Entretenimiento

Gracia Trinidad: La poética del vértigo

Presentación: Medardo Fraile

A manera de prologo: José Pulido: La poesía es tierra de gracia.

Introducción

I. El amor: una escaramuza.

II. Madrid entre osos y gatos.

III. Unos dioses lejanos; unos héroes eternos.

IV. Una soledad inspiradora.

V. La cotidianidad: un regocijo y un fastidio.

VI. Una tristeza imbatible.

VII. El tiempo inclemente.

ANTOLOGIA MINIMA DE ENRIQUE GRACIA TRINIDAD

Contrafábula
El barco de papel de este naufragio
Dificultades
Tablero con papeles
Breve historia de un beso
Sospecha
Si mi alma lo sabe
Amor y cuero
Peregrino a la fuerza
Letanía de estos ojos para mirar mujeres
Canción de amor
Cazador
Perdóname
Salmo en el tiempo
Placebo
Todavía
Sobrevivir a las noches de Madrid
Al final de estas calles
Billete de segunda
Saturnal
Crónica de una tarde de sábado a las seis
La ciudad y la muerte
Gato de Ursaria, el indolente
Gato de Ursaria muestra su desaliento
Sensación en las calles de la vieja Ursaria
Profesión de esperar
Liturgia
Para despertar a Dios
Procédase como siempre
Soliloquio poético del Capitán Garfio
Donde aprendí a leer (Tebeos para las fieras)
Cóctel
Del nacimiento de un oficio
Pirata
Contritionem praecedit superbia
Desordenados restos del verano
Razón de escribir
Primera anotación al margen
Anuncio por palabras
Tratado de los gestos
Paisaje humano
Entre la muchedumbre
Las pequeñas historias
La inquilina secreta
Ritual para un lunes
Digo que sólo a veces, no se alarmen
Restos de almanaque
“Eppur si muove”
Noche en las ramblas
Nana
La puerta de atrás

Biobibliografía de Enrique Gracia Trinidad

Sobre el autor

Me he vestido despacio, una camisa
oscura, un pantalón vaquero;
hace frío y escojo una chaqueta
de paño negro y los zapatos gruesos;
la cartera, las gafas, el reloj,
y a la calle otro día igual que siempre.
Ante el primer escaparate
el vértigo me asalta y me doy cuenta
de que el frío a evitar es otro frío,
que estoy casi desnudo:
hoy salí como tantas otras veces
con todo el corazón al descubierto.

* * *

Apagad esa luz
y vamos a jugar a la gallina ciega.

A manera de prologo

La poesía es tierra de gracia

Todo poema, desde la primera hasta la última palabra, contiene una tormenta y un refugio. Todo poema es el retrato del espíritu que lo escribió. ¿Para qué definir a un poeta que estremece, conmueve, acongoja, melancoliza, asombra y vuelve a hacerlo cada vez que escribe? Sólo es sensato defenderlo si lo encarcelan, leerlo si lo publican, acompañarlo si está solito y quererlo como si fuera el hermano hermanazo que anda extraviado en la lejanía.

Definir a un poeta es tan difícil como agarrar con una mano, en el aire o en el agua, a un pez volador. Y no es que le esté sacando el cuerpo a las dificultades. Lo que ocurre es que la poesía de Enrique Gracia Trinidad tiene un valor intrínseco, es como un aguacero o una fruta. Chisporrotea, crepita, endulza, acuña amarguras y dulzuras, después que ha logrado fluir desde ese hombre, que viene a ser como la fuente donde nace el agua.

Enrique Gracia Trinidad invoca la vida en todos sus niveles y la muerte en cualquiera de sus instancias. Leyéndolo se recorre en un segundo la vida de cualquiera, la muerte en común; el presente estalla como un geiser, el pasado le rasca la espalda al más pintado y el futuro se avizora de manera instantánea como lo que es: la melancolía de lo imposible.

El primer sentimiento que inspira, a quienes tenemos la palabra como norte, es el de la envidia, porque en una sola línea suya se refleja este tiempo, hablan todas las voces, aparecen el ser desconocido, la familia, los recuerdos, el pájaro, la mesa, la ilusión, los resultados de vivir con el corazón vuelto camisa.

Las calles de cualquier parte, las esquinas del mundo, los sueños míos y los del esquimal, están registrados en su poesía, como si él solo fuera la entrada a la biblioteca de Alejandría, a la biblioteca infinita de Borges, a la biblioteca dispersa entre nosotros. Todos los libros son su aroma.

También es la vida que vivimos. Enrique Gracia Trinidad es un hábitat, por donde quiera que se le mire. Es un universo, que sorprendentemente ha brotado en España y tiene significado en Venezuela, en Venus, en Islandia, en cualquier parte donde haya mediodía. Conocer una palabra suya es ver la rama de un árbol inmenso. Tiene flores y espinas, arenales y bosques, fauces y nidos tenues. Caudales desatados y ojos de ciervo castaños de escopeta.

No es exageración: su poesía interpreta la realidad y la ficción del hombre más inteligente y del ser más oscurecido. Es la abuela esgrimiendo sus dulces inimitables y edípicos, el recuerdo infantil, la inquietud adolescente, la reverberación juvenil, la madurez desesperada, la vejez enamorada de lo que se ha esfumado.

Esa poesía lo tiene todo. Si fuera una vacuna nos salvaría de la desesperación desesperándonos. Si fuera una música nos rompería los tímpanos tiernamente. Si fuera una oración, llegaríamos a conversar con lo sublime y obtendríamos respuestas universales, en el centro de una plaza municipal. Si fuera un alimento estaríamos amándonos.

Deberían leerlo en las cárceles, los hospitales, los orfanatos, los cuarteles; en las universidades, en los manicomios, en los congresos y en todas las misas. El mundo cambiaría: ese poeta es un mercado de sueños, un soplo huracanado, un perfume en la piel de Jesucristo, es nardo y gasolina, azahar y verbo desangrado, corazón y zapato, velorio y carnaval.

Yo quiero a ese poeta. Yo entrego mi pobreza, mi riqueza y mi rostro, para que siga existiendo ese poeta. Yo quisiera haber nacido en la casa de al lado, de donde nació y creció ese alquimista de la fe. Ni siquiera hace falta que lean su curriculum: miren mi alma estremecida. Yo que pensaba y soñaba que escribía. Ese es un monstruo de amor y desparpajo. Ese es un ángel con amnesia.

Enrique Gracia Trinidad es un asunto interminable.

José Pulido
Caracas, 2006

Introducción

El presente texto no obedece a más razones que las que se derivan de la simple comunión de emociones que comparto con este apreciado poeta madrileño.

Estas líneas son la genuina ratificación de que la palabra poética es suficiente para compartir puntos de vista existenciales, indagar en las más insondables motivaciones del amigo y ejercer una solidaridad personal que este mundo individualista pretende poner de lado.

Para Enrique Gracia Trinidad, mi tocayo español, vayan estos comentarios que testimonian – muy francamente – mi admiración por el hombre y mi respeto por ese indiscutible poeta mayor de nuestro común idioma.

Enrique Viloria Vera
Caracas, 2006

I. El amor: una escaramuza

Da igual para entendernos, que la lluvia de abril
ponga muecas en octubre
que tengan más de un ojo el huracán,
el cíclope,
la perdiz de los trajes o el pirata del cuento.

Da igual que tú te calles
y que yo no conteste.

El amor puede ser un ir y venir, una toma y daca, un sí y un no, dos silencios que todo dicen – “alguien empujó palabras que no fueron y no dijimos nada” – un bullicio que oculta la voz de los amantes, un diálogo de sordos en el que ninguno habla. En la poesía de Enrique Gracia Trinidad, el amor presuntamente duradero, el flirteo deliberado, el ligue ocasional, el idilio pasajero, la ilusión fugaz, son una permanente escaramuza, un ardid inesperado, una astucia escondida, una oculta añagaza, en la que sólo parece triunfar el desamor y el desencuentro.

Confiesa el desahogado poeta que un día cualquiera, sin personales sospechas, abrió la puerta de sus adentros a la promesa, pensando, ingenuo, cándido, inocente, que todo era bueno: “por eso atropellaron mi garganta / los feroces caballos de la duda, / las mentiras a sueldo en los armarios / de la sombra y el polvo, el silencio que tiene / una amenaza en la costura, / la mueca que subsiste / tras la risa fecunda de los enamorados”.

Desde aquel momento infausto en que los portones del afecto del escritor quedaron abiertos para siempre, desgonzados y de par en par, el propio poeta revela que – ciego a medias – se vio a sí mismo cruzando la gélida brisa madrileña con un canto de desesperanza en las manos. Ese primario y patético himno de soledad y tristeza que luego transmuta, bienaventurado y agradecido, en salmo permanente y optimista, es el que un escritor afligido despliega una y otra vez, tempranamente acongojado, en pesarosos folios, en tristes anotaciones, en quebrantados versos, en dolidas confesiones, a fin de que todos tengamos en cuenta y sin apelaciones que las certidumbres totales son siempre peligrosas y por lo pronto: “Uno a veces cree tener un espacio de tierra / sobre el que descansar tiernamente la mirada. / Un hombro para hacer / que las horas no acusen el sabor del ajenjo (…) Pero después, casi siempre de noche (…) el sudor es un néctar / apurado en el filo de las más íntimas caricias / y el amor es un grito que nos duele en el pecho”.

Tiempos de amores dificultosos, – “y a veces nos queremos” – de tempranos vértigos, del corazón apabullado por la pena, incapaz, a pesar de sus furiosos latidos, de acortar las distancias que habitualmente se hacen más lejanas y confusas de recorrer; terriblemente turbado reconoce el poeta: “Sé que es mucho más digno / sofocar en alcohol los amores ausentes / (siempre hay algún amor ausente, / hasta el que se marchó) (…) Debo pensar que la esperanza, / diosa tan frágil como el polvo de agosto, / no es de verdad violada / por la lujuria de este tiempo insurrecto”.

Apuesta entonces el poeta por el olvido, lo convoca con vehemencia, reconoce que: “Lo más difícil es / que las fotografías rocen sin abrasar / las horas degolladas, / acaricien sin daño / los encajes duros de las horas que fueron”. No quiere el poeta desperdiciarse en los imposibles regresos, en las absurdas reconciliaciones, aunque desea rescatar, sin embargo, “la canción más oculta, sin sangrar, / sin hacer de la vida cotidiana / un esperpento”.

Y pasa que, a pesar de las advertencias a sí mismo, la vida puede convertirse en un verdadero adefesio y la existencia cotidiana transformarse en pura facha carente de sentido: “El resto es siempre fácil, sucede simplemente”. En versos del desasosiego, en poemas de la revancha, el sobrevenido desamor del poeta se va duchando y repartiendo durante un largo y estéril período en lechos diversos y en amaneceres sin mañana; con el instinto del que busca para encontrar, el macho se tropieza con la hembra en pasajeras habitaciones de burdel, en la repetida sordidez de los hoteles de comida rápida, en la ingrimitud de una masturbación a dúo, en carromatos desvencijados, en ese placer solitario que sólo una sacudida memoria registra para construir una historia pasional alimentada de prontos olvidos.

Así, con ánimo de lenguaje escolar, con espíritu de tarea obligada de primaria, de agudo ejercicio de gramática para sorprendidos novicios, el escritor escribe sus preposiciones simples para relacionarse juguetona y complejamente con la feminidad: “A, ante, bajo, con, contra, de, desde, en, entre, hacia, hasta, para, por, según, sin, so, sobre, y tras…ellas”.

El poeta juguetea, bromea, se entretiene, retoza con las damas, y a fuer de tanto jaleo crea y patenta su propio y muy personal Juego de damas en el que participa un variopinto y fenotípico universo femenino: locas y cuerdas, espontáneas y recatadas, conocidas y por descubrir, sádicas y masoquistas, fortuitas y contumaces, magas y hechizadas, solas y acompañadas, únicas y compartidas: “Tantas famosas, olvidadas tantas, / de nombre falso o nombre verdadero, / sin un doblón o con su buen dinero, / bellas, feas, doncellas, suripantas, // listas, muy tontas, pecadoras, santas, / de memoria feliz u olvido fiero; / siempre con un poeta zalamero / a su servicio y miles a sus plantas”.

El humor y la ironía – ambos “han formado parte de mi vida y, cada vez más, de mi escritura (…) A ver si lo consigo” – se unen al amor pasajero, al ligue, a la temporalidad, a la insensatez, a la sorpresa, a lo imprevisto, a la sonrisa, en la poesía pasional de Enrique Gracia para crear diversas categorías de mujeres provenientes tanto de la más palpable realidad como de socarronas fantasías, y lo consigue:
• La desterrada: “Se sentó en el asiento junto a la ventanilla, / apoyó la cabeza, y vi el reflejo de su rostro: / tenía una sonrisa de las que no dejan salida. / – Voy un momento por tabaco – dije. / Seguía ensimismada. // Sus ojos se agrandaron a lo lejos, / cuando dije adiós desde el andén. / Ni ella ni las maletas regresaron jamás”.

• La fugaz: “Y no volví jamás a aquel mercado, / mi número era falso, no sé si lo era el suyo. / Un simple kilo de cebollas / no podía costarnos / toda la vida”.

• La chuleada: Sorprendido en sus más genuinas intenciones de irremiso caballero andante, el poeta declara belicoso: “me batí como un bravo por sus ojos”. En sus andanzas de cortesano y contemporáneo hidalgo – “y yo un perfecto caballero: / Quijote, Bradomín o Luis Candelas” – el trovador acude esta vez, ardido, heroico, al rescate de la presunta dama encarcelada, sólo para terminar fríamente procesado, sentenciado sin piedad, gracias a su propia confesión condenatoria, la cual reza: “… el chulo aquel de la paliza / era su novio (…) aparecí de pronto / y apuñalé a su hombre / con aquella navaja que ella misma / la había regalado. // Afortunadamente, el tipo no murió…”
• La reglada: “Y todo se voló por la ventana. / El genio de la lámpara y yo mismo / nos marchamos a golpe y a contracorriente: / Montón de polvo y libros y cigarros, / vivimos ahora solos y sin que nos ventilen”.

• La rubita de la hora final: “No se está mal en la cornisa. / Te miran desde abajo, llaman a los bomberos, / a un psicólogo, a un cura (…) Aquella rubia de la esquina / que no me quita ojo desde abajo / es un encanto, / o eso parece desde arriba. / Si me la hubieran presentado ayer, / ya no estaría aquí, ni ella tan lejos. (…) En fin…/ ¡Apártate, rubita, que aunque quiera, / no quiero aterrizar sobre tus brazos!”
• La todo riesgo: “El karate y el judo parecían sus padres adoptivos / y entrenaba diez horas por semana. Le encantaba ir al cine; / Schwarzeneggger, Bruce Lee, Van Damme y Rambo / eran sus favoritos: (…) Pero todo eso era llevadero, / cada uno es como uno quiere; yo también tengo mis manías / y al principio la vida me parecía emocionante. // Una tarde volvió con tres paquetes / – Son un regalo – dijo. / El primero, de un sórdido sex – shop: una máscara negra de cuero con tachuelas; / otro paquete, más pesado y tosco, de la ferretería: ganchos, cadenas, cuerda / y unos cepos de aparato medieval. / No abrí el tercero pero abrí la puerta / y bajé la escalera como ella los torrentes”.

• La comeflor: Luego de la traumática experiencia vivida con la deportista forrada en ropa de cuero y dispuesta a cualquier aventura sexual de alto riesgo, el poeta, más consciente de sus limitaciones físicas y eróticas y en busca de fantasías ajenas menos peligrosas y atrevidas, se fue a vivir “con una pelirroja, / pobre, fea, desgarbada, pero / sólo tiene geranios, tiestos de marihuana / y ositos de peluche”.

• La maga: “Juguetona de cartas y zodíacos, / algo vidente, un tanto curandera, / camelaba a sus pálidos amigos con arrumacos de vampiro (…) – Ya sé que tú eres bruja – insisto – / lo que no sé es si creo en brujas de tu especie / Me llana inútil y me ignora. // Ahora que se marchó con otro inútil / que hasta tiene consulta telefónica, / ahora que no la veo ni en mis sueños, / pienso en el mal de ojo / cada vez que me duele la cabeza”.

• La higiénica: “ Una de aquellas tardes, / húmeda espalda, perfumada sombra, / con el calor del baño hecho promesa, / no esperé a que saliera / y entré sin previo aviso: ´Oye cariño…’ / El gel a medio abrir me recibió en el suelo; / una pierna, dos vértebras y el codo / me dejaron inútil para todo un semestre (…) Ella sigue dejando los jabones y el resto de las cosas / donde le da la gana”.

• Las intolerantes: En una conducta más temeraria que su ilusorio suicidio, el poeta nos comenta la osadía de vivir con dos mujeres a la vez y en la misma casa: “Os adoro a las dos pero no entiendo / que más allá del sexo os mostréis incapaces / de ser civilizadas. // era hermoso querernos, hermoso aquel barullo, / que los vecinos sospechasen / y Hacienda no supiese / cómo clasificarnos. / Pero al final un simple plato de lentejas / retorció el cuello al cisne de nuestras aventuras. / A una le gustan en puré, a otras caldosas, / y yo las aborrezco desde entonces: Mientras las dos alzabais las cucharas / como argumento arrojadizo, / supe muy bien quien era el que estaba de más”.

• La narcisa: “Hay un espejo en el vestíbulo, otro en la entrada, dos en el salón, uno en todas las puertas de todos los armarios y el baño es / un espejo dondequiera que mires (…) Mi Narcisa de espejos hace muecas, disfruta de perfil o frente / a frente, y yo me siento horrible Quasimodo. // Tengo que hablar con ella, en serio, de una vez, sin miramientos, / o acabaré viviendo con capucha”.

• La peregrina: En otra de sus tantas andanzas imaginarias, esta vez el escritor se convierte en devoto y mentiroso peregrino que caritativo transita el Camino de Santiago para toparse de lleno con otra peregrina deslumbradora a quien auxilia en su recorrido piadoso: “Sus ojos eran de hayas en otoño, / su sonrisa de libro y lo demás / como para volver loco al apóstol / cuando llegase a Compostela. // Así que la llevé en mi coche (…) Su perfume de lavanda me hizo olvidar que no iba a Galicia / y otros asuntos eran mi destino. / Junto al castillo de templarios / paramos a reponer fuerzas. / Cuando estaba pagando la empanada y el vino, / oí el motor del coche. // Me dejó su cayado, la venera, y un palmo de narices con recuerdo a colonia. / Caminé todo el resto del verano / como un imbécil, con la boca seca, / pero he ganado el jubileo”.

• La camarera: “…mueve con tanta gracia su cintura, / que hay que ser muy hábil para cogerla al vuelo / – Señorita, si no me trae usted ese café en persona, / podría cometer una locura: / renunciar a los miércoles de cine, hacerme monje, / subir las escaleras dando brincos, / llorar, cambiar de sexo, / de marca de tabaco o de conciencia / votar a quien no sé o echarme al monte…- ¿Cómo dice, señor? / – Nada, nada. Verá… / que me traiga un cortado por favor (…) – ¡Los hay raros, – está pensando ahora – / mira que hablando solo! / – las hay más hermosas – pienso. / Y el café se enfría”.

• La lectora: “Una mujer leyendo en el vagón del metro. / ¡Ah, si fuesen mis poemas / y ese libro lo hubiese escrito yo! (…) Cierra el libro…de prosa: / una historia de moda hecha negocio, / cine, publicidad, tele y escándalo, / de no sé quién, y ahora que más da. / La traidora se pone en pie y se marcha, / ni me mira”.

• La vecina: “Cuando la ve subir por la escalera / sin llamar a la puerta ni mirar siquiera la mirilla o el felpudo, / se le amargan los versos y la vida, / y se jura a sí mismo no escribir nunca más. // Pero al día siguiente, ella / vuelve a bajar camino del trabajo, / pasa junto a la puerta y su perfume / de nuevo emite música dulcísimo / que el ascensor reparte por los pisos. / Entonces él esgrime su bolígrafo, / olvida su juramento y sólo piensa / en volver a escribir versos de amor, / o en alguna locura semejante”.

• Las sodomitas: “Aquellas dos viejas mujeres / también habían sido jóvenes. / Gozaron y volvieron locos / a los hombres pero jamás / enloquecieron ellas. // Al ver tanto alboroto en la casa / de su vecino Lot, temieron / que algo muy grave ocurriría, / así que huyeron de Sodoma: // Estaban ya tan lejos cuando / miraron hacia atrás que nada / les alcanzó. Ni sal siquiera”.

