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Éxtasis de Santa Teresa:relato basado en la escultura de Bernini

Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego. Este me parecía meter por el corazón algunas veces, y que me llegaba a las entrañas. Al sacarle, me parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios.
                        Teresa de Ávila
I
Juegan los hermanos Teresa y Rodrigo; les atraen los misterios de la religión, los dogmas que guardan secretos de muerte y renacimiento. Rodrigo es audaz, tiene el sentido de la aventura y la persigue en el medio ambiente que el puesto social adquirido por el padre les ha donado. Se esconde en el fondo de sus silencios la procedencia y el sufrimiento de la estirpe, legado del abuelo converso, Juan Sánchez. Ya esas privaciones quedaron atrás y ahora el padre ha prestado su riqueza obtenida en el Nuevo Mundo y se ha enriquecido en el pueblo de Ávila de Castilla. Tampoco Teresa padece de los temores de la pobreza y la exclusión, y sus inquietudes se han ido en pos del mundo sagrado que lee en la Santa Biblia.

La adolescente no lograba el sosiego del amor y lo buscaba en las lecturas que hacía con su hermano Rodrigo. La mente de los niños se impresionaba por lo que leían, y se sentían afectadas por la anunciada gloria de Dios:

Gozarán de Dios para siempre, para siempre, para siempre . . .
Se acentuaban las prácticas religiosas promovidas por el hijo de converso, que buscaba en sus actos de atrición conciliarse con los dogmas dominantes. Los hijos sentían la misma atracción que su padre, acrecida por la necesidad y por el extraño mundo hallado en libros sobre la vida de los santos y por el falso rigor de una religión impuesta. No podía dormir Teresa. Era la inquietud que la abordaba con frecuencia, siempre a la hora del sueño. Venían a la imaginación las figuras diabólicas que tentaban la inocencia, y la niña adolescente las recibía con temor pero sin abandonar su curiosidad por aquellas apariciones de un oscuro espacio.

Poco a poco, los hermanos iban quedando inmersos en las enseñanzas piadosas y se inclinaban a cumplir sacrificios para salvar su vida eterna. Al hundirse en la locura del misticismo, Teresa y su hermano llegaron a comprender el don del martirio. Ocurrió que después de escapar de la casa decidieron morir en manos del Infiel. No lograron hacerlo y regresaron a la casa para vivir solos, con un padre indiferente, cercanos a la tentación que nace de la solitud. Teresa cayó en una gran depresión y mirando por horas un cuadro en su habitación, repetía constantemente la frase:

Señor, dame de beber para que no vuelva a tener sed
Rodrigo amaba leer el Libro Sagrado. Allí encontraba todas las pasiones que tanto lo abordaban. Sintieron sacudida la curiosidad y se desvió el interés hacia otras búsquedas. Veía a Teresa y pensaba que eso podía ocurrir entre ellos. Ignoraba Rodrigo que también su hermana sentía amor por él, y cuando estaban juntos ocultaban sus deseos con el regreso a la palabra de Dios. Se decía Teresa que las Escrituras siempre tienen razón. El amor es un manantial de donde surgen todas las aflicciones, y únicamente el amor a Dios podía darles la plenitud y el hallazgo. Este amor que ellos veían de cerca los turbaba, les dejaba insatisfacción con el fruto pobre del deletreo de los cuerpos. Pero vivían en el éxtasis de la espera: No se posee sino lo que no tenemos, y cuando lo poseemos se escapa. Deseo de posesión, corporalidad del sacrificio ante la imposibilidad de eludir los embates de la mutua atracción.

La pasión fue quedando en un letargo, o al menos ellos lo fingían, y dedicaban cada vez más su devoción al encuentro divino. En su intimidad, la joven Teresa comenzó a sentir el impulso y el deseo abiertamente, anudados con las imágenes lúbricas que veía en retablos sagrados.

Su padre notó los cambios de la hija y decidió internarla en un convento. La desdichada muchacha se vio atrapada en la maquinaria de la enseñanza doctrinaria que esta vez la envolvería de tal forma que no pudiera escapar. Al concluir su adolescencia comenzó a sufrir padecimientos que la dejaban paralizada y adolorida.

No pudo desde entonces llevar la vida monástica, y halló alivio en otro convento en el que se vivía un ambiente más libre. Su mente estaba condicionada dentro del dogma, pero no todo era tan estricto ni limitaba su natural libertad. Las donaciones de los parientes ricos de las monjas facilitaban el goce de placeres mundanos y visitas de amigos, a quienes Teresa recibía detrás de la ventanilla del convento. Aunque tomó el nombre religioso de Teresa de Jesús, el aristocrático convento le permitió mantener su título de nobleza de Doña Teresa de Ahumada.

El contacto con la vida de afuera creó en Teresa conflictos que se expresaban en fetichismo hacia el Cristo sangrante y en agonía. Se despertaba en ella un desasosiego ante las formas del sacrificio, exaltadas por la prohibición y las privaciones. Pero Teresa nunca dejo de ser una mujer de alto contenido sexual, se enamoraba sin contenerse, hasta de sus confesores. De alguno de ellos conservó devoción y apego, y ya en su vejez desarrolló una obsesión hacia el Sacerdote Gracián de la Madre de Dios, a quien reconocía como una figura de los Cantares de Salomón.

El destino de la monja estaba aferrado a la influencia del erotismo. Dijo que el Señor Jesús la rescató y lo hizo poniendo en su dedo un anillo que representaba el matrimonio. Jesús mostró su cuerpo poco a poco. Ella no hubiera podido soportar la presencia corporal en su totalidad.

La primera vez que vivió un éxtasis ya pasaba de los cuarenta años, y siguió teniéndolos por algún tiempo. Tenía visiones de fervor místico que le ofrecían una segunda vida. Se abrasaba de un violento deseo que ella sentía dirigido a Dios. Ninguna prohibición de la orden del convento impidió la entrega de Teresa a los arrebatos espirituales que sacudían su cuerpo.
La poetisa del amor vio la bandera del Señor erguida, transformándose en la más alta torre, mientras los árboles se llenaban de savia.

II
Hoy hemos visitado el sagrario que guarda el Éxtasis de Santa Teresa, de Gian Lorenzo Bernini, en Santa María de la Victoria, de Roma. No hay desnudo en la obra, pero los ropajes del mármol crean una masa en forma de cascada que nos deja la impresión de la agitación del alma y reflejan el temblor emocional del cuerpo, por la experiencia mística de Teresa. Su mano izquierda cuelga insensible, mientras que sus pies siguen suspendidos en el aire. El cuerpo asexuado del ángel está cubierto parcialmente con una vestimenta que se pega a su cuerpo con formas que copian la técnica clásica de los paños mojados y permiten adivinar su anatomía, sin necesidad del desnudo. La dirección de ondulaciones de la tela de mármol destaca una inclinación descendente: la entrada de la saeta de la fuerza divina en el cuerpo de la monja yacente.
La santa parece pegada a la tierra, arrastrada por su manto, mientras que el ángel se eleva como un espíritu para infligirle el dulce tormento del fuego divino trasmutado en la sensualidad. Ella lo esperaba.
Sólo puede verse su pie descalzo. La monja muestra la exasperación del cuerpo envuelta en sus hábitos. Ahora el ángel tiene la lanza dispuesta para penetrarla de nuevo, y no parece enfilada hacia el pecho; pudiera desde otra perspectiva verse que la punta acerada se inclina hacia abajo y no al corazón.
El manto se mueve con su cuerpo, sube y baja al ritmo de la brisa, fugaz entrada en este templo de sagrada voluptuosidad.

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