vorrei, pues como hemos visto, por una parte nos habla de su renuncia a la amada, pero por otra, a veces piensa que no va a poder olvidarla. ¡Qué acertadamente expresa esa despedida final de dos amantes que todavía sienten en la conciencia las turbulencias de una pasión imposible mientras se dan ese beso insulso, de protocolo, que acompaña el último adiós! O esa escena de dos cuerpos que continúan uniéndose físicamente, practicando la tabla de gimnasia sexual sin apercibirse de que el amor ya ha muerto.

La poesía de Viloria es sobria, desnuda, con pocos adjetivos: sólo los necesarios, como quería Huidobro. En general, el poeta gusta de concentrar el pensamiento en pocas líneas. Es un conceptista moderno que, según hemos dicho, siente especial preferencia por la antítesis, la cual aparece con mucha frecuencia en dos versos consecutivos y a veces constituye el entramado total de un poema, como sucede en el titulado “Abolengos”, cuya primera parte presenta una serie de metáforas de maderas nobles para definir a la amada y la segunda, otra de maderas de poco valor para describir al enamorado. A veces el poeta logra especiales aciertos, como cuando alegoriza la dialectica del amor simbolizándola en una partida de ajedrez con la amada recluida en una torre que los caballos del amante no pueden asaltar.

Enrique Viloria ha escrito mucho sobre el amor, pero siempre se puede leer entre líneas la presencia de la muerte que es la música de fondo que siempre intenta aguarle la fiesta a doña Venus. Ahora con medio siglo ya a las espaldas, el poeta siente que doña Muerte eclipsa a la Hija de la Espuma y se le transforma por una temporada en musa a tiempo completo que le dicta Último paseo[9] , uno de sus poemarios más logrados y originales. Obsesiona a Viloria el acabamiento, la inexorable extinción de todo verdor. Asume la definición heideggeriana del hombre como un “ser-para- la-muerte”, pero la corrige diciendo que también es un “ser-para-la-vida”. Darle sentido a ésta, potenciarla, es la función esencial de la Pálida. Hay en el poemario una defensa de la muerte digna. El poeta se declara partidario de la eutanasia y, como Rilke, rechaza la muerte de los médicos. No quiere “tubos, enchufes, conexiones”. Su última voluntad es que le cierren los ojos cuando no vean ya signos de amor hacia su esposa o sonrisas para sus hijos. En la introducción al poemario, Viloria nos presenta su declaración de principios sobre la muerte, una visión humanística. Rechaza el suicidio y condena tantas colectivas masacres cometidas en nuestro entorno por los más cerriles fanatismos. Pero en este poemario, el poeta se concentra en una reflexión sobre su fallecimiento y se exhorta a aceptar estoicamente el trabajo de la muerte a la que alegoriza en la figura de una elegante ejecutiva que ejecuta con elegante precisión los necesarios cortes y luego se despide sin darle tiempo al muerto para que la salude. Viloria se ve a sí mismo de cuerpo presente e imagina cómo serán sus exequias. Es una idea muy querida por los románticos. Recordemos a don Félix de Montemar, que en El estudiante de Salamanca de Espronceda, ve pasar aterrado su propio entierro. Pero la visión funeral de Viloria, sobria y escueta, se sitúa en los antípodas del genio de Extremadura. El caraqueño se imagina a sí mismo como un muerto de clase media que recorre la ciudad en un coche de lujo, pero alquilado, como corresponde a su status. Este “último paseo” está descrito con seis certeros adjetivos que causan un impacto funéreo de mayor intensidad que veinte octava elegíacas. Casi olemos el cadáver. Nada de trascendentalismos ni de lamentos. El muerto es un buen señor a quien no le ha sucedido en la vida nada extraordinario y que ahora va a su destino final “tieso, acostado, hierático”, es decir, transformado en mera masa orgánica que se descompone, pero que todavía no ha dejado del todo los convencionalismos humanos. Y por eso va “cómodo, circunspecto” y “maquillado” para disimular el horror y parecer dormido, como debe hacer un caballero. Viloria anticipa los preparativos de su entierro con dos posibilidades: parcela en el cementerio u horno crematorio. En el primer caso, pronostica el clima de la tumba sin que en el pronóstico se pronostique si habrá o no habrá eternidad; y en el segundo, pide a sus deudos que busquen un horno de última tecnología con un intenso aire acondicionado. Les aconseja, sobre todo, que se ocupen de la eficiencia y con estilo notarial les dice: Según el presupuesto, / agradezco / estar pendientes / de la cantidad, / la calidad / de los gusanos, / de la intensidad, / calor / de las llamas. / De la parcela y su ubicación, / de los vatios necesarios. / Todo lo demás – “el número de coches y coronas, las esquelas y obituarios enviados” – carece de importancia, porque el deudo ya es, como diría Huidobro, “un ciudadano del olvido”. Aunque amante de los suyos, el poeta se muestra un tanto escéptico de la actitud que adoptarán ante su muerte y llega a pensar que después del funeral, la única que sentirá su ausencia será su esposa cuando regrese a casa y no encuentre nadie a quien regañar, finísima observación que compartimos todos los esposos que en el mundo hemos sido. Consecuente con este escepticismo, Viloria piensa contratar cargadores profesionales que bailen su ataúd, como todavía se hace en algunos pueblos de Hispanoamérica. En España no se conoce esta costumbre, que a mí me parece especialmente conmovedora. Los portadores dan unos pasitos acompasados adelantando o retrasando el cajón y luego hacen lo mismo a la izquierda y a la derecha, acunando al muerto para que duerma tranquilo. Ya habrá advertido el hipotético lector (mon semblable, mon frère) la considerable dosis de humor negro que tiñe los textos del poemario viloriano. Hay otros ejemplos, como la posibilidad de enterrarse en un cibercafé para que sus hijos y amigos, acérrimos internautas, no tengan más remedio que recordarlo. O su promesa de enviarnos un e mail desde el más allá.com para informarnos de lo que pasa, si es que pasa algo. Por muchas afirmaciones que encontramos en sus textos, nos apercibimos de que el balance viloriano de la existencia es francamente negativo. No tanto por el dolor que siempre conlleva, como por lo que tiene de innecesaria. No lloren – nos dice – pañuelos no ensucien / de abrazos lágrimas / mocos pésames / no abusen / después de todo /¡no valió la pena! Pero a pesar de su pesimismos, piensa que el ser humano debe vivir con la mayor intensidad y autenticidad, dando de sí lo más que pueda y mientras pueda. Por eso deja a sus hijos esperanzas realizables y frustraciones motivadoras. Aunque lo más probable es que el viaje sea hacia la nada – parece pensar Viloria – bueno será que naveguemos.

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