• El travestí: “Fue una noche de las que no se olvidan / aunque apenas recuerdo / lo que pasó en la madrugada. / Cerveza, kalimocho, hierba y vodka, / ella, que era la reina de la fiesta; / se me cruza como un toro / y me pasé lidiando la jornada. // Me desperté en la puerta de mi casa / con la cabeza igual que un yunque al sol (…) A mi lado un colega susurraba a gritos: / – ¡Se llamaba Manolo / y antes de atiborrarse de silicona / fue cargador de muelle en Cádiz!”
• La olvidada: Y el olvido, ese sentimiento que es “como las lágrimas y el sueño / que ya no se recuerda”, tantas veces buscado, demandado intensa y desgarradoramente en versos, emociones y enterezas por el poeta, llega tarde, pero llega: “Luego el tiempo se fue tornando mueca / dura sobre los muebles y las cosas, / tu mano terminó por asfixiarme, / tu abrazo no contuvo el duro invierno, / los besos fueron bosque requemado / y la sonrisa un álbum con las hojas heridas // Ahora que ni regreso ni me miras, / dudo si me quisiste o te quiero”.

• La última dama: “Cuando la muerte tiene ganas de jugar / no hay quien la aguante // Hace trampas (…) es la mujer más fullera / que he conocido nunca. // Y lo peor / es que no necesita hacernos trampa / para ganarnos la partida”.

No tan fácil ni prontamente recupera el poeta la esperanza, porque áspero, muy bronco y rugoso es el camino para toparse con ella. En efecto, de acuerdo con Gracia Trinidad: “Para llegar a la esperanza, vivos y suficientes, / hay que colmar de risa los bolsillos, / cuero de sinrazón en los costados; / sondear el abismo de la duda / y salir a las calles / con una muestra mineral / del hombre entre las manos. Hay que hacer esta ofrenda / en el altar extraño de los sueños, / con el barro que nace de los primeros gritos / y las últimas lágrimas”. Conquistado finalmente en lo más íntimo de sus querencias por genuinos y honestos sentimientos de solidaridad y benevolencia, el poeta va aceptando que no toda escaramuza en el amor es inevitablemente una derrota irreversible de la esperanza, aunque sin lugar a dudas: “la partida es difícil, / cayeron tantas piezas que al tablero le duele la nostalgia”.

El escritor se reconcilia lentamente con sus adentros: “Aquello ya pasó, en el silencio / están recuerdos y canciones, / el barco de papel, la luna de galleta y celofán, / el pájaro imposible, / cascabeles absurdos que siempre se mecieron / en el estaño solo de mis ojos, / la casa abandonada por los nuevos reptiles de la prisa, / el árbol habitable, / todo el otoño gris que desdoblaba el argumento”, e intenta también decidido reconciliarse con sus afueras: “Seguiremos andando, / haciendo sonreír estas manos prestadas, este rostro adherido a nuestra piel / de esclavos y señores (…) Nadie condenará el delito / de haber nacido humanos”.

Imbuido nuevamente de la esperanza – “no sé que voz habrá que destemplar para volver al punto del camino / donde pudo perderse la esperanza” – ya que hablar de franco y literal optimismo es mucho decir en la poesía de Gracia Trinidad, el madrileño arriesga otro futuro, transita otro vértigo, apuesta fuerte por su necesaria felicidad, firmemente seguro está de que: “En algún otro sitio / volarán las palomas en torno a los estanques / mientras arrecie la tarde sus espejos tristes (…) Entonces esta piel, / menos dorada y más hecha sonrisa, / ya no será la misma, no engendrará lagartos / ni querrá seguir siendo descubierta por el agua (…) Por fin dará vuelta / el barco de papel de este naufragio”.

Y quien convoca la esperanza la obtiene, decimos los esperanzados: aparece cuando menos se la aguarda, llega súbita y silente, sin aspavientos, casi sin identificarse, porta nombre propio y a veces paradójico, es capaz también de adoptar un seudónimo, de ser llamada de una u otra manera. El arribo de la bienvenida esperanza hace posible un nuevo atrevimiento del poeta, quien, recuperado de los naufragios en tierra firme, vuelto a ser el eje de su propio centro vital, se siente capaz, ahora, de escribir, a ritmo de rap, pretendidos poemas de amor con destinataria específica: “No hay sombra fuera de tu sombra / y sin embargo, cualquier luz / que no te pertenezca es sólo noche”.

Alejado de las ficciones literarias, de los encuentros de retrovisor o de parada de autobús, más allá de andenes y terminales, supermercados e ironías detrás, el poeta, menos fatigado, hilada sólidamente su esperanza, reconoce sin vergüenzas que: “Nunca supe escribir / un poema de amor. / Lo intenté, pero siempre se pusieron de por medio / otras historias otros domésticos asuntos, / el cansancio escabroso de tejer la esperanza / con el hilo malvado de la incredulidad”. Ensaya arduamente el escritor, toma apuntes a mano limpia, en el ordenador, borronea sobre servilletas, escribe en papeles membreteados, en prospectos y catálogos, a ver si obtiene, si le llegan o se presentan oportunos en su inspiración unos versos de amor “al itálico modo / o en cualquier otro estilo, la forma es lo de menos”.

Argumenta y refuta el poeta, esgrime razones a favor o en contra, sopesa el esfuerzo, se autoconvence plenamente de la futilidad de la iniciativa literaria para prontamente deshacerse del atropellado proyecto poético. Sabio, experto en versos y otra vez en el amor, luego de largas y complejas reflexiones, Enrique Gracia analiza, desecha y elige la vida con su amada y no la letra para su amada: “El amor o el engaño que supone su juego, / esa locura rara de la que nadie escapa, esa alegría que sube del estómago al labio; / ese vaivén de risa, ese dolor que tiñe / los colores, que rompe cuanto encuentra a su paso, / es mucho más gozoso vivirlo que ponerlo / de pie sobre el papel, pedante y disecado”.

Pero muy entre nosotros, que a esta íntima confidencia nos atrevemos luego del exhaustivo análisis de versos e intenciones del poeta, rechacemos enfáticamente la conclusión de nuestro escritor. A su modo, en su propio estilo, a la manera graciatrinidad encontramos entre sus resueltas y aventureras letras, entre su reiterado desenfado, unas palabras de afecto, pasionales, unos versos amatorios que ciertamente nada tienen de “fórmulas gastadas. De poemas de amor, – los típicos, repito, / los tópicos, los mismos, los de siempre…” Y para el registro de este afectuoso estudio, y a objeto de que cada lector lo lea e interprete desde su personal perspectiva y situación existencial, ahí va pues ese poema de amor que tantas horas, dudas, tinta y caviles supuso para el escritor y que al final pergeñó, armó, construyó, escribió y comunicó – disimulado y anhelado triunfo de sus letras – para que fuera tan propio y distinto como sus adentros lo requerían:

“El Paraíso debe estar vacío, / si tú no estás, quién va a querer estar, / Sé que andan de tertulia por la puerta, / incluso Dios mira el reloj y fuma / y se hace el remolón hasta que llegues. / Entonces todos entrarán de golpe”.

Sin duda alguna el ansiado sosiego está de vuelta, conquistado el huidizo reposo. Otra vez – a su peculiar y cínica manera – entre murmuraciones y refunfuños, a regañadientes, el poeta acepta: “¡En peores garitas hice guardia! / Así que decidí volver contigo; / tragar saliva, soportarte un poco, / y ganarme los cielos a tu lado. / No puede ser peor que lo que tú / llamaste infierno con tu voz caliente”.

Reconoce el escritor que su nueva realidad es un Salmo en el tiempo, un cántico compartido, un ferviente deseo de alejarse de viejas batallas de guerras civiles en receso, de alguna que otra derrota pasajera, que es hora de cicatrizar las heridas sufridas en las escaramuzas del amor y reconocer que: “Mi tiempo es (…) el tuyo, mi amor, un lugar seco / donde la soledad viste de fiesta, / un paisaje que duerme en las imágenes / que decoran los libros, y bosteza / en las letras, los números, los signos (…) Son jornadas de sombra y de ceniza / que han tenido su fuego y su presencia / y acaban por buscar nuevo cobijo / entre las manos agrietadas, lentas, / entre los ojos que no ven apenas / en las espaldas que se duelen siempre / en las rodillas que beso el cansancio”:

Y para que no quede duda alguna del rigor de sus últimas decisiones pasionales: “Hoy hace veinte años que me aguanta / y a estas alturas / ya se me es más cómplice que víctima”, de su voluntad indomable para preservar lo obtenido, para sostener lo tanto codiciado y encontrado: su bálsamo, su descanso, su pócima, su analgésico, su vasija, cura de amor, la calma , el deseo de estar vivo, arrebato de estrellas, Enrique Gracia Trinidad en versos que expresan un decidido arrojo y un enconado ardor por amparar a todo trance a su Soledad compañera más allá de ella misma y de cualquier posible ruptura, despedida, escape, huida, desencuentro definitivo, castellanamente y muy en serio el poeta le advierte:

“Si te vas no te olvides / de acuchillarme antes / para que me desangre sin remedio. / Si te vas no permitas / que yo me quede vivo / y recordando por los dos el tiempo / en el que fuimos jóvenes y hermosos. / Antes de abrir la puerta / hiéreme en el costado, / que mi sangre derrame / cuanto quede de ti si algo te dejas. / Que el último susurro de mi herida / sea ciega memoria y rojo olvido”.

II. Madrid de osos y gatos

Mientras la tarde busca en la basura
su cena antes de irse,
mientras la noche coge su abrigo del perchero
para salir de ronda a enamorar plazas y lluvia,
mientras media ciudad se queda idiota
frente al televisor, y la otra media
frente al aceite en la sartén,
frente al tedio infeliz de la tertulia
frente al cristal del miedo que es siempre tan oscuro…

En la desparpajada poesía de Enrique Gracia Trinidad, Madrid, la urbe, su ciudad, es de osos y gatos, a diferencia del consabido e identificador símbolo de la capital española que conserva al oso, incluye al madroño y excluye a los gatos. Dejemos que el propio poeta nos explique el porqué de la asimilación de la ciudad con el oso y la razón de la inclusión de los gatos para caracterizar a los naturales de Madrid.

En lo referente a la dimensión osuna de Madrid, a esa bizarra y en desuso denominación de Ursaria para distinguir, en un momento dado, a la urbe castellana, el escritor nos recuerda que: “Es uno de los nombres legendarios de Madrid que viene a significar tierra de osos. Corresponde a los muchos nombres que se buscaron cuando no era correctamente político que Madrid hubiese sido fundada por los musulmanes españoles y decidieron buscarle todo tipo de leyendas y nombres fabulosos”.

Por su parte, en lo concerniente a los gatos, el madrileño explica: “Es el apelativo que puede ponerse a los madrileños, desde que en el Siglo XI, subían las murallas de la conquista de Toledo o del propio Madrid, musulmanes ambos, en las tropas del Rey Alfonso VI, ayudándose tan sólo con unas dagas que introducían en los intersticios de las piedras”.

Y estos esclarecimientos un tanto históricos e idiosincrásicos vienen a cuenta porque Enrique Gracia Trinidad de Madrid es también Gato de Ursaria, un misántropo heterónimo que el escritor confiesa llevar bien dentro de sí y que, de cuando en vez, aflora a la superficie, a la vista de todos, para testimoniar el tedio de la convivencia, el fastidio de compartir, “el deseo de que nos dejen en paz y no ver a nadie y no aguantar convencionalismos y componendas sociales ¿o no?”.

El poeta madrileño, en fin, Gato de Ursaria, temprano y tarde, niño y adulto, solo y triste siempre, al descubierto y encapuchado, se desplaza a su antojo por la villa que lo hace irremisiblemente urbano para transformarlo también en inequívocamente intimista. La poesía de Gracia Trinidad se nutre del entorno físico y social de Madrid para que sus versos pronuncien aquello que el escritor lleva en el más oculto rincón de sus emociones, el poeta es la ciudad, la metrópoli es el poeta: “Acaricia la tarde sus ojos de astracán / y comienza a llover (…) Madrid, Saturno desquiciado, bebe más lluvia, sigue su banquete, / a punto está de ebriedad, del hipo, / de ser la risotada de taberna, / de jugar al traspiés, medir el suelo / y devolvernos a la tierra / como una digestión insoportable // Son ya las diez y es tiempo de marcharnos a casa”.

Enrique y Gato se confunden, Madrid y el escritor se hacen uno, para que todos, ciudad urgente, escritor desenfadado y gato aventurero y odioso vaguen entre las gentes enumerando emociones propias y ajenas que los identifican y diferencian a la vez: “Cada calle se acaba en un espejo / donde el tiempo no para de contar mentiras. / Cada minuto cuelga de una rama, / se desploma, y es arrastrado / hasta el desagüe de los sueños. / Cada semáforo devora su merienda de cuellos, / su grito de luciérnaga forzada, / su trinidad obligatoria y ciega. / Mi soledad habita este palacio / de cristal y de huesos, este sollozo de papel”.

Desparpajo, irreverencia, desenfado, ironía, ganas, fatiga, el vértigo de la existencia, acompañan a Gato Enrique, a Enrique Gato en sus reiteradas y mundanas aventuras madrileñas: “Ahora yo también / me pudro / escucho el huracán, / pregunto, ladro, gimo, fluyo como la leche”. Aunque al decir de los cronistas de la época: “hace tiempo que no hay noticias suyas auténticas y fidedignas. Unos dicen que cambió de nombre y volvió a la farándula, otros que se ocultó en un monasterio; y hasta asegura alguno que le han visto en las calles de su vieja ciudad contando historias antiguas a quien quiera escucharle, a cambio de unas monedas”. Sin embargo, algunos de sus más celebrados lances, de sus descabelladas ocurrencias aún se conservan en la poesía caballeresca de Gracia Trinidad.

Salgamos, trepando a nuestro propio riesgo, a recorrer calles, tejados y cestos de basura con Gato de Ursaria para compartir con él censurables conductas y reprochables actitudes:
• Gato, el indolente: “Hacer, hacer, hacer…Gato de Ursaria / decidió que era tiempo de no hacer (…) Gato de Ursaria, el indolente, / se refugió a la sombra de un tejo centenario / (sabido es que esa oscuridad callada / es dulce y venenosa como un beso / y otorga a algunos hombres la locura / de conocer el nombre de las cosas) // Sintió los mágicos efectos / de aquella sombra única / pero no quiso pronunciar palabra”.

• Gato, el abrumado: “Pasó las noches y sus días / turbio de pensamientos, / oscuro de memorias y olvidos, / harto de sinsabores, / imitando a Leonardo en sus dibujos / de proyectos, esquemas, invenciones… (…) y sin haber escrito – y esto es lo más grave – / el poema perfecto”.

• Gato, el viajero: “Sus ojos están ciegos de horizonte / porque saben del rito y el conjuro, / del milagro que ocultan / estas cuatro paredes con olor a despensa”.

• Gato, el rutinario: “…llegó un nuevo día / y volvió a repetirse la ansiedad, / y volvió a repetirse lo de ayer, / y volvió a repetirse tarde y noche, / y volvió a repetirse…”
• Gato, el huidizo: “Mientras todos a coro celebraban / lo que fuera preciso celebrar, / Gato de Ursaria, lento y silencioso, / bebió un último trago de cerveza, / se puso de pie y salió sin ser notado, / jurándose a sí mismo no volver / a pisar un tugurio semejante”.

• Gato, el mal inquilino: “El mundo es una rancia tertulia de poetas / donde nadie recita buenos versos / y ya no se conspira, / donde presume el torpe sin que acuda / quien haga luminosa la palabra (…) Es necesario / ejercer la evasión como un derecho. // ¿Quién ha dicho que el mundo es una casa?”.

• Gato, el torpe teólogo: “Dios es inmenso, verde, amargo, triste, / como un ordenador desconectado, / como la soledad…/ y tan eterno”.

• Gato padre: “Luchad por lo imposible. / Lo que es fácil, será y no se merece / más que un pequeño esfuerzo. / Vosotros pelead por el milagro, / devorad con los ojos el lejano horizonte / y que otros miren la quietud que pisan. / Ahorrad las fuerzas mientras todos griten, / no forméis parte del tumulto, / callad, pensad, soñad; / y cuando cese el griterío / que se oiga vuestra voz si es necesaria”.

• Gato, el impertinente: “Cuando llegó ya estaban a la mesa. / Comida familiar, tregua de insultos (…) Se esperaban las doce campanadas (…) Faltaban dos minutos para el cambio / de siglo y Gato ya no pudo más; / farfulló una disculpa y se marchó (…) Y por supuesto, Gato no brindó”.

• Gato epistolar: “Hice añicos la luna del espejo. / Ya no podía resistir más su respuesta miserable (…) Recogí los cristales diminutos, / teñidos de sangre de mis manos. / Te los hice llegar envueltos en papel de celofán. / No acusaste recibo, pero / jamás podrás decir que no te regalé la Luna”.

• Gato apesumbrado: “Pero la mayor parte de los días / ni siquiera merecen nuestro grito. / Si en ellos se pudiera ser hormiga, / sombra de pez o tarde de verano, / sería ser feliz mucho más fácil”.

• Gato, el temeroso de los espejos: “La soledad es el espejo de la muerte, / allí se mira y remira, se ve guapa afilando el instrumento (…) Ahora es la muerte la que está mirándose / del lado del que antes nos mirábamos, / y se asusta de vernos y nos dice / que crucemos la línea del reflejo, / que está sola y nos quiere a su lado”.

• Gato, el desacostumbrado: “Los desacostumbrados no tenemos asiento (…) Y así vivimos y bebemos, / sin asiento ni alfombra ni lugar; / sin sonrisa, sin beso, sin un hombro. / Y así nos alejamos de la muerte y la vida / para tomar distancia, / para ver la batalla entre las dos / sin importarnos quién pueda vencer”.

• Gato triste: “Aquella tarde Gato andaba triste, / más triste que otras veces – aunque es cierto / que nadie puede mensurar tristezas – (…) Aquella tarde gato procuró / no encontrarse con nadie ni tener / que saludar amigos o parientes. / No pudo conseguirlo, todo el mundo / parecía dispuesto a hablar con él (…) Echó a correr como jamás / supuso que podría y se perdió / con las primeras luces de la noche. / Tardaron años en volver a verle”.

• Gato, el desalentado: “Quiero dejar constancia de estas horas, cedidas al embrujo de la alquimia, perdidas entre frascos y papeles, polvo y colores que ya no pueden más, fracasos y silencios buscando una salida razonable (…) Si mi existencia se hizo turbia, imprecisa, somnolienta; si rebosó la mesa de papeles, matraces y morteros: todo sin concluir, todo sin dar sentido, sin hallar respuesta, de qué vale insistir en que se sepa”.

Pero incluso Gato Trinidad, Enrique de Ursaria, aun cuando disfruta intensamente de su soledad, del alejamiento auto impuesto, del ostracismo voluntario: “a la sombra de un tejo se disuelven / la vida, la existencia, las palabras”, experimenta, muy a su pesar, la necesidad de retornar al bullicio citadino, de regresar a calles y semáforos para sumarse a la anónima vorágine, al vulgar torbellino de los que no saben si están siendo: “Así también es Gato algunas veces, / vagabundo alquilado de sí mismo, / pieza descabalada y miserable / fuera del engranaje de la cordura. // Aunque al final siempre regresa, vuelve / a perderse con otros y ser parte de la común locura y la mentira / común que todos dicen necesaria”.

Reaparece Gracia Trinidad en medio del vértigo madrileño, va de los tejos a los tejados, de éstos a la calle, se incorpora silente a la desconocida muchedumbre que emerge ansiosa y en ordenada procesión de los trenes de Cercanías para tomar presurosa el autobús o el vagón del metro que la conducirá a los mismos destinos de toda una vida: “Todos muy serios, todos muy formales, / de dos en dos, de cien en cien, / de mil en mil, o más, en tropel o fila, / van como tiesas fotocopias, / como hilera de chopos, / como recua de burros obedientes (…) y ni se mueven”.

Se suma el escritor a los apresurados citadinos que engullen su bocadillo de serrano, de tortilla o de calamares en cafeterías repletas y humosas, pide la caña de rigor para brindar con el vecino del vermouth de sifón que grita su contento por la victoria de su madrileño equipo en uno de los castizos derbys que paralizan la ciudad y las emociones para luego poner en marcha los sabios comentarios y las sentencias de rigor, porque estos previsibles conciudadanos: “Cumplen, pagan, se apuntan, rezan, votan… / mientras estén seguros / de que el domingo tocará paella”.

Sin melindres, el escritor confiesa en nocturnos versos, en oscuros aforismos, – “en los espejos de la noche se amontona olvidos” – su condición de sobreviviente en una ciudad donde “nos asfixia el plástico, la huida que buscamos, las palabras / de todos los políticos, el odio sin razones, el cansancio de no haber / aún amado suficiente // Aquí no existe ahora más que sombra, / nuestra sombra, / el dolor de haber sido testigos de la furia, la fatiga increíble de ver en / todas partes el mismo llanto amargo, la misma pena oculta por / sonrisas fingidas”.

No puede ocultar Gracia Trinidad su castellana pertenencia, su madrileña estirpe, el vértigo cotidiano. Así, en desmañados versos urbanos que indistintamente son un canto y un reto, un miramiento y un desafío, un homenaje y una afrenta; descomedido el poeta afirma: “lo más probable es que Madrid mañana, / tenga dolor de muelas”, y asimismo, más cariñoso, mucho más amable, registra: “la ciudad se perfuma, sonriente y despacio / como una buena amante”.

Madrid dual, farsante, hipócrita, es loada y confrontada a la vez por el escritor quien advierte que, en las vías y veredas de su villa, es fácil encontrarse con la vida que “también reza sus muslos / de ciega bailarina por la calle. / Y la ciudad la besa” como con la muerte “enroscada en las plazas, / o tendida a lo largo de las calles / que atraviesan el hígado y el vientre / de esta absurda ciudad; / sus órganos más nobles, / el corazón quizás, aunque no suene, / las costillas al menos, / alzadas como cúpulas, indestructible insomnio de cristal, / centro de gala, / jardineras, semáforos, aceras”.

Concluye el poeta que ambas, vida y muerte se aparejan, se visitan, se frecuentan, se hacen cómplices: “Así van esta vida y esta muerte / celebrando su pacto de vecinas: / se piden por la tarde media taza de azúcar, / van al cine (…) Y esta ciudad, pregunta tras pregunta; / descompone los patios, / huele a ropa mojada y hace exacta la vida, / debo decir difícil; / la disfraza de muerte, la perfuma, le pone un lazo rojo, / nos la entrega con rostro de puta enamorada / y huye”.

Y para que no quede ningún asomo de duda acerca del juicio, de la apreciación del poeta por su ciudad, de Gracia Trinidad por Madrid, por esa metrópoli gatuna y osuna, adulante y envidiosa, besucona y puñalera, cortés y soberbia, sincera y mentirosa, joven y vieja, dulce y amarga, ingenua y hechicera, palaciega y nueva rica, doncella y cortesana, el escritor sin disimulos le dedica este indiscreto poema:

“Ciudad, mujer sin nombre de mujer, / lugar de óxido triste, / anciana misteriosa / exiliada de un cuerpo, / revestida de luz que no comprende. / Ciudad de gritos y mañanas rápidas, / de tardes lentas y de noches largas, / Ciudad del corazón y de las uñas, / del aire fino y la amargura densa. // De ti misma hasta ti, que espere el cielo / hasta ser como tú, mujer hermosa / vestida con harapos cortesanos, / amante loca y descarnada bruja, / de todos madre y a tus hijos ciega”.

III. Unos dioses lejanos; unos héroes eternos

Primero invité a Dios a frecuentar mi mesa,
pero él estuvo ajeno,
distante,
y parecía necesario, al escribir su profesión,
poner la “D” mayúscula que no fue imprescindible
en ningún otro oficio.

* * *

Si alguien los sorprende
en la hierba de un parque, dándose un revoltón
o en un modesto piso de Las Ventas
con un par de mocosos y una nevera a plazos,
le ruego que me avise,
quizás aún esté a tiempo
de quitarme de encima la extraña sensación
que desde niño me devora.

Una divinidad resbaladiza se hace presente en los versos de Enrique Gracia Trinidad para convivir – emplazada y expatriada – con otros irreales y cotidianos semidioses que la ilusionada imaginación del hombre alienta para que la vida tenga su aliviadero abierto y la existencia otra razón de ser más allá de la que le otorga la previsible biología. Con su habitual desenfado registra el escritor esta personal ambivalencia: “El Señor de las Moscas tiene el culo de azufre, / sonríe, / hace gala de dientes / y de puro placer le cruje el esqueleto de la Historia. / Nosotros, agrupados / en torno a los conjuros y los rezos, / tenemos el aliento enrarecido; / una roja penumbra nos invita a la muerte: / Y Dios se nos escapa de las manos como una pesadilla interminable”.

Dios está presente y no en la poesía inmensamente humana de Gracia Trinidad, convive a duras penas con el hombre y es definitivamente exiliado por el escritor; lo exhibe en sus versos para convertirlo ruidosamente, escandalosamente, estridentemente, en ausencia distinguida: “Para que Dios despierte algunos días / hay que hacer mucho ruido al levantarse (…) Toser, si es necesario, cada cinco minutos, / como el que tose para ser notado. // Para que Dios despierte, / llegue a tiempo al trabajo, / y recuerde que estamos aquí, donde nos puso, / habrá que armar barullo esta mañana”.

El poeta se religa para desligarse, se hace trino para ser él solo, no comulga ni le hace reverencias a las impuestas trascendencias, desde su personal e intrincado laberinto humano dificulta la salida a un dios supuestamente redentor, lo ubica, lo identifica, lo distancia y preventivo lo aleja: “Dios dibujó sus párpados con ocre de la tarde / y con un leve gesto de la mano / domesticó la sangre para siempre (…) hizo nacer un corazón de bestia; / una espalda de arcángel desterrado, / una brizna de luz / en un caparazón de sueños y preguntas”.

Asumida sin tapujos su más definitiva condición de hombre terreno, su vértigo cotidiano, su llanto entrañable: “hay un hombre que llora, / se le escuchan los huesos (…) Es hijo, como todos, de la risa olvidada / de algún dios vengativo”, o bien, “Sus piernas de recién resucitado temblaron y cayó”. Gracia Trinidad deja atrás el linaje de los superhombres, la casta de los dioses para reconocerse más y demasiado humano; asume – entre sollozos – el reto de crecer como los rústicos que, despojados de prójimo, cubren su existencia “con una concha de plegarias y de espejos”, para hundirse en la mayor y más irrefutable condición de la existencia humana: “ La estirpe de los dioses / cayó una tarde en el olvido: / Tuvimos que ser hombres a la fuerza (…) a pesar de la muerte, / trabajar el dolor con insolencia, / soportar nuestra estúpida sonrisa; / crecer / como las bestias y las lágrimas”.

Desde la turbulencia de los dioses, Gracia Trinidad se atreve a apostar fuerte y decidido por el vértigo del hombre: “Los dioses creadores callan avergonzados (…) Cuando no tengan dioses / a los que asesinar, comenzarán a devorarse unos a otros. / Lo harán tan bien / que cuando no quede nadie, yo mismo bajaré para coger el fuego”. Recoge nuestro demiurgo la antorcha de la humanidad – “Humano, tan humano, / como sólo podría serlo un Dios”- se apresura a llevarla permanentemente iluminada – llama votiva de sus versos – por los confines de la vida, va de Zagreb a Beirut, de Madrid a Nueva York, de las orillas del Mar Muerto a las basílicas señoriales de imperios en desuso, cabalga de una orilla a la otra, de un conocido rito al diferente, al discrepante; regresa, fatigado, exinanido, exhausto, al Olimpo mismo, a la primigenia cuna mortal de los dioses, para después de tantas peripecias vitales, de tantas corrientes existenciales recorridas, encontrarse de frente, en un cul de sac predicho y concertado, con el Dios de dioses, con la divinidad misma: “Estamos, Dios, al cabo de la calle, / sin árboles, / sin gritos, / desesperadamente extraños, con un dolor estéril / que nos deja la voz de terciopelo y menta”…y retarla: “Cierto es que soportarnos es difícil, / más cuando nos crucemos en las plazas del tiempo, / te reconoceré por el perfume que se yergue de tu risa, / resignada y ausente, / y tú sabrás quién soy / por mis torpes maneras y el cansancio de plomo / de mis ojos”.

Frente al sacrosanto evangelio de los dioses, Gracia Trinidad, nuevo misionero de lo humano, antepone – humanitario y desafiante – profanas escrituras dedicadas heréticamente a los más dilectos héroes de su pérdida y no recuperable infancia: “Pero Dios ha bajado del columpio de nubes (…) Me corro hacia la izquierda para dejarle sitio / y ni siquiera hablamos…” y se hace plena y absolutamente responsable del desafío lanzado a la divinidad: “Es el hombre al caballo de su hechura, / soportando el dolor de la arrogancia; / lo que los dioses no perdonan”.

Acompañemos entonces, apoltronados en el mullido sillón de la sala de estar de su poesía, comiendo “palomitas frente al televisor”, al trovador apócrifo – al escritor deshechizado que dejó de ser fabulada rana de leyenda y estanque por efecto directo de castos besos de inocentes princesas – en la lectura y comentario de sus personales tebeos y odiseas, actuales y antiguos, contemporáneos y clásicos, de este siglo y de aquellos otros que vieron nacer los más recónditos mitos que el hombre acunó, preservó y difundió para, a la vez, crear y demoler a sus más remotos y desemejantes dioses:
• Gilmagesh: Al invencible valiente de mil y una aventuras, el poeta le advierte: “Escucha (…) Uruk, donde los cedros abrigaban tu trono, / ya no existe. / La serpiente comió la verde rama de la inmortalidad / y nadie ha vuelto a ser lo mismo. / Los héroes como tú no tienen una hazaña que llevarse a la espada”.

• Indiana Jones: Como el idílico Ulises se perdió – tiempo ha – en las lejanas y cantadas islas del olvido, el poeta reconoce que el auténtico aventurero en nuestros días es indiscutiblemente: “Indiana Jones quien regresa a su casa / silbando una canción de Tina Turner; / arañas hacendosas, en los techos del mundo, / ven pasar su sombrero”.

• Robin Hood: Con el pulso tembloroso, poco atinado ahora en el ilustre oficio de templar arcos y tirar flechas, el bien amado malhechor de los bosques de Sherwood observa, desde su sempiterna atalaya vegetal, como “el Pequeño Juan da clases de gimnasia / para artistas de Hollywood”.

• Aquiles: El más veloz y celebrado héroe de la legendaria Grecia visto por los contemporáneos y cínicos ojos literarios de Gracia: “tiene artritis y tose con frecuencia, el talón le ha crecido, / y anda vendiendo vasos de cerámica / para turistas sudorosos”.

• Supermán: El rey de los tebeos de mi infancia, el Aquiles contemporáneo, el superhombre –no es un ave, no es un avión – de mis nunca prescritos tiempos, el líder indiscutible de mi íntimo club de superhéroes, el Clark Kent con capa y sin gafas, “el que más corre, el que vuela, / el que sujeta el mundo con sus manos / mientras Atlas se sienta en un banco del parque / para dar de comer a las palomas”, no es, sin embargo, el preferido del escritor. En efecto, Gracia Trinidad confiesa sin remilgos su personal y justificada predilección por El Fantasma: “Y que decir de ti, Enmascarado Duende – Que – Camina, / The Phantom, Mr. Walter, / mi indiscutible favorito. / Heredaste de tus antepasados el trono de la calavera y hasta un anillo cátaro…”
• Schwarzenegger: Más que el victorioso gobernador de la California, de la mítica isla-país de Las Amazonas de Sergas del Esplandián, Arnold, el fortachón, es, hoy por hoy, el vencedor indiscutido de Sansón, “al que incluso le pagan una fortuna por luchar con los malos / sin que le caiga encima un templo”.

• Guillermo Tell: El destino final e imprevisto del héroe helvético por antonomasia es recogido e informado por la irónica prensa roja del poeta: “Guillermo Tell asesinó a su hijo, / la flecha dio en el ojo limpiamente / y dos fotos redondas, de manzana exclusiva, ilustran el suceso”. Y por si fuera poco, el escritor nos da también regocijadas noticias rosas de otros héroes en olvido: “y la Venus de Milo fue sorprendida un siglo de estos / acariciando con pasión, / es un decir, / a los siete enanitos y al último mohicano”. Y es también capaz Gracia Trinidad de formular, en tono de comentarista de farándula y de experto en cotilleo de la televisión española, un subrepticio reclamo por la virilidad y fertilidad de tantos prodigios, por la evidente falta de descendencia de tan atrevidos y aguerridos superseres: “Siempre me pregunté si el Capitán Trueno y Sigfrid / hicieron algo más / que dirigirse lánguidas miradas, / detrás del castillo de Thule. / Lo mismo me pasó con Supermán / y aquella periodista menudilla / que se llamaba Luisa. / Y que decir de ti, Enmascarado Duende – Que – Camina (…) sigue pendiente tu asunto con Diana (…) Dale Arden y Flash Gordon huelen a goma de borrar / de bachiller antiguo; / si no fuera por Zarkov y por Ming / nos habría matado tan largo aburrimiento: Todos igual. / Menos mal que la Dama y el Golfo vagabundo / fueron una excepción con prole numerosa, pero el resto….”
• Peter Pan: “Uno quisiera haber sido Peter Pan. / Uno quisiera – repito -, / no haber crecido nunca (…) Todo esto me tiene triste, me aburre incluso (…) como me aburre incluso que no me llamen James / y que me llame Garfio hasta el mismísimo cocodrilo. // Pero así son estas cosas (…) Permítanme que acabe este poema, tengo un barco que dirigir / y se me ha terminado el papel”.

Y muchas más noticias frescas tenemos de los héroes que alimentan la fábula de sus fábulas. En poemas que son un verdadero viaje en el tiempo, del pasado al presente, que actualizan situaciones, oficios y destinos ciertamente imprevisibles, descabellados, Gracia Trinidad nos informa – convincente – que, por un lado: “Guillermo Tell quedó para contar sus aventuras / a unos nietos que piensan en binario / y ya no le comprenden. // Conan, el gran cimerio; San Jorge y su dragón; / Sigfrido el valeroso, que también tuvo el suyo como tantos; / el propio Peter Pan, que al final ha crecido; / y tu amigo Enkidú, / y el mismo Quijote de la Mancha. / Todos los esforzados paladines de mi mesa camilla; / están haciendo cola / para ver si le dan subsidio al paro”. Y por otro lado, más minucioso y detallista, el escritor nos rinde cuenta del quehacer de otras tantas de sus heroínas y malvadas de su infancia y juventud: “Las hadas buenas de los cuentos viejos / son de una ONG y llevan vaqueros, // Blancanieves montó su propia empresa, tiene siete enanitos repartiendo comida a domicilio: // Alicia y el conejo, dejaron de correr / pusieron un casino y se forraron. // Todas las brujas malas consiguieron sanar sus caídas, / hoy son bibliotecarias, cuidan gatos, / y hacen páginas web para Internet: // cenicienta se divorció del príncipe / y trabaja por horas en una empresa de limpieza. // Caperucita empuja carros llenos / de tazones con sopa y arroz blanco / por los pasillos de una clínica”.

En la medida en que los dioses se disipan, los héroes cercanos al poeta, en franca camaradería, van envejeciendo, se van retirando del imago contemporáneo, para habitar en el recuerdo enternecido del escritor. Convencido Gracia Trinidad de que la realidad es como es, ni buena ni mala, sino simplemente real, concluye su narración detallando como quedó el siglo XXI que transcurre y continúa sin ellos ni ellas:

“Desde que ellas salieron de sus cuentos: / a las varitas mágicas las come la carcoma / los príncipes azules están verdes, tienen reuma y cataratas; / donde dice “bebedme” no hay más que Coca – cola; / nadie fabrica ya zapatos de cristal / y en el bosque del lobo / hay urbanizaciones y piscinas…”

IV. Una soledad inspiradora

Hay una bestia que respira
bajo la piel del mundo, bajo la inmensa soledad
de tantos como somos.

* * *

Papel, papel, papel…todo es papel
sobre el que duerme acurrucada y sueña,
en un pliegue sin fin, la soledad.

* * *

Terrible esta soledad
que se fermenta dentro de mi risa.

Intensa e inmensa es la imponente soledad de Gracia Trinidad, lo custodia a todo evento, lo acecha; sigilosa, a todas partes lo persigue; ubicua, exigente, hostigadora, no lo abandona, no desea redimirlo, no quiere desprenderse de él, dejarlo a sus anchas: se le encima, lo envuelve y busca aislarlo, destruirlo, ensimismarlo. Frenéticamente lo abraza, lo circunda, lo toma por el cuello hasta el ahogo, mientras que el escritor – imbuido del más humano instinto de supervivencia – certifica, en apesumbrados versos, en pesarosos poemas, su firme decisión de no aceptar alienaciones, desechar imposiciones, y, sobre todo, su irrenunciable necesidad de respirar literariamente a sus anchas, prefiriendo siempre el benéfico oxígeno brindado por la poesía, a la que finalmente reconoce, más allá de la soledad, como su más discordante y genuina compañera : “En este oficio nuestro todo está fuera de / lo debido, lejos de la razón: por eso tan a / menudo vivimos sólo para escribir y casi / siempre escribimos para sobrevivir”.

Pasea Gracia Trinidad la urbe de sus desvelos con su permanente y anónima soledad a cuestas, divaga sonámbulo por calles ausentes de fantasía, vagabundea por “las alcantarillas más profundas”, cruza plazas de hormigón y parques de una Madrid monumental, cada vez menos solidaria. El misántropo poeta, circula con las manos entre los bolsillos, harto de tabaco, hastiado de alcohol, con la triste mirada hacia adentro, sin perro fiel que lo siga, y expresa con despiadada claridad, “en un resto de cordura y de palabras”, sus más secretas emociones: “Es esta sensación, / la conocéis, / sumergida pregunta, / deambular por las cosas / que arrugan el deseo de vivir; / lo que me reconoce y me reclama, / lo que siempre termina / llamándome en la calle, por mi nombre, / por el nombre común que compartimos todos (…) Es esta sensación, y lo demás / una mesa de esplendidos manjares / que podéis degustar sin mi presencia; un regalo que quiero rechazar / un vértigo que no me corresponde…”

La soledad experimentada en medio del bullicio, el bar de copas y el terminal de autobuses, el orgasmo pronto y el beso sin compromiso, se unen a la que el propio poeta – silente – lleva muy dentro de sí, para proponerle motivos y temas a una poesía misantrópica, intimista, francamente pesimista, sangrante y desgarrada: “Extiendo mis papeles y me pongo a escribir: Notas, cartas, poemas, fórmulas contra el miedo, la soledad, el tedio” , o más claro y evidente: “Es en ese momento cuando busco / entre mis propios restos como un perro, / y aunque no espere mucho de la vida, / disimulo, Hago versos, me soporto”.

El escritor, experto en desamores y desencuentros, sabio en desilusiones, instruido por el desencanto y la ingratitud, intuye entonces, después de meditarlo largamente que: “Más seguro será no someter / la angustia a las palabras; aplicar las ideas / sobornando el cerebro con un algún paraíso de alquiler; / subsistir quedamente, con los dedos perdidos en la urdimbre del tiempo (…) no pretender la eternidad como una novia complaciente / que aguante el mal humor / la soledad, / el abandono que se ejerce como una profesión inevitable”.

Esta soledad múltiple y multiplicada que Gracia Trinidad reduce a una sola, constitutiva, intrínseca, personal y exclusiva, incita al escritor a refugiarse en la incomodidad de la palabra libertaria, del vocablo luminoso, del verbo ácrata, de la copla redentora, del poema revoltoso: “Las palabras me hicieron insolente; / nacieron para el llanto y para el grito / y se quedaron en mi voz clavadas / como la luz que son, como la fiebre / que terminan por ser, como la sangre”.

Subsiste, sobrevive Gracia Trinidad por, con y en el poema, lo escribe para sí mismo y “para quien no me escucha digo, para quien no está / aquí y no sé si estuvo nunca o llegará más tarde”. Confunde la poesía con la vida misma, con la existencia desandada y cotidiana, la compara – rutinario – con “la taza de café vacía, que llora con amargo / recuerdo su aroma de suicida y el sabor de los / labios”. Aún más, expresa muy urbanamente que la poesía es un tendedero a pleno sol, un secadero de emociones, un alambre de pared a pared, donde se exponen variopintos, sin rubor y a la vista de todos los viandantes: “la camisa de un sueño, por ejemplo, / o el mantel de las últimas derrotas / o aquel pañuelo / que es como un resto de niñez, tan blanco, / tan diminuto, tan herido”, y, más guerreramente, el escritor afirma que la poesía también puede ser: “…versos, hechos sangre, piel o músculo, / bien cogidos con pinzas, agitándose / en medio de los patios, a la luz, / como banderas sin ejército”.

No exento de tentaciones vive el poeta su soledad inspiradora, más de una vez en la ya larga cincuentena de años vividos, el escritor ha sido tentado por el entorno, por su prójimo, por los amigos y los no tanto, para que venda, arriende, permute, hipoteque, done u otorgue en comandita simple su libertad creadora y sus celebrados afanes por ser distinto. En sincera confidencia vital, cuando ya el destino queda irremisiblemente en manos de uno mismo, el poeta reconoce: “Enhorabuena, chico. Has conseguido / llegar a los cincuenta sin vender / tu alma a Satanás. // Nunca confieses que lo intentaste y no se interesó. / A veces la alquilaste, no te engañes, / a pequeños y míseros diablos; / pero eso a fin de cuentas lo hacen todos / y es parte del oficio de vivir. / Lo peor viene ahora, lo más crudo: / cuando ves que ni a Dios ni a Lucifer / les importa lo que hagas con tu vida”.

La palabra y sólo la palabra poética – “Acabado el poema, es posible morir (…) que la palabra quede como un bello cadáver”- es la que continúa cosechando Gracia Trinidad en los disímiles huertos de olivo y ofrenda de sus preces solitarias: “La soledad es un recibo / en esta sala de eco esmerilado / donde es obligatorio moverse con soltura, / sonreír vagamente; / inclinar la cabeza ante las damas, / toser con disimulo, no hurgar en los bolsillos; tener la compostura de las fotos”.

Sigue viviendo el poeta para el verbo, nombra y sigue nombrando, a pesar de que por momentos el poema perfecto, el que no pudo ser, el verso sin objeciones, terco e intolerante, no aparezca impoluto, exacto, preciso, en medio de “las palabras escritas con descuido (…) a la deriva de una mesa”, perdido el poema entre “palabras no usadas, / restos de luna vieja, / sangre que fuera vino, / libros oscuros y papeles ciegos…”

Se resguarda para siempre Gracia Trinidad en la nunca serena bahía del habla poética: “Es una puta descarada que nos sonríe por oficio, / una perfecta zalamera / de la que nos enamoramos / cuando por primera vez nos parece que ya somos poetas”, a fin que su palabra corsaria no sea azotada por el látigo venal, carbonizada en la fogata inquisidora, estrangulada en la horca justiciera. Antes de cualquier impuesto auto de fe, vaticinando la inevitable aclaratoria oficial que inevitablemente le exigirán, confiesa previsivo el poeta que su silencio – el que tampoco podrá ser usado en su contra – es como su palabra:

“Este silencio de mi sangre es furia, / grito de libertad que apenas grita, / calavera pintada de albayalde / sobre un jirón de noche; / batalla en el Caribe, que termina en derrota, / plancha de la que siempre se salta hacia el olvido, / arriesgada costumbre en la que Dios / no pasa de grumete. / Este silencio, en realidad, es guerra / que alza un gozoso mascarón de proa / contra la adversidad de la costumbre”.

V. La cotidianidad: un regocijo y un fastidio

Nada como las bolsas de plástico y de mimbre
flotando a media altura en el mercado
bajo las manos de mujeres fuertes,
sobre pequeños carros donde un mundo cabe,
siempre dejando ver un tallo de acelga,
una barra de pan o unas cebollas.

* * *
Me levanté por la mañana,
la fecha es la de menos,
dispuesto a ser vulgar como se debe,
pero no funcionaba la rutina.

Alguien debió quitar los plomos de la mediocridad
o a Dios se lo olvidó que era jornada de trabajo.

Enrique Gracia Trinidad, dual, ambivalente, paradójico, disfruta y aborrece la cotidianidad, la rutina, la diaria usanza, la costumbre. Puede, a la vez, embelesarse con ella o repudiarla; sus versos de espectador agudo y solitario así lo testimonian: “La ropa a veces, mientras duermo, se me marcha a la calle”, o bien: “Me siento mal. / Algo fatiga mi cintura, quizás mi corazón. Debo marcharme / a dibujar también, sobre un papel o un muro; / esa pequeña historia / que a mí / me corresponde”.

El poeta es capaz entonces de prendarse de la cotidianidad del ama de casa, del fontanero, del vendedor de legumbres, del carnicero, de la pescadera, del trajín bullicioso del mercado de víveres, “después de levantarse y abrazar / al primer hombre”, pero también está presto a repudiar la suya, esa rutina que lo sofoca y debilita, haciéndolo pensar que un día más sobre la tierra no tiene sentido, que la vida no amerita de ser vivida.

Así va entonces por la vida nuestro poeta, disfrutando de la rutina ajena y rechazando la propia. Basta asistir con Enrique Gracia al Mercado de las Ventas en Madrid – que puede ser cualquiera de los heterogéneos territorios de la alimentación en cualquier ciudad del planeta: el mercado de todo y para todos de Guacaipuro en Caracas, el escenográfico de la Rue Mouffetard de Paris, el central de los mariscos y moluscos en Santiago de Chile, el de las coloridas especias en Rabat, el del picante ají en Ciudad de México o el de los flamantes atunes y tiburones en el lejano Tokio – para exteriorizar en sus alimenticios versos el regocijo que le produce ver a como se llevan a cabo, aquí y allá, allende y aquende, las transacciones habituales y siempre inéditas, en las que el vendedor adorna su oferta para tentar al consumidor, y el comprador hace todo lo posible por llevarse algo de más o cancelar algo de menos.

Para el escritor un mercado como el de las Ventas “es el paraíso reencontrado”, “un circo de alma insospechada”, donde la vendedora de pescado es una miss internacional, el frutero se alborota con prontitud y el bobo del mercado, el infaltable tonto del lugar, el que carga, poseído por la felicidad las cajas de verduras, ríe por nada; el olor del embutido multicolor compite con los mejores aromas del universo que se perciben en el propio olfato del poeta: “el aire es de limones, de laurel o canela, / de verde perejil, gamba roja, café, / queso manchego, / vida”, y el ordinario y prosaico papel de envolver se convierte en protagonista final y apetecido de tantos entusiastas participantes en el jolgorio, la jarana, el fandango que supone un alegre y variopinto mercado de víveres en cualquier lugar del mundo.

Se extasía y se divierte ciertamente el poeta, no puede ni quiere ocultar su vivaz entusiasmo: “No hay color en el mundo / como el que tiene un puesto de frutas apiladas, / un color oloroso de piel acariciable y fresca. / ¡hay tanta gente aquí, tanto alboroto! / -¿Quién da a la vez? – repite el eco, / mientras un universo multicolor, sin tregua, / sofocante, / desfila siempre igual, distinto siempre, / junto al escaparate de aceitunas: / Se vocea el pimiento con eróticos gritos / y cómplices sonrisas; interrogan al ojo del besugo, / miran en el profundo corazón de la lechuga, / se palpa la manzana”.

Gracia Trinidad hace suyas las leyendas ajenas; las pequeñas historias, las trascendentes anécdotas diarias, que “se dibujan en pálidas paredes, en esquinas que ocultan su dolor y su triunfo (…) Las pequeñas historias esperan a sus novios, / cogen el autobús, / llevan cartera al colegio, / salen del almacén de ultramarinos, / van al cine; / dan de comer a las palomas / cuando saben que el tiempo ya no espera: / Río que se desborda por la orilla cansada de mis ojos”.

Así la cotidianidad del otro, la forastera, se convierte en inevitable motivo poético que el escritor suma a su propio fastidio vital, a su permanente fatiga existencial. Los trenes, los cafés, el metro, las aceras, los centros comerciales, los cines, las esquinas, al igual que los mercados municipales, los bares, la plaza de toros, las tascas y mesones, le brindan al poeta un desechable y variopinto material humano que alimenta también, en más de una ocasión, su inapetencia por la vida, su perenne vértigo personal: “Dejo pasar el tiempo, minutos alejados de este cuerpo, / respiración ajena al espectáculo / que me ofrece mi nombre / y el nombre que le invento a cada asunto (…) La realidad es un gusano que ha comido de más, / tiene la digestión pesada, / no habla a sus vecinos / y se enrosca a dormir en el momento menos oportuno (…) Debe ser lo que llaman asuntos cotidianos, / o costumbre, / o cualquier otra historia que mejor no escribir”.

Sin embargo, reconciliado a ratos con su prójimo de todos los días, el concreto y evidente, el anónimo y tumultuoso, Gracia Trinidad confiesa sin hipocresías su interés por la gente del común, por los ciudadanos de a pie, que se transforman en cotidiano paisaje humano visitado ardorosamente por el escritor con misericordiosos propósitos redentores y justicieros: “Tengo que devolverle lo que es suyo: / las palabras, / el ansía por decirlas como si fuesen mías. / ¡OH, la palabra siempre, / sangre que se derrama del silencio / cuando es asesinado! (…) He de restituir esta alegría, / ¡ya se sufre bastante! / De la sonrisa y la palabra queda / para todos / por más que devolvamos”, o más revoltoso y anarquista todavía: “Y esta palabra debe seguir siendo / soledad disparada, / a quemarropa, / contra la multitud que se disuelve / en un ácido esfuerzo, cotidiano y servil, / pasto de la miseria; / descalabrada sombra del olvido”.

Confirma Gracia Trinidad que los peregrinos de vidriera, los desocupados, los oficinistas, los presos, los recién bañados y afeitados, los bebedores de café y menta poleo, los parroquianos habituales, los fumadores sin remedio, los vecinos de ocasión, los menguados madrileños y los incesantes inmigrantes de diferente color y habla, son efectivamente: “el paisaje humano que busco, / escritura de carne entre las calles, / arañazo de piel / que avanza hacia las horas de la tarde, / Gente. // Espectáculo vivo, improvisado, / que hace suyas las plazas: / hijos del laberinto, / corriendo a los oficios y las cárceles; / desde el humo a las páginas, / desenredando la madeja / para encontrar después la ruta de regreso”.

También se atreve el inconsciente de Gracia Trinidad a salir de paseo para continuar hurgando en las costumbres ajenas, en las cotidianidades foráneas, a fin de contrastar su propia descompostura con el vértigo de algunos dramáticos y descabellados personajes que habitan vívidos sólo en su indetenible imaginación. En efecto, con las “puertas inclinadas / hacia el lado derecho del olvido / que es el lado siniestro de la desesperanza”, el escritor se imagina – en cursivas – el guión que un sueño alocado y repleto de prójimo le sugiere: “Allí una mujer clara, / gótica imagen de la belleza rubia, / fabricante de besos, / me sonríe / y se aleja / y ya es bastante. / Un hombre con el rostro / velado por la nada, / zapatos y columnas que siguen recostándose / sobre el lado profundo de esta casa / – torre, cueva, pretil de olvido – / donde se juega el vértigo / y se cae…”

Nada quiere, sin embargo, el escritor con su propia rutina, con esas “orillas tristes de la necesidad”, con la cotidianidad que lleva a cuestas como una indeseada giba, como una mole etérea más pesada que un Escorial, a ella quisiera renunciar o que lo renuncien: “Mientras los girasoles proponen una huelga / contra un sol que no quiere dar la cara; / yo me siento en el filo de un libro de cocina, / balanceo los pies sobre la eternidad / y echo recetas a los pájaros. // Vaya una forma idiota de perderme otro día”. Nada desea pues el poeta con el automatismo contemporáneo, con las aburridas usanzas personales – “Y permitidme ahora una pregunta: / ¿Por qué no puede ser este poema también un sacacorchos?” -, con un desafecto e incoloro día a día: “La costumbre es la cálida trampa de la vida. / Uno se deja llevar poco a poco y está perdido, / se siente a gusto y está muerto / Hace trampas la luz en la costumbre, / los minutos no tienen nada nuevo – eso ya es viejo – / y es la rutina un óxido, una grama, / una costura ineficaz, / el harapo tendido en una cuerda / que se secó hace tiempo y ya ni gesticula”.

Gracia Trinidad se acerca a ratos a su infancia y adolescencia para desvelarla y dejarla al descubierto en versos que hablan de tiempos que no son ni fueron mejores ni peores…simplemente fueron: “ He llegado esta tarde hasta la misma / calle donde crecí. Lugar extraño sin el juego de entonces ni la risa / rebotando en los viejos portalones: / Cualquiera puede regresar un día, / es fácil retornar pero terrible / porque no se regresa en realidad…” Constata así el escritor – sin añoranzas, melancolías ni nostalgias – que toda cotidianidad es intemporal, que vivencialmente da lo mismo,, aunque, en ciertas ocasiones, deba defenderse el recuerdo y una que otra tradición que hacía la existencia, en su momento, más natural y menos artificiosa: “ni que las calles, – arena, piedra, resto de brasero (…) donde ingenieros fuimos del polvo y la merienda, / fuesen mejores que las calles / que recorremos hoy, / teléfono inalámbrico en el coche y prisa en los colores; / perfectas avenidas / con sus limpias fachas de cristal / tras las que el mundo es eficacia, máster, negocio “on line” y dividendos. // No quisiera que nadie / sacase una opinión equivocada: / Cuarto de kilo de azúcar en su bolsa de estraza / no puede compararse con la belleza hermética de un frasco / de diseño anatómico para la sacarina. / Faltaría más.”

Registra también Gracia Trinidad otras cotidianidades personales y ajenas, más sangrientas y dolorosas empero, como aquellas situaciones sin destino en el las que “siempre queda un zapato después de un accidente, / un zapato sin alma y sin aliento (…) Algo también nos quedará a nosotros / al final de la insípida tertulia donde siempre acabamos, / tal vez un alienígena en el fondo del vaso, / a quien secar las gotas de cerveza y ofrecerle tabaco, / con el que discutir hasta que nos alcance la mañana, / sobre estúpidos versos y atrevidas hipótesis futuras”.

En fin, dejemos al poeta con sus malmirados idos y venires, con sus inevitables andanzas de todos los días, con su rutina negadora, con esa cotidianidad irrenunciable y necesaria que maldita nos impone la existencia: la desdeñosa, soberbia y despectiva vida, ante la cual Enrique Gracia Trinidad, con la única arma válidamente disponible para domeñarla: sus versos, reflexiona sobre lo vertiginosamente vivido y acuerda para sí mismo, estricto y resignado, lo siguiente:

“Nunca estaré de acuerdo con la vida. / Ella no entiende nada de lo que aquí nos pasa, / sigue a lo suyo, ignora lo más simple de mis necesidades, / se oculta a mis deseos, ensordece mis súplicas: / Últimamente he decidido / vivir sólo lo justo / para que esta malvada / no me moleste demasiado”.

VI. Una tristeza imbatible

Para dormir esta noche debería estar vivo

y sólo estoy cansado. Triste.

* * *
No digas que canto triste,

mi tristeza es un espejo
que tu tristeza repite.

La íngrima soledad del poeta vive acompañada de su indeleble tristeza. Un solo, intenso y desgarrador calificativo bastaría para definirlo, identificarlo, delimitarlo, catalogarlo, describirlo, ponerlo en su epitafio y transmitirlo para la siempre escurridiza eternidad: triste.

En efecto, el poeta en variados poemas y múltiples versos, en íntimas y familiares épicas, con sus hijos, Paula y Eduardo, beatíficamente rendidos por el sueño, explícitamente se reconoce frágil y embestido por la tristeza, humilde declara esperanzado: “Quiero creer que no hay por qué dejar / que la tristeza gane, / que mis hijos dormidos a estas horas, / son de verdad lo que sujeta el mundo (…) Pero es inútil”, o bien, a su mujer amada también le suplica la necesaria comprensión para el resquemor de sus adentros: “No me tengas en cuenta la tristeza / que me acosa y a veces sin remedio, es más fuerte y me doblega”.

La tristeza del poeta es paradójicamente el impulso vital de su vida, en ella se deshace para rehacerse, se debilita para robustecerse, sucumbe penosamente para reincorporarse, triste, siempre triste, al permanente vértigo que intenta amaestrar sin manifiestos resultados. Afligido, el escritor constata – apremiado – que hoy, en este minuto postmeridiem: “Tengo urgencia de flores; / en esta tarde urgencia quiere decir pálpito; / recodo, / lugar común en que beber; reír (…) // Me produce tristeza un lecho solitario, / también una insistencia gris, / cualquier vacío”.

Tristeza y más tristeza es lo que destilan los versos de Gracia Trinidad; si fuesen húmedos, como sus calles, no habría fregona posible para secar tantos acuosos y torrentes sentimientos, llueve y llora el poeta en la terraza de su casa con la tristeza invadiendo y adueñándose lentamente de todo: “Hay algo triste en la terraza / pasa de tiesto en tiesto, serpiente, brillo oscuro, / aroma de tormenta que pisa como un perro silencioso (…) Animal silencioso, turbia sombra de fiera, / esta pena, a mis pies, / toma la tarde, el poco sol, / se queda adormecida, gruñe y sabe / que no la obligaré a escapar de aquí. (…) La tristeza que habita la terraza / tiene las garras verdes, / el espinazo de madera tierna; / la sonrisa de hoja inesperada. (…) No sé si todas las terrazas son tan tristes / pero la mía es hoy la más triste del mundo”.

Su tristeza es vital y vitalista, lo empapa hasta la médula de su más recóndita osamenta, emula a su ropaje peregrino, a su vestimenta indócil y desobediente que, noche tras noche, deambula – impúdica, desvestida, encuerada, destemplada – para experimentar bizarras y únicas aventuras de mar y tierra: “Es mi tristeza entonces ese barco en la playa / todo madera seca y ancla y brea”. El poeta regaña a su tristeza inquieta y transeúnte para reprenderse entrañablemente: “le digo que no es hora de andar con cuentos raros, / que como tantas veces me quedaré despierto por su culpa”.

El vigilante está triste, el guardián se recuesta desarmado en su garita; pacífico, lejos del vértigo que permanentemente lo acompaña. En el portal de su casa solitaria – abatido y resignado porque el mundo no cambia – el poeta se despide con estos yermos versos en los que una tristeza testaruda y fiel lo escolta como puta perra sumisa que lo lame profunda e insistentemente:

“Hoy, amiga tristeza, estás tan cerca / que no sé si me buscas o te quiero, / que no alcanzo a entenderte. / Siento tus huesos en mis huesos, / tengo en mi boca tu sabor a tierra / enrarecida y silenciosa, tengo / tu caricia de amable soledad, / tu beso. / Si pudiera llorar te alejarías / con tu vaivén de lágrimas y tiempo. / Pero eres insidiosa, persistente, / no te marchas, te acuestas como un perro / a mi lado, mirándote en mis ojos, / como todos los perros con su dueño”.

VII. El tiempo inclemente

No sé porqué nos gana
siempre el tiempo

* * *

Pero todos los días.

cada instante de todos esos días.

alguien acaba por marcharse.

La vida es una despedida interminable.

Son varios y disímiles los tiempos del poeta: unos son aciagos: “junto a mi puerta se pierde la ternura, / alguien llama de tú a la soledad / y soy yo mismo”; otro poco feliz: “y la felicidad, hija adoptiva del olvido, / se quedará a su lado, / dormida, muerta, nunca se sabrá. / Como una niña buena”; algunos de fatiga: “algún bostezo inevitable, / dibujo del terrible aburrimiento, aire de soledad, / parecerá un suspiro a los idiotas”; hay apocalípticos también, ciegos, uno que otro mortecino: “estaba incómoda la luna, se juraba a sí misma menguarse para siempre”, y los más frecuentes son desolados, de tristeza: “Os digo que una palabra triste vale más que muchas otras cosas, / lo repito, / y en esta noche guardo el privilegio de cantar / al hombre que se aflige, / me reservo el derecho de pena / y mezclo las palabras”.

Así va Gracia Trinidad por la vida, desandando el tiempo y viendo como éste lo trajina a él. Confiesa el poeta que:”son tantas vidas las que en ésta tiemblan, / tantos caminos antes recorridos / que cumple ahora recordar oscuros…/ Repito, ¿hay algo más? ¿hay algo nuevo? (…) Tal vez sólo cansancio / o su perfume que jamás nos deja”.

Para el escritor “los años ya no son azules ni siquiera los días”, la existencia desparramada en sus múltiples andanzas vitales y aventuras personales, buscadas y no, complejas y difíciles, médicas y de confesionario, lo ha endurecido. Gracia Trinidad, lenta y acendradamente, ha visto crecer encima de su piel una costra de indiferencia, una concha de indolencia, un blindaje de apatía, una caparazón fosca, áspera, rugosa, que inútil, ineficiente, inservible, no lo protege de sí mismo ni de los demás, y mucho menos de lo que finalmente le acontece; en medio de su creciente perplejidad inquiere el escritor: “HAY QUE SABER SI ESTANDO VIVOS / se cumple el ritual con suficiencia. / Saber si basta con estar / a este lado del tiempo, / en esta campanada del reloj / que hace que nuestra sangre sobreviva”.

El tiempo inclemente se cuela por minúsculas rendijas, se introduce a través de los más recónditos intersticios del escritor y ejerce, lentamente, articulación por articulación, ojo por ojo, en músculos y sangre, en el alma misma, todo su poder depredador.

Los años pasan, llegan y se van, el almanaque indolente se va deshojando con las horas, cambia la fecha en la pantalla de la computadora y en los indiferentes relojes de las agencias bancarias, las agendas, inútiles como un telegrama de reciente envío, se multiplican y apilan, para nada sirven porque los días del poeta dejaron de tener nombre:”Hoy el ordenador dice que es lunes. / Poco importa en el fondo que se vista / de jueves y que nunca desayune, / o que incierta paloma, pierda el tren / de esta tarde amarilla y amanezca de viernes en la próxima semana (…) O porque a lo mejor es cierto incluso / que hoy es lunes y no hay error posible”.

Con su muy evidenciada y manifiesta animadversión por los humanamente detestados lunes, el escritor, en busca de una explicación, racional y comprensiva para justificar su aversión genética por el mentado día, confiesa impotente: “He abierto el diccionario / pero no pone nada de los lunes / que explique este cansancio, este espesor amargo, / este dolor de tiempo irrespirable / que no nos pertenece”.

En la poesía de Gracia Trinidad el tiempo puede transcurrir despacio e inadvertido, carente de urgencias, parsimonioso, felino y pausado, ronroneando como un felpudo, invisible como bestia de todos los días, animal de costumbre; puede, incluso, dejar de ser para seguir siendo, el muy tramposo y taimado, se camufla, se disimula y acecha, el escritor lo sabe y lo advierte: “Es el tiempo del ojo de la aguja. / Y la turbia ceniza / que asoma en los pliegues de una estatua, / un banco de madera en cualquier calle / o alguna contraseña de instituto, pintada en la pared, / son el único ritmo / que pueden permitirse mis ojos”.

Y regresa una y otra vez el tiempo inclemente y vertiginoso, inspirado, dispuesto a batir cualquier arco vital, presto para el fusilamiento que supone un penalti, un tiro libre de dietarios y minuteros, embalado, en abierto y victorioso contragolpe que a todo contendiente elimina sin posibilidades de cuartos de final, de habitaciones exclusivas en donde abrigarse de calendarios, canas y escarchas. Gracia Trinidad, experto entrenador deportivo en tiempos en los que también perdía el tiempo y versado árbitro de una existencia sin desperdicio, así lo sabe y así lo pita: “Sigue el tiempo ganando la partida, / no hay tregua. / Suena en la radio una canción / que iremos masticando hasta la tarde, / Las autopistas están atascadas, / hoy subirá la bolsa, se crecerá la luna, / harán obras en dos de cada tres esquinas / y seguirá la huelga de la esperanza”.

Y quien dice tiempo afirma vida y confirma muerte, la existencia se escurre por los sumideros del recuerdo y por los albañales del olvido, el poeta, previsivo, sabe que este tiempo que nos toca vivir es poca, muy poca cosa, de allí sus versos realistas y desilusionados en los que nos previene y aconseja: “Para que nadie dude de la muerte / siempre hay alguien que muere. / Unos viven de prisa, / se acercan rápido al final: / Las malas lenguas dicen / que son los preferidos de los dioses. / Algunos son discípulos menos aventajados, / tienen algún tropiezo, / se entretienen / y su tiempo les llega más despacio. / Otros alargan la existencia / con lentitud, con calma, a veces con empeño: / parece que de ellos se ha olvidado la muerte. // Pero todos los días, / cada instante de todos esos días, / alguien acaba por marchase. / La vida es una despedida interminable”.

Gracia Trinidad vivo de tanto vivir, se prepara para cuando la existencia se agote y pase, indefectiblemente, a llamarse de esa otra manera que detiene los gestos y paraliza el habla:

“Sabes que todo se desliza y sigue, / que todo volverá, feliz o amargo, / pero jamás nosotros volveremos. / No es más cierto porque el maestro Heráclito / nos lo dejara escrito entre sus aguas / sino porque tú mismo lo has palpado, / has ido deslizándote, fluyendo, / como lo hacen la grasa y el cansancio, / como la sangre, la nostalgia, el río, / igual que se deslizan los pecados, / el ansia, la palabra, el desaliento. // Deslizarse, fluir, pasar no es malo, / lo malo es pretender que la memoria / nos alce de la sombra de la vida / cuando no estemos ya, cuando no importe / si fuimos grandes o tuvimos algo. / Lo peor es pensar que esto es eterno, / que sobreviviremos pese a todo”.

I. El amor: una escaramuza

Da igual para entendernos, que la lluvia de abril
ponga muecas en octubre
que tengan más de un ojo el huracán,
el cíclope,
la perdiz de los trajes o el pirata del cuento.

Da igual que tú te calles
y que yo no conteste.

El amor puede ser un ir y venir, una toma y daca, un sí y un no, dos silencios que todo dicen – “alguien empujó palabras que no fueron y no dijimos nada” – un bullicio que oculta la voz de los amantes, un diálogo de sordos en el que ninguno habla. En la poesía de Enrique Gracia Trinidad, el amor presuntamente duradero, el flirteo deliberado, el ligue ocasional, el idilio pasajero, la ilusión fugaz, son una permanente escaramuza, un ardid inesperado, una astucia escondida, una oculta añagaza, en la que sólo parece triunfar el desamor y el desencuentro.

Confiesa el desahogado poeta que un día cualquiera, sin personales sospechas, abrió la puerta de sus adentros a la promesa, pensando, ingenuo, cándido, inocente, que todo era bueno: “por eso atropellaron mi garganta / los feroces caballos de la duda, / las mentiras a sueldo en los armarios / de la sombra y el polvo, el silencio que tiene / una amenaza en la costura, / la mueca que subsiste / tras la risa fecunda de los enamorados”.

Desde aquel momento infausto en que los portones del afecto del escritor quedaron abiertos para siempre, desgonzados y de par en par, el propio poeta revela que – ciego a medias – se vio a sí mismo cruzando la gélida brisa madrileña con un canto de desesperanza en las manos. Ese primario y patético himno de soledad y tristeza que luego transmuta, bienaventurado y agradecido, en salmo permanente y optimista, es el que un escritor afligido despliega una y otra vez, tempranamente acongojado, en pesarosos folios, en tristes anotaciones, en quebrantados versos, en dolidas confesiones, a fin de que todos tengamos en cuenta y sin apelaciones que las certidumbres totales son siempre peligrosas y por lo pronto: “Uno a veces cree tener un espacio de tierra / sobre el que descansar tiernamente la mirada. / Un hombro para hacer / que las horas no acusen el sabor del ajenjo (…) Pero después, casi siempre de noche (…) el sudor es un néctar / apurado en el filo de las más íntimas caricias / y el amor es un grito que nos duele en el pecho”.

Tiempos de amores dificultosos, – “y a veces nos queremos” – de tempranos vértigos, del corazón apabullado por la pena, incapaz, a pesar de sus furiosos latidos, de acortar las distancias que habitualmente se hacen más lejanas y confusas de recorrer; terriblemente turbado reconoce el poeta: “Sé que es mucho más digno / sofocar en alcohol los amores ausentes / (siempre hay algún amor ausente, / hasta el que se marchó) (…) Debo pensar que la esperanza, / diosa tan frágil como el polvo de agosto, / no es de verdad violada / por la lujuria de este tiempo insurrecto”.

Apuesta entonces el poeta por el olvido, lo convoca con vehemencia, reconoce que: “Lo más difícil es / que las fotografías rocen sin abrasar / las horas degolladas, / acaricien sin daño / los encajes duros de las horas que fueron”. No quiere el poeta desperdiciarse en los imposibles regresos, en las absurdas reconciliaciones, aunque desea rescatar, sin embargo, “la canción más oculta, sin sangrar, / sin hacer de la vida cotidiana / un esperpento”.

Y pasa que, a pesar de las advertencias a sí mismo, la vida puede convertirse en un verdadero adefesio y la existencia cotidiana transformarse en pura facha carente de sentido: “El resto es siempre fácil, sucede simplemente”. En versos del desasosiego, en poemas de la revancha, el sobrevenido desamor del poeta se va duchando y repartiendo durante un largo y estéril período en lechos diversos y en amaneceres sin mañana; con el instinto del que busca para encontrar, el macho se tropieza con la hembra en pasajeras habitaciones de burdel, en la repetida sordidez de los hoteles de comida rápida, en la ingrimitud de una masturbación a dúo, en carromatos desvencijados, en ese placer solitario que sólo una sacudida memoria registra para construir una historia pasional alimentada de prontos olvidos.

Así, con ánimo de lenguaje escolar, con espíritu de tarea obligada de primaria, de agudo ejercicio de gramática para sorprendidos novicios, el escritor escribe sus preposiciones simples para relacionarse juguetona y complejamente con la feminidad: “A, ante, bajo, con, contra, de, desde, en, entre, hacia, hasta, para, por, según, sin, so, sobre, y tras…ellas”.

El poeta juguetea, bromea, se entretiene, retoza con las damas, y a fuer de tanto jaleo crea y patenta su propio y muy personal Juego de damas en el que participa un variopinto y fenotípico universo femenino: locas y cuerdas, espontáneas y recatadas, conocidas y por descubrir, sádicas y masoquistas, fortuitas y contumaces, magas y hechizadas, solas y acompañadas, únicas y compartidas: “Tantas famosas, olvidadas tantas, / de nombre falso o nombre verdadero, / sin un doblón o con su buen dinero, / bellas, feas, doncellas, suripantas, // listas, muy tontas, pecadoras, santas, / de memoria feliz u olvido fiero; / siempre con un poeta zalamero / a su servicio y miles a sus plantas”.

El humor y la ironía – ambos “han formado parte de mi vida y, cada vez más, de mi escritura (…) A ver si lo consigo” – se unen al amor pasajero, al ligue, a la temporalidad, a la insensatez, a la sorpresa, a lo imprevisto, a la sonrisa, en la poesía pasional de Enrique Gracia para crear diversas categorías de mujeres provenientes tanto de la más palpable realidad como de socarronas fantasías, y lo consigue:
• La desterrada: “Se sentó en el asiento junto a la ventanilla, / apoyó la cabeza, y vi el reflejo de su rostro: / tenía una sonrisa de las que no dejan salida. / – Voy un momento por tabaco – dije. / Seguía ensimismada. // Sus ojos se agrandaron a lo lejos, / cuando dije adiós desde el andén. / Ni ella ni las maletas regresaron jamás”.

• La fugaz: “Y no volví jamás a aquel mercado, / mi número era falso, no sé si lo era el suyo. / Un simple kilo de cebollas / no podía costarnos / toda la vida”.

• La chuleada: Sorprendido en sus más genuinas intenciones de irremiso caballero andante, el poeta declara belicoso: “me batí como un bravo por sus ojos”. En sus andanzas de cortesano y contemporáneo hidalgo – “y yo un perfecto caballero: / Quijote, Bradomín o Luis Candelas” – el trovador acude esta vez, ardido, heroico, al rescate de la presunta dama encarcelada, sólo para terminar fríamente procesado, sentenciado sin piedad, gracias a su propia confesión condenatoria, la cual reza: “… el chulo aquel de la paliza / era su novio (…) aparecí de pronto / y apuñalé a su hombre / con aquella navaja que ella misma / la había regalado. // Afortunadamente, el tipo no murió…”
• La reglada: “Y todo se voló por la ventana. / El genio de la lámpara y yo mismo / nos marchamos a golpe y a contracorriente: / Montón de polvo y libros y cigarros, / vivimos ahora solos y sin que nos ventilen”.

• La rubita de la hora final: “No se está mal en la cornisa. / Te miran desde abajo, llaman a los bomberos, / a un psicólogo, a un cura (…) Aquella rubia de la esquina / que no me quita ojo desde abajo / es un encanto, / o eso parece desde arriba. / Si me la hubieran presentado ayer, / ya no estaría aquí, ni ella tan lejos. (…) En fin…/ ¡Apártate, rubita, que aunque quiera, / no quiero aterrizar sobre tus brazos!”
• La todo riesgo: “El karate y el judo parecían sus padres adoptivos / y entrenaba diez horas por semana. Le encantaba ir al cine; / Schwarzeneggger, Bruce Lee, Van Damme y Rambo / eran sus favoritos: (…) Pero todo eso era llevadero, / cada uno es como uno quiere; yo también tengo mis manías / y al principio la vida me parecía emocionante. // Una tarde volvió con tres paquetes / – Son un regalo – dijo. / El primero, de un sórdido sex – shop: una máscara negra de cuero con tachuelas; / otro paquete, más pesado y tosco, de la ferretería: ganchos, cadenas, cuerda / y unos cepos de aparato medieval. / No abrí el tercero pero abrí la puerta / y bajé la escalera como ella los torrentes”.

• La comeflor: Luego de la traumática experiencia vivida con la deportista forrada en ropa de cuero y dispuesta a cualquier aventura sexual de alto riesgo, el poeta, más consciente de sus limitaciones físicas y eróticas y en busca de fantasías ajenas menos peligrosas y atrevidas, se fue a vivir “con una pelirroja, / pobre, fea, desgarbada, pero / sólo tiene geranios, tiestos de marihuana / y ositos de peluche”.

• La maga: “Juguetona de cartas y zodíacos, / algo vidente, un tanto curandera, / camelaba a sus pálidos amigos con arrumacos de vampiro (…) – Ya sé que tú eres bruja – insisto – / lo que no sé es si creo en brujas de tu especie / Me llana inútil y me ignora. // Ahora que se marchó con otro inútil / que hasta tiene consulta telefónica, / ahora que no la veo ni en mis sueños, / pienso en el mal de ojo / cada vez que me duele la cabeza”.

• La higiénica: “ Una de aquellas tardes, / húmeda espalda, perfumada sombra, / con el calor del baño hecho promesa, / no esperé a que saliera / y entré sin previo aviso: ´Oye cariño…’ / El gel a medio abrir me recibió en el suelo; / una pierna, dos vértebras y el codo / me dejaron inútil para todo un semestre (…) Ella sigue dejando los jabones y el resto de las cosas / donde le da la gana”.

• Las intolerantes: En una conducta más temeraria que su ilusorio suicidio, el poeta nos comenta la osadía de vivir con dos mujeres a la vez y en la misma casa: “Os adoro a las dos pero no entiendo / que más allá del sexo os mostréis incapaces / de ser civilizadas. // era hermoso querernos, hermoso aquel barullo, / que los vecinos sospechasen / y Hacienda no supiese / cómo clasificarnos. / Pero al final un simple plato de lentejas / retorció el cuello al cisne de nuestras aventuras. / A una le gustan en puré, a otras caldosas, / y yo las aborrezco desde entonces: Mientras las dos alzabais las cucharas / como argumento arrojadizo, / supe muy bien quien era el que estaba de más”.

• La narcisa: “Hay un espejo en el vestíbulo, otro en la entrada, dos en el salón, uno en todas las puertas de todos los armarios y el baño es / un espejo dondequiera que mires (…) Mi Narcisa de espejos hace muecas, disfruta de perfil o frente / a frente, y yo me siento horrible Quasimodo. // Tengo que hablar con ella, en serio, de una vez, sin miramientos, / o acabaré viviendo con capucha”.

• La peregrina: En otra de sus tantas andanzas imaginarias, esta vez el escritor se convierte en devoto y mentiroso peregrino que caritativo transita el Camino de Santiago para toparse de lleno con otra peregrina deslumbradora a quien auxilia en su recorrido piadoso: “Sus ojos eran de hayas en otoño, / su sonrisa de libro y lo demás / como para volver loco al apóstol / cuando llegase a Compostela. // Así que la llevé en mi coche (…) Su perfume de lavanda me hizo olvidar que no iba a Galicia / y otros asuntos eran mi destino. / Junto al castillo de templarios / paramos a reponer fuerzas. / Cuando estaba pagando la empanada y el vino, / oí el motor del coche. // Me dejó su cayado, la venera, y un palmo de narices con recuerdo a colonia. / Caminé todo el resto del verano / como un imbécil, con la boca seca, / pero he ganado el jubileo”.

• La camarera: “…mueve con tanta gracia su cintura, / que hay que ser muy hábil para cogerla al vuelo / – Señorita, si no me trae usted ese café en persona, / podría cometer una locura: / renunciar a los miércoles de cine, hacerme monje, / subir las escaleras dando brincos, / llorar, cambiar de sexo, / de marca de tabaco o de conciencia / votar a quien no sé o echarme al monte…- ¿Cómo dice, señor? / – Nada, nada. Verá… / que me traiga un cortado por favor (…) – ¡Los hay raros, – está pensando ahora – / mira que hablando solo! / – las hay más hermosas – pienso. / Y el café se enfría”.

• La lectora: “Una mujer leyendo en el vagón del metro. / ¡Ah, si fuesen mis poemas / y ese libro lo hubiese escrito yo! (…) Cierra el libro…de prosa: / una historia de moda hecha negocio, / cine, publicidad, tele y escándalo, / de no sé quién, y ahora que más da. / La traidora se pone en pie y se marcha, / ni me mira”.

• La vecina: “Cuando la ve subir por la escalera / sin llamar a la puerta ni mirar siquiera la mirilla o el felpudo, / se le amargan los versos y la vida, / y se jura a sí mismo no escribir nunca más. // Pero al día siguiente, ella / vuelve a bajar camino del trabajo, / pasa junto a la puerta y su perfume / de nuevo emite música dulcísimo / que el ascensor reparte por los pisos. / Entonces él esgrime su bolígrafo, / olvida su juramento y sólo piensa / en volver a escribir versos de amor, / o en alguna locura semejante”.

• Las sodomitas: “Aquellas dos viejas mujeres / también habían sido jóvenes. / Gozaron y volvieron locos / a los hombres pero jamás / enloquecieron ellas. // Al ver tanto alboroto en la casa / de su vecino Lot, temieron / que algo muy grave ocurriría, / así que huyeron de Sodoma: // Estaban ya tan lejos cuando / miraron hacia atrás que nada / les alcanzó. Ni sal siquiera”.

• El travestí: “Fue una noche de las que no se olvidan / aunque apenas recuerdo / lo que pasó en la madrugada. / Cerveza, kalimocho, hierba y vodka, / ella, que era la reina de la fiesta; / se me cruza como un toro / y me pasé lidiando la jornada. // Me desperté en la puerta de mi casa / con la cabeza igual que un yunque al sol (…) A mi lado un colega susurraba a gritos: / – ¡Se llamaba Manolo / y antes de atiborrarse de silicona / fue cargador de muelle en Cádiz!”
• La olvidada: Y el olvido, ese sentimiento que es “como las lágrimas y el sueño / que ya no se recuerda”, tantas veces buscado, demandado intensa y desgarradoramente en versos, emociones y enterezas por el poeta, llega tarde, pero llega: “Luego el tiempo se fue tornando mueca / dura sobre los muebles y las cosas, / tu mano terminó por asfixiarme, / tu abrazo no contuvo el duro invierno, / los besos fueron bosque requemado / y la sonrisa un álbum con las hojas heridas // Ahora que ni regreso ni me miras, / dudo si me quisiste o te quiero”.

• La última dama: “Cuando la muerte tiene ganas de jugar / no hay quien la aguante // Hace trampas (…) es la mujer más fullera / que he conocido nunca. // Y lo peor / es que no necesita hacernos trampa / para ganarnos la partida”.

No tan fácil ni prontamente recupera el poeta la esperanza, porque áspero, muy bronco y rugoso es el camino para toparse con ella. En efecto, de acuerdo con Gracia Trinidad: “Para llegar a la esperanza, vivos y suficientes, / hay que colmar de risa los bolsillos, / cuero de sinrazón en los costados; / sondear el abismo de la duda / y salir a las calles / con una muestra mineral / del hombre entre las manos. Hay que hacer esta ofrenda / en el altar extraño de los sueños, / con el barro que nace de los primeros gritos / y las últimas lágrimas”. Conquistado finalmente en lo más íntimo de sus querencias por genuinos y honestos sentimientos de solidaridad y benevolencia, el poeta va aceptando que no toda escaramuza en el amor es inevitablemente una derrota irreversible de la esperanza, aunque sin lugar a dudas: “la partida es difícil, / cayeron tantas piezas que al tablero le duele la nostalgia”.

El escritor se reconcilia lentamente con sus adentros: “Aquello ya pasó, en el silencio / están recuerdos y canciones, / el barco de papel, la luna de galleta y celofán, / el pájaro imposible, / cascabeles absurdos que siempre se mecieron / en el estaño solo de mis ojos, / la casa abandonada por los nuevos reptiles de la prisa, / el árbol habitable, / todo el otoño gris que desdoblaba el argumento”, e intenta también decidido reconciliarse con sus afueras: “Seguiremos andando, / haciendo sonreír estas manos prestadas, este rostro adherido a nuestra piel / de esclavos y señores (…) Nadie condenará el delito / de haber nacido humanos”.

Imbuido nuevamente de la esperanza – “no sé que voz habrá que destemplar para volver al punto del camino / donde pudo perderse la esperanza” – ya que hablar de franco y literal optimismo es mucho decir en la poesía de Gracia Trinidad, el madrileño arriesga otro futuro, transita otro vértigo, apuesta fuerte por su necesaria felicidad, firmemente seguro está de que: “En algún otro sitio / volarán las palomas en torno a los estanques / mientras arrecie la tarde sus espejos tristes (…) Entonces esta piel, / menos dorada y más hecha sonrisa, / ya no será la misma, no engendrará lagartos / ni querrá seguir siendo descubierta por el agua (…) Por fin dará vuelta / el barco de papel de este naufragio”.

Y quien convoca la esperanza la obtiene, decimos los esperanzados: aparece cuando menos se la aguarda, llega súbita y silente, sin aspavientos, casi sin identificarse, porta nombre propio y a veces paradójico, es capaz también de adoptar un seudónimo, de ser llamada de una u otra manera. El arribo de la bienvenida esperanza hace posible un nuevo atrevimiento del poeta, quien, recuperado de los naufragios en tierra firme, vuelto a ser el eje de su propio centro vital, se siente capaz, ahora, de escribir, a ritmo de rap, pretendidos poemas de amor con destinataria específica: “No hay sombra fuera de tu sombra / y sin embargo, cualquier luz / que no te pertenezca es sólo noche”.

Alejado de las ficciones literarias, de los encuentros de retrovisor o de parada de autobús, más allá de andenes y terminales, supermercados e ironías detrás, el poeta, menos fatigado, hilada sólidamente su esperanza, reconoce sin vergüenzas que: “Nunca supe escribir / un poema de amor. / Lo intenté, pero siempre se pusieron de por medio / otras historias otros domésticos asuntos, / el cansancio escabroso de tejer la esperanza / con el hilo malvado de la incredulidad”. Ensaya arduamente el escritor, toma apuntes a mano limpia, en el ordenador, borronea sobre servilletas, escribe en papeles membreteados, en prospectos y catálogos, a ver si obtiene, si le llegan o se presentan oportunos en su inspiración unos versos de amor “al itálico modo / o en cualquier otro estilo, la forma es lo de menos”.

Argumenta y refuta el poeta, esgrime razones a favor o en contra, sopesa el esfuerzo, se autoconvence plenamente de la futilidad de la iniciativa literaria para prontamente deshacerse del atropellado proyecto poético. Sabio, experto en versos y otra vez en el amor, luego de largas y complejas reflexiones, Enrique Gracia analiza, desecha y elige la vida con su amada y no la letra para su amada: “El amor o el engaño que supone su juego, / esa locura rara de la que nadie escapa, esa alegría que sube del estómago al labio; / ese vaivén de risa, ese dolor que tiñe / los colores, que rompe cuanto encuentra a su paso, / es mucho más gozoso vivirlo que ponerlo / de pie sobre el papel, pedante y disecado”.

Pero muy entre nosotros, que a esta íntima confidencia nos atrevemos luego del exhaustivo análisis de versos e intenciones del poeta, rechacemos enfáticamente la conclusión de nuestro escritor. A su modo, en su propio estilo, a la manera graciatrinidad encontramos entre sus resueltas y aventureras letras, entre su reiterado desenfado, unas palabras de afecto, pasionales, unos versos amatorios que ciertamente nada tienen de “fórmulas gastadas. De poemas de amor, – los típicos, repito, / los tópicos, los mismos, los de siempre…” Y para el registro de este afectuoso estudio, y a objeto de que cada lector lo lea e interprete desde su personal perspectiva y situación existencial, ahí va pues ese poema de amor que tantas horas, dudas, tinta y caviles supuso para el escritor y que al final pergeñó, armó, construyó, escribió y comunicó – disimulado y anhelado triunfo de sus letras – para que fuera tan propio y distinto como sus adentros lo requerían:

“El Paraíso debe estar vacío, / si tú no estás, quién va a querer estar, / Sé que andan de tertulia por la puerta, / incluso Dios mira el reloj y fuma / y se hace el remolón hasta que llegues. / Entonces todos entrarán de golpe”.

Sin duda alguna el ansiado sosiego está de vuelta, conquistado el huidizo reposo. Otra vez – a su peculiar y cínica manera – entre murmuraciones y refunfuños, a regañadientes, el poeta acepta: “¡En peores garitas hice guardia! / Así que decidí volver contigo; / tragar saliva, soportarte un poco, / y ganarme los cielos a tu lado. / No puede ser peor que lo que tú / llamaste infierno con tu voz caliente”.

Reconoce el escritor que su nueva realidad es un Salmo en el tiempo, un cántico compartido, un ferviente deseo de alejarse de viejas batallas de guerras civiles en receso, de alguna que otra derrota pasajera, que es hora de cicatrizar las heridas sufridas en las escaramuzas del amor y reconocer que: “Mi tiempo es (…) el tuyo, mi amor, un lugar seco / donde la soledad viste de fiesta, / un paisaje que duerme en las imágenes / que decoran los libros, y bosteza / en las letras, los números, los signos (…) Son jornadas de sombra y de ceniza / que han tenido su fuego y su presencia / y acaban por buscar nuevo cobijo / entre las manos agrietadas, lentas, / entre los ojos que no ven apenas / en las espaldas que se duelen siempre / en las rodillas que beso el cansancio”:

Y para que no quede duda alguna del rigor de sus últimas decisiones pasionales: “Hoy hace veinte años que me aguanta / y a estas alturas / ya se me es más cómplice que víctima”, de su voluntad indomable para preservar lo obtenido, para sostener lo tanto codiciado y encontrado: su bálsamo, su descanso, su pócima, su analgésico, su vasija, cura de amor, la calma , el deseo de estar vivo, arrebato de estrellas, Enrique Gracia Trinidad en versos que expresan un decidido arrojo y un enconado ardor por amparar a todo trance a su Soledad compañera más allá de ella misma y de cualquier posible ruptura, despedida, escape, huida, desencuentro definitivo, castellanamente y muy en serio el poeta le advierte:

“Si te vas no te olvides / de acuchillarme antes / para que me desangre sin remedio. / Si te vas no permitas / que yo me quede vivo / y recordando por los dos el tiempo / en el que fuimos jóvenes y hermosos. / Antes de abrir la puerta / hiéreme en el costado, / que mi sangre derrame / cuanto quede de ti si algo te dejas. / Que el último susurro de mi herida / sea ciega memoria y rojo olvido”.

II. Madrid de osos y gatos

Mientras la tarde busca en la basura
su cena antes de irse,
mientras la noche coge su abrigo del perchero
para salir de ronda a enamorar plazas y lluvia,
mientras media ciudad se queda idiota
frente al televisor, y la otra media
frente al aceite en la sartén,
frente al tedio infeliz de la tertulia
frente al cristal del miedo que es siempre tan oscuro…

En la desparpajada poesía de Enrique Gracia Trinidad, Madrid, la urbe, su ciudad, es de osos y gatos, a diferencia del consabido e identificador símbolo de la capital española que conserva al oso, incluye al madroño y excluye a los gatos. Dejemos que el propio poeta nos explique el porqué de la asimilación de la ciudad con el oso y la razón de la inclusión de los gatos para caracterizar a los naturales de Madrid.

En lo referente a la dimensión osuna de Madrid, a esa bizarra y en desuso denominación de Ursaria para distinguir, en un momento dado, a la urbe castellana, el escritor nos recuerda que: “Es uno de los nombres legendarios de Madrid que viene a significar tierra de osos. Corresponde a los muchos nombres que se buscaron cuando no era correctamente político que Madrid hubiese sido fundada por los musulmanes españoles y decidieron buscarle todo tipo de leyendas y nombres fabulosos”.

Por su parte, en lo concerniente a los gatos, el madrileño explica: “Es el apelativo que puede ponerse a los madrileños, desde que en el Siglo XI, subían las murallas de la conquista de Toledo o del propio Madrid, musulmanes ambos, en las tropas del Rey Alfonso VI, ayudándose tan sólo con unas dagas que introducían en los intersticios de las piedras”.

Y estos esclarecimientos un tanto históricos e idiosincrásicos vienen a cuenta porque Enrique Gracia Trinidad de Madrid es también Gato de Ursaria, un misántropo heterónimo que el escritor confiesa llevar bien dentro de sí y que, de cuando en vez, aflora a la superficie, a la vista de todos, para testimoniar el tedio de la convivencia, el fastidio de compartir, “el deseo de que nos dejen en paz y no ver a nadie y no aguantar convencionalismos y componendas sociales ¿o no?”.

El poeta madrileño, en fin, Gato de Ursaria, temprano y tarde, niño y adulto, solo y triste siempre, al descubierto y encapuchado, se desplaza a su antojo por la villa que lo hace irremisiblemente urbano para transformarlo también en inequívocamente intimista. La poesía de Gracia Trinidad se nutre del entorno físico y social de Madrid para que sus versos pronuncien aquello que el escritor lleva en el más oculto rincón de sus emociones, el poeta es la ciudad, la metrópoli es el poeta: “Acaricia la tarde sus ojos de astracán / y comienza a llover (…) Madrid, Saturno desquiciado, bebe más lluvia, sigue su banquete, / a punto está de ebriedad, del hipo, / de ser la risotada de taberna, / de jugar al traspiés, medir el suelo / y devolvernos a la tierra / como una digestión insoportable // Son ya las diez y es tiempo de marcharnos a casa”.

Enrique y Gato se confunden, Madrid y el escritor se hacen uno, para que todos, ciudad urgente, escritor desenfadado y gato aventurero y odioso vaguen entre las gentes enumerando emociones propias y ajenas que los identifican y diferencian a la vez: “Cada calle se acaba en un espejo / donde el tiempo no para de contar mentiras. / Cada minuto cuelga de una rama, / se desploma, y es arrastrado / hasta el desagüe de los sueños. / Cada semáforo devora su merienda de cuellos, / su grito de luciérnaga forzada, / su trinidad obligatoria y ciega. / Mi soledad habita este palacio / de cristal y de huesos, este sollozo de papel”.

Desparpajo, irreverencia, desenfado, ironía, ganas, fatiga, el vértigo de la existencia, acompañan a Gato Enrique, a Enrique Gato en sus reiteradas y mundanas aventuras madrileñas: “Ahora yo también / me pudro / escucho el huracán, / pregunto, ladro, gimo, fluyo como la leche”. Aunque al decir de los cronistas de la época: “hace tiempo que no hay noticias suyas auténticas y fidedignas. Unos dicen que cambió de nombre y volvió a la farándula, otros que se ocultó en un monasterio; y hasta asegura alguno que le han visto en las calles de su vieja ciudad contando historias antiguas a quien quiera escucharle, a cambio de unas monedas”. Sin embargo, algunos de sus más celebrados lances, de sus descabelladas ocurrencias aún se conservan en la poesía caballeresca de Gracia Trinidad.

Salgamos, trepando a nuestro propio riesgo, a recorrer calles, tejados y cestos de basura con Gato de Ursaria para compartir con él censurables conductas y reprochables actitudes:
• Gato, el indolente: “Hacer, hacer, hacer…Gato de Ursaria / decidió que era tiempo de no hacer (…) Gato de Ursaria, el indolente, / se refugió a la sombra de un tejo centenario / (sabido es que esa oscuridad callada / es dulce y venenosa como un beso / y otorga a algunos hombres la locura / de conocer el nombre de las cosas) // Sintió los mágicos efectos / de aquella sombra única / pero no quiso pronunciar palabra”.

• Gato, el abrumado: “Pasó las noches y sus días / turbio de pensamientos, / oscuro de memorias y olvidos, / harto de sinsabores, / imitando a Leonardo en sus dibujos / de proyectos, esquemas, invenciones… (…) y sin haber escrito – y esto es lo más grave – / el poema perfecto”.

• Gato, el viajero: “Sus ojos están ciegos de horizonte / porque saben del rito y el conjuro, / del milagro que ocultan / estas cuatro paredes con olor a despensa”.

• Gato, el rutinario: “…llegó un nuevo día / y volvió a repetirse la ansiedad, / y volvió a repetirse lo de ayer, / y volvió a repetirse tarde y noche, / y volvió a repetirse…”
• Gato, el huidizo: “Mientras todos a coro celebraban / lo que fuera preciso celebrar, / Gato de Ursaria, lento y silencioso, / bebió un último trago de cerveza, / se puso de pie y salió sin ser notado, / jurándose a sí mismo no volver / a pisar un tugurio semejante”.

• Gato, el mal inquilino: “El mundo es una rancia tertulia de poetas / donde nadie recita buenos versos / y ya no se conspira, / donde presume el torpe sin que acuda / quien haga luminosa la palabra (…) Es necesario / ejercer la evasión como un derecho. // ¿Quién ha dicho que el mundo es una casa?”.

• Gato, el torpe teólogo: “Dios es inmenso, verde, amargo, triste, / como un ordenador desconectado, / como la soledad…/ y tan eterno”.

• Gato padre: “Luchad por lo imposible. / Lo que es fácil, será y no se merece / más que un pequeño esfuerzo. / Vosotros pelead por el milagro, / devorad con los ojos el lejano horizonte / y que otros miren la quietud que pisan. / Ahorrad las fuerzas mientras todos griten, / no forméis parte del tumulto, / callad, pensad, soñad; / y cuando cese el griterío / que se oiga vuestra voz si es necesaria”.

• Gato, el impertinente: “Cuando llegó ya estaban a la mesa. / Comida familiar, tregua de insultos (…) Se esperaban las doce campanadas (…) Faltaban dos minutos para el cambio / de siglo y Gato ya no pudo más; / farfulló una disculpa y se marchó (…) Y por supuesto, Gato no brindó”.

• Gato epistolar: “Hice añicos la luna del espejo. / Ya no podía resistir más su respuesta miserable (…) Recogí los cristales diminutos, / teñidos de sangre de mis manos. / Te los hice llegar envueltos en papel de celofán. / No acusaste recibo, pero / jamás podrás decir que no te regalé la Luna”.

• Gato apesumbrado: “Pero la mayor parte de los días / ni siquiera merecen nuestro grito. / Si en ellos se pudiera ser hormiga, / sombra de pez o tarde de verano, / sería ser feliz mucho más fácil”.

• Gato, el temeroso de los espejos: “La soledad es el espejo de la muerte, / allí se mira y remira, se ve guapa afilando el instrumento (…) Ahora es la muerte la que está mirándose / del lado del que antes nos mirábamos, / y se asusta de vernos y nos dice / que crucemos la línea del reflejo, / que está sola y nos quiere a su lado”.

• Gato, el desacostumbrado: “Los desacostumbrados no tenemos asiento (…) Y así vivimos y bebemos, / sin asiento ni alfombra ni lugar; / sin sonrisa, sin beso, sin un hombro. / Y así nos alejamos de la muerte y la vida / para tomar distancia, / para ver la batalla entre las dos / sin importarnos quién pueda vencer”.

• Gato triste: “Aquella tarde Gato andaba triste, / más triste que otras veces – aunque es cierto / que nadie puede mensurar tristezas – (…) Aquella tarde gato procuró / no encontrarse con nadie ni tener / que saludar amigos o parientes. / No pudo conseguirlo, todo el mundo / parecía dispuesto a hablar con él (…) Echó a correr como jamás / supuso que podría y se perdió / con las primeras luces de la noche. / Tardaron años en volver a verle”.

• Gato, el desalentado: “Quiero dejar constancia de estas horas, cedidas al embrujo de la alquimia, perdidas entre frascos y papeles, polvo y colores que ya no pueden más, fracasos y silencios buscando una salida razonable (…) Si mi existencia se hizo turbia, imprecisa, somnolienta; si rebosó la mesa de papeles, matraces y morteros: todo sin concluir, todo sin dar sentido, sin hallar respuesta, de qué vale insistir en que se sepa”.

Pero incluso Gato Trinidad, Enrique de Ursaria, aun cuando disfruta intensamente de su soledad, del alejamiento auto impuesto, del ostracismo voluntario: “a la sombra de un tejo se disuelven / la vida, la existencia, las palabras”, experimenta, muy a su pesar, la necesidad de retornar al bullicio citadino, de regresar a calles y semáforos para sumarse a la anónima vorágine, al vulgar torbellino de los que no saben si están siendo: “Así también es Gato algunas veces, / vagabundo alquilado de sí mismo, / pieza descabalada y miserable / fuera del engranaje de la cordura. // Aunque al final siempre regresa, vuelve / a perderse con otros y ser parte de la común locura y la mentira / común que todos dicen necesaria”.

Reaparece Gracia Trinidad en medio del vértigo madrileño, va de los tejos a los tejados, de éstos a la calle, se incorpora silente a la desconocida muchedumbre que emerge ansiosa y en ordenada procesión de los trenes de Cercanías para tomar presurosa el autobús o el vagón del metro que la conducirá a los mismos destinos de toda una vida: “Todos muy serios, todos muy formales, / de dos en dos, de cien en cien, / de mil en mil, o más, en tropel o fila, / van como tiesas fotocopias, / como hilera de chopos, / como recua de burros obedientes (…) y ni se mueven”.

Se suma el escritor a los apresurados citadinos que engullen su bocadillo de serrano, de tortilla o de calamares en cafeterías repletas y humosas, pide la caña de rigor para brindar con el vecino del vermouth de sifón que grita su contento por la victoria de su madrileño equipo en uno de los castizos derbys que paralizan la ciudad y las emociones para luego poner en marcha los sabios comentarios y las sentencias de rigor, porque estos previsibles conciudadanos: “Cumplen, pagan, se apuntan, rezan, votan… / mientras estén seguros / de que el domingo tocará paella”.

Sin melindres, el escritor confiesa en nocturnos versos, en oscuros aforismos, – “en los espejos de la noche se amontona olvidos” – su condición de sobreviviente en una ciudad donde “nos asfixia el plástico, la huida que buscamos, las palabras / de todos los políticos, el odio sin razones, el cansancio de no haber / aún amado suficiente // Aquí no existe ahora más que sombra, / nuestra sombra, / el dolor de haber sido testigos de la furia, la fatiga increíble de ver en / todas partes el mismo llanto amargo, la misma pena oculta por / sonrisas fingidas”.

No puede ocultar Gracia Trinidad su castellana pertenencia, su madrileña estirpe, el vértigo cotidiano. Así, en desmañados versos urbanos que indistintamente son un canto y un reto, un miramiento y un desafío, un homenaje y una afrenta; descomedido el poeta afirma: “lo más probable es que Madrid mañana, / tenga dolor de muelas”, y asimismo, más cariñoso, mucho más amable, registra: “la ciudad se perfuma, sonriente y despacio / como una buena amante”.

Madrid dual, farsante, hipócrita, es loada y confrontada a la vez por el escritor quien advierte que, en las vías y veredas de su villa, es fácil encontrarse con la vida que “también reza sus muslos / de ciega bailarina por la calle. / Y la ciudad la besa” como con la muerte “enroscada en las plazas, / o tendida a lo largo de las calles / que atraviesan el hígado y el vientre / de esta absurda ciudad; / sus órganos más nobles, / el corazón quizás, aunque no suene, / las costillas al menos, / alzadas como cúpulas, indestructible insomnio de cristal, / centro de gala, / jardineras, semáforos, aceras”.

Concluye el poeta que ambas, vida y muerte se aparejan, se visitan, se frecuentan, se hacen cómplices: “Así van esta vida y esta muerte / celebrando su pacto de vecinas: / se piden por la tarde media taza de azúcar, / van al cine (…) Y esta ciudad, pregunta tras pregunta; / descompone los patios, / huele a ropa mojada y hace exacta la vida, / debo decir difícil; / la disfraza de muerte, la perfuma, le pone un lazo rojo, / nos la entrega con rostro de puta enamorada / y huye”.

Y para que no quede ningún asomo de duda acerca del juicio, de la apreciación del poeta por su ciudad, de Gracia Trinidad por Madrid, por esa metrópoli gatuna y osuna, adulante y envidiosa, besucona y puñalera, cortés y soberbia, sincera y mentirosa, joven y vieja, dulce y amarga, ingenua y hechicera, palaciega y nueva rica, doncella y cortesana, el escritor sin disimulos le dedica este indiscreto poema:

“Ciudad, mujer sin nombre de mujer, / lugar de óxido triste, / anciana misteriosa / exiliada de un cuerpo, / revestida de luz que no comprende. / Ciudad de gritos y mañanas rápidas, / de tardes lentas y de noches largas, / Ciudad del corazón y de las uñas, / del aire fino y la amargura densa. // De ti misma hasta ti, que espere el cielo / hasta ser como tú, mujer hermosa / vestida con harapos cortesanos, / amante loca y descarnada bruja, / de todos madre y a tus hijos ciega”.

III. Unos dioses lejanos; unos héroes eternos

Primero invité a Dios a frecuentar mi mesa,
pero él estuvo ajeno,
distante,
y parecía necesario, al escribir su profesión,
poner la “D” mayúscula que no fue imprescindible
en ningún otro oficio.

* * *

Si alguien los sorprende
en la hierba de un parque, dándose un revoltón
o en un modesto piso de Las Ventas
con un par de mocosos y una nevera a plazos,
le ruego que me avise,
quizás aún esté a tiempo
de quitarme de encima la extraña sensación
que desde niño me devora.

Una divinidad resbaladiza se hace presente en los versos de Enrique Gracia Trinidad para convivir – emplazada y expatriada – con otros irreales y cotidianos semidioses que la ilusionada imaginación del hombre alienta para que la vida tenga su aliviadero abierto y la existencia otra razón de ser más allá de la que le otorga la previsible biología. Con su habitual desenfado registra el escritor esta personal ambivalencia: “El Señor de las Moscas tiene el culo de azufre, / sonríe, / hace gala de dientes / y de puro placer le cruje el esqueleto de la Historia. / Nosotros, agrupados / en torno a los conjuros y los rezos, / tenemos el aliento enrarecido; / una roja penumbra nos invita a la muerte: / Y Dios se nos escapa de las manos como una pesadilla interminable”.

Dios está presente y no en la poesía inmensamente humana de Gracia Trinidad, convive a duras penas con el hombre y es definitivamente exiliado por el escritor; lo exhibe en sus versos para convertirlo ruidosamente, escandalosamente, estridentemente, en ausencia distinguida: “Para que Dios despierte algunos días / hay que hacer mucho ruido al levantarse (…) Toser, si es necesario, cada cinco minutos, / como el que tose para ser notado. // Para que Dios despierte, / llegue a tiempo al trabajo, / y recuerde que estamos aquí, donde nos puso, / habrá que armar barullo esta mañana”.

El poeta se religa para desligarse, se hace trino para ser él solo, no comulga ni le hace reverencias a las impuestas trascendencias, desde su personal e intrincado laberinto humano dificulta la salida a un dios supuestamente redentor, lo ubica, lo identifica, lo distancia y preventivo lo aleja: “Dios dibujó sus párpados con ocre de la tarde / y con un leve gesto de la mano / domesticó la sangre para siempre (…) hizo nacer un corazón de bestia; / una espalda de arcángel desterrado, / una brizna de luz / en un caparazón de sueños y preguntas”.

Asumida sin tapujos su más definitiva condición de hombre terreno, su vértigo cotidiano, su llanto entrañable: “hay un hombre que llora, / se le escuchan los huesos (…) Es hijo, como todos, de la risa olvidada / de algún dios vengativo”, o bien, “Sus piernas de recién resucitado temblaron y cayó”. Gracia Trinidad deja atrás el linaje de los superhombres, la casta de los dioses para reconocerse más y demasiado humano; asume – entre sollozos – el reto de crecer como los rústicos que, despojados de prójimo, cubren su existencia “con una concha de plegarias y de espejos”, para hundirse en la mayor y más irrefutable condición de la existencia humana: “ La estirpe de los dioses / cayó una tarde en el olvido: / Tuvimos que ser hombres a la fuerza (…) a pesar de la muerte, / trabajar el dolor con insolencia, / soportar nuestra estúpida sonrisa; / crecer / como las bestias y las lágrimas”.

Desde la turbulencia de los dioses, Gracia Trinidad se atreve a apostar fuerte y decidido por el vértigo del hombre: “Los dioses creadores callan avergonzados (…) Cuando no tengan dioses / a los que asesinar, comenzarán a devorarse unos a otros. / Lo harán tan bien / que cuando no quede nadie, yo mismo bajaré para coger el fuego”. Recoge nuestro demiurgo la antorcha de la humanidad – “Humano, tan humano, / como sólo podría serlo un Dios”- se apresura a llevarla permanentemente iluminada – llama votiva de sus versos – por los confines de la vida, va de Zagreb a Beirut, de Madrid a Nueva York, de las orillas del Mar Muerto a las basílicas señoriales de imperios en desuso, cabalga de una orilla a la otra, de un conocido rito al diferente, al discrepante; regresa, fatigado, exinanido, exhausto, al Olimpo mismo, a la primigenia cuna mortal de los dioses, para después de tantas peripecias vitales, de tantas corrientes existenciales recorridas, encontrarse de frente, en un cul de sac predicho y concertado, con el Dios de dioses, con la divinidad misma: “Estamos, Dios, al cabo de la calle, / sin árboles, / sin gritos, / desesperadamente extraños, con un dolor estéril / que nos deja la voz de terciopelo y menta”…y retarla: “Cierto es que soportarnos es difícil, / más cuando nos crucemos en las plazas del tiempo, / te reconoceré por el perfume que se yergue de tu risa, / resignada y ausente, / y tú sabrás quién soy / por mis torpes maneras y el cansancio de plomo / de mis ojos”.

Frente al sacrosanto evangelio de los dioses, Gracia Trinidad, nuevo misionero de lo humano, antepone – humanitario y desafiante – profanas escrituras dedicadas heréticamente a los más dilectos héroes de su pérdida y no recuperable infancia: “Pero Dios ha bajado del columpio de nubes (…) Me corro hacia la izquierda para dejarle sitio / y ni siquiera hablamos…” y se hace plena y absolutamente responsable del desafío lanzado a la divinidad: “Es el hombre al caballo de su hechura, / soportando el dolor de la arrogancia; / lo que los dioses no perdonan”.

Acompañemos entonces, apoltronados en el mullido sillón de la sala de estar de su poesía, comiendo “palomitas frente al televisor”, al trovador apócrifo – al escritor deshechizado que dejó de ser fabulada rana de leyenda y estanque por efecto directo de castos besos de inocentes princesas – en la lectura y comentario de sus personales tebeos y odiseas, actuales y antiguos, contemporáneos y clásicos, de este siglo y de aquellos otros que vieron nacer los más recónditos mitos que el hombre acunó, preservó y difundió para, a la vez, crear y demoler a sus más remotos y desemejantes dioses:
• Gilmagesh: Al invencible valiente de mil y una aventuras, el poeta le advierte: “Escucha (…) Uruk, donde los cedros abrigaban tu trono, / ya no existe. / La serpiente comió la verde rama de la inmortalidad / y nadie ha vuelto a ser lo mismo. / Los héroes como tú no tienen una hazaña que llevarse a la espada”.

• Indiana Jones: Como el idílico Ulises se perdió – tiempo ha – en las lejanas y cantadas islas del olvido, el poeta reconoce que el auténtico aventurero en nuestros días es indiscutiblemente: “Indiana Jones quien regresa a su casa / silbando una canción de Tina Turner; / arañas hacendosas, en los techos del mundo, / ven pasar su sombrero”.

• Robin Hood: Con el pulso tembloroso, poco atinado ahora en el ilustre oficio de templar arcos y tirar flechas, el bien amado malhechor de los bosques de Sherwood observa, desde su sempiterna atalaya vegetal, como “el Pequeño Juan da clases de gimnasia / para artistas de Hollywood”.

• Aquiles: El más veloz y celebrado héroe de la legendaria Grecia visto por los contemporáneos y cínicos ojos literarios de Gracia: “tiene artritis y tose con frecuencia, el talón le ha crecido, / y anda vendiendo vasos de cerámica / para turistas sudorosos”.

• Supermán: El rey de los tebeos de mi infancia, el Aquiles contemporáneo, el superhombre –no es un ave, no es un avión – de mis nunca prescritos tiempos, el líder indiscutible de mi íntimo club de superhéroes, el Clark Kent con capa y sin gafas, “el que más corre, el que vuela, / el que sujeta el mundo con sus manos / mientras Atlas se sienta en un banco del parque / para dar de comer a las palomas”, no es, sin embargo, el preferido del escritor. En efecto, Gracia Trinidad confiesa sin remilgos su personal y justificada predilección por El Fantasma: “Y que decir de ti, Enmascarado Duende – Que – Camina, / The Phantom, Mr. Walter, / mi indiscutible favorito. / Heredaste de tus antepasados el trono de la calavera y hasta un anillo cátaro…”
• Schwarzenegger: Más que el victorioso gobernador de la California, de la mítica isla-país de Las Amazonas de Sergas del Esplandián, Arnold, el fortachón, es, hoy por hoy, el vencedor indiscutido de Sansón, “al que incluso le pagan una fortuna por luchar con los malos / sin que le caiga encima un templo”.

• Guillermo Tell: El destino final e imprevisto del héroe helvético por antonomasia es recogido e informado por la irónica prensa roja del poeta: “Guillermo Tell asesinó a su hijo, / la flecha dio en el ojo limpiamente / y dos fotos redondas, de manzana exclusiva, ilustran el suceso”. Y por si fuera poco, el escritor nos da también regocijadas noticias rosas de otros héroes en olvido: “y la Venus de Milo fue sorprendida un siglo de estos / acariciando con pasión, / es un decir, / a los siete enanitos y al último mohicano”. Y es también capaz Gracia Trinidad de formular, en tono de comentarista de farándula y de experto en cotilleo de la televisión española, un subrepticio reclamo por la virilidad y fertilidad de tantos prodigios, por la evidente falta de descendencia de tan atrevidos y aguerridos superseres: “Siempre me pregunté si el Capitán Trueno y Sigfrid / hicieron algo más / que dirigirse lánguidas miradas, / detrás del castillo de Thule. / Lo mismo me pasó con Supermán / y aquella periodista menudilla / que se llamaba Luisa. / Y que decir de ti, Enmascarado Duende – Que – Camina (…) sigue pendiente tu asunto con Diana (…) Dale Arden y Flash Gordon huelen a goma de borrar / de bachiller antiguo; / si no fuera por Zarkov y por Ming / nos habría matado tan largo aburrimiento: Todos igual. / Menos mal que la Dama y el Golfo vagabundo / fueron una excepción con prole numerosa, pero el resto….”
• Peter Pan: “Uno quisiera haber sido Peter Pan. / Uno quisiera – repito -, / no haber crecido nunca (…) Todo esto me tiene triste, me aburre incluso (…) como me aburre incluso que no me llamen James / y que me llame Garfio hasta el mismísimo cocodrilo. // Pero así son estas cosas (…) Permítanme que acabe este poema, tengo un barco que dirigir / y se me ha terminado el papel”.

Y muchas más noticias frescas tenemos de los héroes que alimentan la fábula de sus fábulas. En poemas que son un verdadero viaje en el tiempo, del pasado al presente, que actualizan situaciones, oficios y destinos ciertamente imprevisibles, descabellados, Gracia Trinidad nos informa – convincente – que, por un lado: “Guillermo Tell quedó para contar sus aventuras / a unos nietos que piensan en binario / y ya no le comprenden. // Conan, el gran cimerio; San Jorge y su dragón; / Sigfrido el valeroso, que también tuvo el suyo como tantos; / el propio Peter Pan, que al final ha crecido; / y tu amigo Enkidú, / y el mismo Quijote de la Mancha. / Todos los esforzados paladines de mi mesa camilla; / están haciendo cola / para ver si le dan subsidio al paro”. Y por otro lado, más minucioso y detallista, el escritor nos rinde cuenta del quehacer de otras tantas de sus heroínas y malvadas de su infancia y juventud: “Las hadas buenas de los cuentos viejos / son de una ONG y llevan vaqueros, // Blancanieves montó su propia empresa, tiene siete enanitos repartiendo comida a domicilio: // Alicia y el conejo, dejaron de correr / pusieron un casino y se forraron. // Todas las brujas malas consiguieron sanar sus caídas, / hoy son bibliotecarias, cuidan gatos, / y hacen páginas web para Internet: // cenicienta se divorció del príncipe / y trabaja por horas en una empresa de limpieza. // Caperucita empuja carros llenos / de tazones con sopa y arroz blanco / por los pasillos de una clínica”.

En la medida en que los dioses se disipan, los héroes cercanos al poeta, en franca camaradería, van envejeciendo, se van retirando del imago contemporáneo, para habitar en el recuerdo enternecido del escritor. Convencido Gracia Trinidad de que la realidad es como es, ni buena ni mala, sino simplemente real, concluye su narración detallando como quedó el siglo XXI que transcurre y continúa sin ellos ni ellas:

“Desde que ellas salieron de sus cuentos: / a las varitas mágicas las come la carcoma / los príncipes azules están verdes, tienen reuma y cataratas; / donde dice “bebedme” no hay más que Coca – cola; / nadie fabrica ya zapatos de cristal / y en el bosque del lobo / hay urbanizaciones y piscinas…”

IV. Una soledad inspiradora

Hay una bestia que respira
bajo la piel del mundo, bajo la inmensa soledad
de tantos como somos.

* * *

Papel, papel, papel…todo es papel
sobre el que duerme acurrucada y sueña,
en un pliegue sin fin, la soledad.

* * *

Terrible esta soledad
que se fermenta dentro de mi risa.

Intensa e inmensa es la imponente soledad de Gracia Trinidad, lo custodia a todo evento, lo acecha; sigilosa, a todas partes lo persigue; ubicua, exigente, hostigadora, no lo abandona, no desea redimirlo, no quiere desprenderse de él, dejarlo a sus anchas: se le encima, lo envuelve y busca aislarlo, destruirlo, ensimismarlo. Frenéticamente lo abraza, lo circunda, lo toma por el cuello hasta el ahogo, mientras que el escritor – imbuido del más humano instinto de supervivencia – certifica, en apesumbrados versos, en pesarosos poemas, su firme decisión de no aceptar alienaciones, desechar imposiciones, y, sobre todo, su irrenunciable necesidad de respirar literariamente a sus anchas, prefiriendo siempre el benéfico oxígeno brindado por la poesía, a la que finalmente reconoce, más allá de la soledad, como su más discordante y genuina compañera : “En este oficio nuestro todo está fuera de / lo debido, lejos de la razón: por eso tan a / menudo vivimos sólo para escribir y casi / siempre escribimos para sobrevivir”.

Pasea Gracia Trinidad la urbe de sus desvelos con su permanente y anónima soledad a cuestas, divaga sonámbulo por calles ausentes de fantasía, vagabundea por “las alcantarillas más profundas”, cruza plazas de hormigón y parques de una Madrid monumental, cada vez menos solidaria. El misántropo poeta, circula con las manos entre los bolsillos, harto de tabaco, hastiado de alcohol, con la triste mirada hacia adentro, sin perro fiel que lo siga, y expresa con despiadada claridad, “en un resto de cordura y de palabras”, sus más secretas emociones: “Es esta sensación, / la conocéis, / sumergida pregunta, / deambular por las cosas / que arrugan el deseo de vivir; / lo que me reconoce y me reclama, / lo que siempre termina / llamándome en la calle, por mi nombre, / por el nombre común que compartimos todos (…) Es esta sensación, y lo demás / una mesa de esplendidos manjares / que podéis degustar sin mi presencia; un regalo que quiero rechazar / un vértigo que no me corresponde…”

La soledad experimentada en medio del bullicio, el bar de copas y el terminal de autobuses, el orgasmo pronto y el beso sin compromiso, se unen a la que el propio poeta – silente – lleva muy dentro de sí, para proponerle motivos y temas a una poesía misantrópica, intimista, francamente pesimista, sangrante y desgarrada: “Extiendo mis papeles y me pongo a escribir: Notas, cartas, poemas, fórmulas contra el miedo, la soledad, el tedio” , o más claro y evidente: “Es en ese momento cuando busco / entre mis propios restos como un perro, / y aunque no espere mucho de la vida, / disimulo, Hago versos, me soporto”.

El escritor, experto en desamores y desencuentros, sabio en desilusiones, instruido por el desencanto y la ingratitud, intuye entonces, después de meditarlo largamente que: “Más seguro será no someter / la angustia a las palabras; aplicar las ideas / sobornando el cerebro con un algún paraíso de alquiler; / subsistir quedamente, con los dedos perdidos en la urdimbre del tiempo (…) no pretender la eternidad como una novia complaciente / que aguante el mal humor / la soledad, / el abandono que se ejerce como una profesión inevitable”.

Esta soledad múltiple y multiplicada que Gracia Trinidad reduce a una sola, constitutiva, intrínseca, personal y exclusiva, incita al escritor a refugiarse en la incomodidad de la palabra libertaria, del vocablo luminoso, del verbo ácrata, de la copla redentora, del poema revoltoso: “Las palabras me hicieron insolente; / nacieron para el llanto y para el grito / y se quedaron en mi voz clavadas / como la luz que son, como la fiebre / que terminan por ser, como la sangre”.

Subsiste, sobrevive Gracia Trinidad por, con y en el poema, lo escribe para sí mismo y “para quien no me escucha digo, para quien no está / aquí y no sé si estuvo nunca o llegará más tarde”. Confunde la poesía con la vida misma, con la existencia desandada y cotidiana, la compara – rutinario – con “la taza de café vacía, que llora con amargo / recuerdo su aroma de suicida y el sabor de los / labios”. Aún más, expresa muy urbanamente que la poesía es un tendedero a pleno sol, un secadero de emociones, un alambre de pared a pared, donde se exponen variopintos, sin rubor y a la vista de todos los viandantes: “la camisa de un sueño, por ejemplo, / o el mantel de las últimas derrotas / o aquel pañuelo / que es como un resto de niñez, tan blanco, / tan diminuto, tan herido”, y, más guerreramente, el escritor afirma que la poesía también puede ser: “…versos, hechos sangre, piel o músculo, / bien cogidos con pinzas, agitándose / en medio de los patios, a la luz, / como banderas sin ejército”.

No exento de tentaciones vive el poeta su soledad inspiradora, más de una vez en la ya larga cincuentena de años vividos, el escritor ha sido tentado por el entorno, por su prójimo, por los amigos y los no tanto, para que venda, arriende, permute, hipoteque, done u otorgue en comandita simple su libertad creadora y sus celebrados afanes por ser distinto. En sincera confidencia vital, cuando ya el destino queda irremisiblemente en manos de uno mismo, el poeta reconoce: “Enhorabuena, chico. Has conseguido / llegar a los cincuenta sin vender / tu alma a Satanás. // Nunca confieses que lo intentaste y no se interesó. / A veces la alquilaste, no te engañes, / a pequeños y míseros diablos; / pero eso a fin de cuentas lo hacen todos / y es parte del oficio de vivir. / Lo peor viene ahora, lo más crudo: / cuando ves que ni a Dios ni a Lucifer / les importa lo que hagas con tu vida”.

La palabra y sólo la palabra poética – “Acabado el poema, es posible morir (…) que la palabra quede como un bello cadáver”- es la que continúa cosechando Gracia Trinidad en los disímiles huertos de olivo y ofrenda de sus preces solitarias: “La soledad es un recibo / en esta sala de eco esmerilado / donde es obligatorio moverse con soltura, / sonreír vagamente; / inclinar la cabeza ante las damas, / toser con disimulo, no hurgar en los bolsillos; tener la compostura de las fotos”.

Sigue viviendo el poeta para el verbo, nombra y sigue nombrando, a pesar de que por momentos el poema perfecto, el que no pudo ser, el verso sin objeciones, terco e intolerante, no aparezca impoluto, exacto, preciso, en medio de “las palabras escritas con descuido (…) a la deriva de una mesa”, perdido el poema entre “palabras no usadas, / restos de luna vieja, / sangre que fuera vino, / libros oscuros y papeles ciegos…”

Se resguarda para siempre Gracia Trinidad en la nunca serena bahía del habla poética: “Es una puta descarada que nos sonríe por oficio, / una perfecta zalamera / de la que nos enamoramos / cuando por primera vez nos parece que ya somos poetas”, a fin que su palabra corsaria no sea azotada por el látigo venal, carbonizada en la fogata inquisidora, estrangulada en la horca justiciera. Antes de cualquier impuesto auto de fe, vaticinando la inevitable aclaratoria oficial que inevitablemente le exigirán, confiesa previsivo el poeta que su silencio – el que tampoco podrá ser usado en su contra – es como su palabra:

“Este silencio de mi sangre es furia, / grito de libertad que apenas grita, / calavera pintada de albayalde / sobre un jirón de noche; / batalla en el Caribe, que termina en derrota, / plancha de la que siempre se salta hacia el olvido, / arriesgada costumbre en la que Dios / no pasa de grumete. / Este silencio, en realidad, es guerra / que alza un gozoso mascarón de proa / contra la adversidad de la costumbre”.

V. La cotidianidad: un regocijo y un fastidio

Nada como las bolsas de plástico y de mimbre
flotando a media altura en el mercado
bajo las manos de mujeres fuertes,
sobre pequeños carros donde un mundo cabe,
siempre dejando ver un tallo de acelga,
una barra de pan o unas cebollas.

* * *
Me levanté por la mañana,
la fecha es la de menos,
dispuesto a ser vulgar como se debe,
pero no funcionaba la rutina.

Alguien debió quitar los plomos de la mediocridad
o a Dios se lo olvidó que era jornada de trabajo.

Enrique Gracia Trinidad, dual, ambivalente, paradójico, disfruta y aborrece la cotidianidad, la rutina, la diaria usanza, la costumbre. Puede, a la vez, embelesarse con ella o repudiarla; sus versos de espectador agudo y solitario así lo testimonian: “La ropa a veces, mientras duermo, se me marcha a la calle”, o bien: “Me siento mal. / Algo fatiga mi cintura, quizás mi corazón. Debo marcharme / a dibujar también, sobre un papel o un muro; / esa pequeña historia / que a mí / me corresponde”.

El poeta es capaz entonces de prendarse de la cotidianidad del ama de casa, del fontanero, del vendedor de legumbres, del carnicero, de la pescadera, del trajín bullicioso del mercado de víveres, “después de levantarse y abrazar / al primer hombre”, pero también está presto a repudiar la suya, esa rutina que lo sofoca y debilita, haciéndolo pensar que un día más sobre la tierra no tiene sentido, que la vida no amerita de ser vivida.

Así va entonces por la vida nuestro poeta, disfrutando de la rutina ajena y rechazando la propia. Basta asistir con Enrique Gracia al Mercado de las Ventas en Madrid – que puede ser cualquiera de los heterogéneos territorios de la alimentación en cualquier ciudad del planeta: el mercado de todo y para todos de Guacaipuro en Caracas, el escenográfico de la Rue Mouffetard de Paris, el central de los mariscos y moluscos en Santiago de Chile, el de las coloridas especias en Rabat, el del picante ají en Ciudad de México o el de los flamantes atunes y tiburones en el lejano Tokio – para exteriorizar en sus alimenticios versos el regocijo que le produce ver a como se llevan a cabo, aquí y allá, allende y aquende, las transacciones habituales y siempre inéditas, en las que el vendedor adorna su oferta para tentar al consumidor, y el comprador hace todo lo posible por llevarse algo de más o cancelar algo de menos.

Para el escritor un mercado como el de las Ventas “es el paraíso reencontrado”, “un circo de alma insospechada”, donde la vendedora de pescado es una miss internacional, el frutero se alborota con prontitud y el bobo del mercado, el infaltable tonto del lugar, el que carga, poseído por la felicidad las cajas de verduras, ríe por nada; el olor del embutido multicolor compite con los mejores aromas del universo que se perciben en el propio olfato del poeta: “el aire es de limones, de laurel o canela, / de verde perejil, gamba roja, café, / queso manchego, / vida”, y el ordinario y prosaico papel de envolver se convierte en protagonista final y apetecido de tantos entusiastas participantes en el jolgorio, la jarana, el fandango que supone un alegre y variopinto mercado de víveres en cualquier lugar del mundo.

Se extasía y se divierte ciertamente el poeta, no puede ni quiere ocultar su vivaz entusiasmo: “No hay color en el mundo / como el que tiene un puesto de frutas apiladas, / un color oloroso de piel acariciable y fresca. / ¡hay tanta gente aquí, tanto alboroto! / -¿Quién da a la vez? – repite el eco, / mientras un universo multicolor, sin tregua, / sofocante, / desfila siempre igual, distinto siempre, / junto al escaparate de aceitunas: / Se vocea el pimiento con eróticos gritos / y cómplices sonrisas; interrogan al ojo del besugo, / miran en el profundo corazón de la lechuga, / se palpa la manzana”.

Gracia Trinidad hace suyas las leyendas ajenas; las pequeñas historias, las trascendentes anécdotas diarias, que “se dibujan en pálidas paredes, en esquinas que ocultan su dolor y su triunfo (…) Las pequeñas historias esperan a sus novios, / cogen el autobús, / llevan cartera al colegio, / salen del almacén de ultramarinos, / van al cine; / dan de comer a las palomas / cuando saben que el tiempo ya no espera: / Río que se desborda por la orilla cansada de mis ojos”.

Así la cotidianidad del otro, la forastera, se convierte en inevitable motivo poético que el escritor suma a su propio fastidio vital, a su permanente fatiga existencial. Los trenes, los cafés, el metro, las aceras, los centros comerciales, los cines, las esquinas, al igual que los mercados municipales, los bares, la plaza de toros, las tascas y mesones, le brindan al poeta un desechable y variopinto material humano que alimenta también, en más de una ocasión, su inapetencia por la vida, su perenne vértigo personal: “Dejo pasar el tiempo, minutos alejados de este cuerpo, / respiración ajena al espectáculo / que me ofrece mi nombre / y el nombre que le invento a cada asunto (…) La realidad es un gusano que ha comido de más, / tiene la digestión pesada, / no habla a sus vecinos / y se enrosca a dormir en el momento menos oportuno (…) Debe ser lo que llaman asuntos cotidianos, / o costumbre, / o cualquier otra historia que mejor no escribir”.

Sin embargo, reconciliado a ratos con su prójimo de todos los días, el concreto y evidente, el anónimo y tumultuoso, Gracia Trinidad confiesa sin hipocresías su interés por la gente del común, por los ciudadanos de a pie, que se transforman en cotidiano paisaje humano visitado ardorosamente por el escritor con misericordiosos propósitos redentores y justicieros: “Tengo que devolverle lo que es suyo: / las palabras, / el ansía por decirlas como si fuesen mías. / ¡OH, la palabra siempre, / sangre que se derrama del silencio / cuando es asesinado! (…) He de restituir esta alegría, / ¡ya se sufre bastante! / De la sonrisa y la palabra queda / para todos / por más que devolvamos”, o más revoltoso y anarquista todavía: “Y esta palabra debe seguir siendo / soledad disparada, / a quemarropa, / contra la multitud que se disuelve / en un ácido esfuerzo, cotidiano y servil, / pasto de la miseria; / descalabrada sombra del olvido”.

Confirma Gracia Trinidad que los peregrinos de vidriera, los desocupados, los oficinistas, los presos, los recién bañados y afeitados, los bebedores de café y menta poleo, los parroquianos habituales, los fumadores sin remedio, los vecinos de ocasión, los menguados madrileños y los incesantes inmigrantes de diferente color y habla, son efectivamente: “el paisaje humano que busco, / escritura de carne entre las calles, / arañazo de piel / que avanza hacia las horas de la tarde, / Gente. // Espectáculo vivo, improvisado, / que hace suyas las plazas: / hijos del laberinto, / corriendo a los oficios y las cárceles; / desde el humo a las páginas, / desenredando la madeja / para encontrar después la ruta de regreso”.

También se atreve el inconsciente de Gracia Trinidad a salir de paseo para continuar hurgando en las costumbres ajenas, en las cotidianidades foráneas, a fin de contrastar su propia descompostura con el vértigo de algunos dramáticos y descabellados personajes que habitan vívidos sólo en su indetenible imaginación. En efecto, con las “puertas inclinadas / hacia el lado derecho del olvido / que es el lado siniestro de la desesperanza”, el escritor se imagina – en cursivas – el guión que un sueño alocado y repleto de prójimo le sugiere: “Allí una mujer clara, / gótica imagen de la belleza rubia, / fabricante de besos, / me sonríe / y se aleja / y ya es bastante. / Un hombre con el rostro / velado por la nada, / zapatos y columnas que siguen recostándose / sobre el lado profundo de esta casa / – torre, cueva, pretil de olvido – / donde se juega el vértigo / y se cae…”

Nada quiere, sin embargo, el escritor con su propia rutina, con esas “orillas tristes de la necesidad”, con la cotidianidad que lleva a cuestas como una indeseada giba, como una mole etérea más pesada que un Escorial, a ella quisiera renunciar o que lo renuncien: “Mientras los girasoles proponen una huelga / contra un sol que no quiere dar la cara; / yo me siento en el filo de un libro de cocina, / balanceo los pies sobre la eternidad / y echo recetas a los pájaros. // Vaya una forma idiota de perderme otro día”. Nada desea pues el poeta con el automatismo contemporáneo, con las aburridas usanzas personales – “Y permitidme ahora una pregunta: / ¿Por qué no puede ser este poema también un sacacorchos?” -, con un desafecto e incoloro día a día: “La costumbre es la cálida trampa de la vida. / Uno se deja llevar poco a poco y está perdido, / se siente a gusto y está muerto / Hace trampas la luz en la costumbre, / los minutos no tienen nada nuevo – eso ya es viejo – / y es la rutina un óxido, una grama, / una costura ineficaz, / el harapo tendido en una cuerda / que se secó hace tiempo y ya ni gesticula”.

Gracia Trinidad se acerca a ratos a su infancia y adolescencia para desvelarla y dejarla al descubierto en versos que hablan de tiempos que no son ni fueron mejores ni peores…simplemente fueron: “ He llegado esta tarde hasta la misma / calle donde crecí. Lugar extraño sin el juego de entonces ni la risa / rebotando en los viejos portalones: / Cualquiera puede regresar un día, / es fácil retornar pero terrible / porque no se regresa en realidad…” Constata así el escritor – sin añoranzas, melancolías ni nostalgias – que toda cotidianidad es intemporal, que vivencialmente da lo mismo,, aunque, en ciertas ocasiones, deba defenderse el recuerdo y una que otra tradición que hacía la existencia, en su momento, más natural y menos artificiosa: “ni que las calles, – arena, piedra, resto de brasero (…) donde ingenieros fuimos del polvo y la merienda, / fuesen mejores que las calles / que recorremos hoy, / teléfono inalámbrico en el coche y prisa en los colores; / perfectas avenidas / con sus limpias fachas de cristal / tras las que el mundo es eficacia, máster, negocio “on line” y dividendos. // No quisiera que nadie / sacase una opinión equivocada: / Cuarto de kilo de azúcar en su bolsa de estraza / no puede compararse con la belleza hermética de un frasco / de diseño anatómico para la sacarina. / Faltaría más.”

Registra también Gracia Trinidad otras cotidianidades personales y ajenas, más sangrientas y dolorosas empero, como aquellas situaciones sin destino en el las que “siempre queda un zapato después de un accidente, / un zapato sin alma y sin aliento (…) Algo también nos quedará a nosotros / al final de la insípida tertulia donde siempre acabamos, / tal vez un alienígena en el fondo del vaso, / a quien secar las gotas de cerveza y ofrecerle tabaco, / con el que discutir hasta que nos alcance la mañana, / sobre estúpidos versos y atrevidas hipótesis futuras”.

En fin, dejemos al poeta con sus malmirados idos y venires, con sus inevitables andanzas de todos los días, con su rutina negadora, con esa cotidianidad irrenunciable y necesaria que maldita nos impone la existencia: la desdeñosa, soberbia y despectiva vida, ante la cual Enrique Gracia Trinidad, con la única arma válidamente disponible para domeñarla: sus versos, reflexiona sobre lo vertiginosamente vivido y acuerda para sí mismo, estricto y resignado, lo siguiente:

“Nunca estaré de acuerdo con la vida. / Ella no entiende nada de lo que aquí nos pasa, / sigue a lo suyo, ignora lo más simple de mis necesidades, / se oculta a mis deseos, ensordece mis súplicas: / Últimamente he decidido / vivir sólo lo justo / para que esta malvada / no me moleste demasiado”.

VI. Una tristeza imbatible

Para dormir esta noche debería estar vivo
y sólo estoy cansado. Triste.

* * *
No digas que canto triste,
mi tristeza es un espejo
que tu tristeza repite.

La íngrima soledad del poeta vive acompañada de su indeleble tristeza. Un solo, intenso y desgarrador calificativo bastaría para definirlo, identificarlo, delimitarlo, catalogarlo, describirlo, ponerlo en su epitafio y transmitirlo para la siempre escurridiza eternidad: triste.

En efecto, el poeta en variados poemas y múltiples versos, en íntimas y familiares épicas, con sus hijos, Paula y Eduardo, beatíficamente rendidos por el sueño, explícitamente se reconoce frágil y embestido por la tristeza, humilde declara esperanzado: “Quiero creer que no hay por qué dejar / que la tristeza gane, / que mis hijos dormidos a estas horas, / son de verdad lo que sujeta el mundo (…) Pero es inútil”, o bien, a su mujer amada también le suplica la necesaria comprensión para el resquemor de sus adentros: “No me tengas en cuenta la tristeza / que me acosa y a veces sin remedio, es más fuerte y me doblega”.

La tristeza del poeta es paradójicamente el impulso vital de su vida, en ella se deshace para rehacerse, se debilita para robustecerse, sucumbe penosamente para reincorporarse, triste, siempre triste, al permanente vértigo que intenta amaestrar sin manifiestos resultados. Afligido, el escritor constata – apremiado – que hoy, en este minuto postmeridiem: “Tengo urgencia de flores; / en esta tarde urgencia quiere decir pálpito; / recodo, / lugar común en que beber; reír (…) // Me produce tristeza un lecho solitario, / también una insistencia gris, / cualquier vacío”.

Tristeza y más tristeza es lo que destilan los versos de Gracia Trinidad; si fuesen húmedos, como sus calles, no habría fregona posible para secar tantos acuosos y torrentes sentimientos, llueve y llora el poeta en la terraza de su casa con la tristeza invadiendo y adueñándose lentamente de todo: “Hay algo triste en la terraza / pasa de tiesto en tiesto, serpiente, brillo oscuro, / aroma de tormenta que pisa como un perro silencioso (…) Animal silencioso, turbia sombra de fiera, / esta pena, a mis pies, / toma la tarde, el poco sol, / se queda adormecida, gruñe y sabe / que no la obligaré a escapar de aquí. (…) La tristeza que habita la terraza / tiene las garras verdes, / el espinazo de madera tierna; / la sonrisa de hoja inesperada. (…) No sé si todas las terrazas son tan tristes / pero la mía es hoy la más triste del mundo”.

Su tristeza es vital y vitalista, lo empapa hasta la médula de su más recóndita osamenta, emula a su ropaje peregrino, a su vestimenta indócil y desobediente que, noche tras noche, deambula – impúdica, desvestida, encuerada, destemplada – para experimentar bizarras y únicas aventuras de mar y tierra: “Es mi tristeza entonces ese barco en la playa / todo madera seca y ancla y brea”. El poeta regaña a su tristeza inquieta y transeúnte para reprenderse entrañablemente: “le digo que no es hora de andar con cuentos raros, / que como tantas veces me quedaré despierto por su culpa”.

El vigilante está triste, el guardián se recuesta desarmado en su garita; pacífico, lejos del vértigo que permanentemente lo acompaña. En el portal de su casa solitaria – abatido y resignado porque el mundo no cambia – el poeta se despide con estos yermos versos en los que una tristeza testaruda y fiel lo escolta como puta perra sumisa que lo lame profunda e insistentemente:

“Hoy, amiga tristeza, estás tan cerca / que no sé si me buscas o te quiero, / que no alcanzo a entenderte. / Siento tus huesos en mis huesos, / tengo en mi boca tu sabor a tierra / enrarecida y silenciosa, tengo / tu caricia de amable soledad, / tu beso. / Si pudiera llorar te alejarías / con tu vaivén de lágrimas y tiempo. / Pero eres insidiosa, persistente, / no te marchas, te acuestas como un perro / a mi lado, mirándote en mis ojos, / como todos los perros con su dueño”.

VII. El tiempo inclemente

No sé porqué nos gana siempre el tiempo

* * *

Pero todos los días.

cada instante de todos esos días.

alguien acaba por marcharse.

La vida es una despedida interminable.

Son varios y disímiles los tiempos del poeta: unos son aciagos: “junto a mi puerta se pierde la ternura, / alguien llama de tú a la soledad / y soy yo mismo”; otro poco feliz: “y la felicidad, hija adoptiva del olvido, / se quedará a su lado, / dormida, muerta, nunca se sabrá. / Como una niña buena”; algunos de fatiga: “algún bostezo inevitable, / dibujo del terrible aburrimiento, aire de soledad, / parecerá un suspiro a los idiotas”; hay apocalípticos también, ciegos, uno que otro mortecino: “estaba incómoda la luna, se juraba a sí misma menguarse para siempre”, y los más frecuentes son desolados, de tristeza: “Os digo que una palabra triste vale más que muchas otras cosas, / lo repito, / y en esta noche guardo el privilegio de cantar / al hombre que se aflige, / me reservo el derecho de pena / y mezclo las palabras”.

Así va Gracia Trinidad por la vida, desandando el tiempo y viendo como éste lo trajina a él. Confiesa el poeta que:”son tantas vidas las que en ésta tiemblan, / tantos caminos antes recorridos / que cumple ahora recordar oscuros…/ Repito, ¿hay algo más? ¿hay algo nuevo? (…) Tal vez sólo cansancio / o su perfume que jamás nos deja”.

Para el escritor “los años ya no son azules ni siquiera los días”, la existencia desparramada en sus múltiples andanzas vitales y aventuras personales, buscadas y no, complejas y difíciles, médicas y de confesionario, lo ha endurecido. Gracia Trinidad, lenta y acendradamente, ha visto crecer encima de su piel una costra de indiferencia, una concha de indolencia, un blindaje de apatía, una caparazón fosca, áspera, rugosa, que inútil, ineficiente, inservible, no lo protege de sí mismo ni de los demás, y mucho menos de lo que finalmente le acontece; en medio de su creciente perplejidad inquiere el escritor: “HAY QUE SABER SI ESTANDO VIVOS / se cumple el ritual con suficiencia. / Saber si basta con estar / a este lado del tiempo, / en esta campanada del reloj / que hace que nuestra sangre sobreviva”.

El tiempo inclemente se cuela por minúsculas rendijas, se introduce a través de los más recónditos intersticios del escritor y ejerce, lentamente, articulación por articulación, ojo por ojo, en músculos y sangre, en el alma misma, todo su poder depredador.

Los años pasan, llegan y se van, el almanaque indolente se va deshojando con las horas, cambia la fecha en la pantalla de la computadora y en los indiferentes relojes de las agencias bancarias, las agendas, inútiles como un telegrama de reciente envío, se multiplican y apilan, para nada sirven porque los días del poeta dejaron de tener nombre:”Hoy el ordenador dice que es lunes. / Poco importa en el fondo que se vista / de jueves y que nunca desayune, / o que incierta paloma, pierda el tren / de esta tarde amarilla y amanezca de viernes en la próxima semana (…) O porque a lo mejor es cierto incluso / que hoy es lunes y no hay error posible”.

Con su muy evidenciada y manifiesta animadversión por los humanamente detestados lunes, el escritor, en busca de una explicación, racional y comprensiva para justificar su aversión genética por el mentado día, confiesa impotente: “He abierto el diccionario / pero no pone nada de los lunes / que explique este cansancio, este espesor amargo, / este dolor de tiempo irrespirable / que no nos pertenece”.

En la poesía de Gracia Trinidad el tiempo puede transcurrir despacio e inadvertido, carente de urgencias, parsimonioso, felino y pausado, ronroneando como un felpudo, invisible como bestia de todos los días, animal de costumbre; puede, incluso, dejar de ser para seguir siendo, el muy tramposo y taimado, se camufla, se disimula y acecha, el escritor lo sabe y lo advierte: “Es el tiempo del ojo de la aguja. / Y la turbia ceniza / que asoma en los pliegues de una estatua, / un banco de madera en cualquier calle / o alguna contraseña de instituto, pintada en la pared, / son el único ritmo / que pueden permitirse mis ojos”.

Y regresa una y otra vez el tiempo inclemente y vertiginoso, inspirado, dispuesto a batir cualquier arco vital, presto para el fusilamiento que supone un penalti, un tiro libre de dietarios y minuteros, embalado, en abierto y victorioso contragolpe que a todo contendiente elimina sin posibilidades de cuartos de final, de habitaciones exclusivas en donde abrigarse de calendarios, canas y escarchas. Gracia Trinidad, experto entrenador deportivo en tiempos en los que también perdía el tiempo y versado árbitro de una existencia sin desperdicio, así lo sabe y así lo pita: “Sigue el tiempo ganando la partida, / no hay tregua. / Suena en la radio una canción / que iremos masticando hasta la tarde, / Las autopistas están atascadas, / hoy subirá la bolsa, se crecerá la luna, / harán obras en dos de cada tres esquinas / y seguirá la huelga de la esperanza”.

Y quien dice tiempo afirma vida y confirma muerte, la existencia se escurre por los sumideros del recuerdo y por los albañales del olvido, el poeta, previsivo, sabe que este tiempo que nos toca vivir es poca, muy poca cosa, de allí sus versos realistas y desilusionados en los que nos previene y aconseja: “Para que nadie dude de la muerte / siempre hay alguien que muere. / Unos viven de prisa, / se acercan rápido al final: / Las malas lenguas dicen / que son los preferidos de los dioses. / Algunos son discípulos menos aventajados, / tienen algún tropiezo, / se entretienen / y su tiempo les llega más despacio. / Otros alargan la existencia / con lentitud, con calma, a veces con empeño: / parece que de ellos se ha olvidado la muerte. // Pero todos los días, / cada instante de todos esos días, / alguien acaba por marchase. / La vida es una despedida interminable”.

Gracia Trinidad vivo de tanto vivir, se prepara para cuando la existencia se agote y pase, indefectiblemente, a llamarse de esa otra manera que detiene los gestos y paraliza el habla:

“Sabes que todo se desliza y sigue, / que todo volverá, feliz o amargo, / pero jamás nosotros volveremos. / No es más cierto porque el maestro Heráclito / nos lo dejara escrito entre sus aguas / sino porque tú mismo lo has palpado, / has ido deslizándote, fluyendo, / como lo hacen la grasa y el cansancio, / como la sangre, la nostalgia, el río, / igual que se deslizan los pecados, / el ansia, la palabra, el desaliento. // Deslizarse, fluir, pasar no es malo, / lo malo es pretender que la memoria / nos alce de la sombra de la vida / cuando no estemos ya, cuando no importe / si fuimos grandes o tuvimos algo. / Lo peor es pensar que esto es eterno, / que sobreviviremos pese a todo”.

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