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Jason Galarraga:Mis cosas favoritas

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Al conocer los hitos que han entramado la obra de Jason Galarraga, lo primero que llama la atención es su empeño en ir a contracorriente.

Quien se iniciara en el diseño gráfico y la fotografía, permaneciendo allí por varias décadas, es el mismo que hacia principios de los años noventa se vuelca a la pintura, como quien busca deshacer, como quien invoca una huella olvidada.

Los noventa fueron los primeros tiempos de la hegemonía de la informática, y mientras la pintura comenzaba a atender los llamados del lenguaje numérico y a suscribir sus infinitas promesas, Jason Galarraga quiso entrar al laberinto de la materia, conocer las opresiones paradójicamente salvadoras del hacer orgánico, el oficio del color que sólo se hace posible en los pigmentos reales que se mezclan a la luz, con sus trampas infinitas y sus caprichos incontrolados, los padecimientos impuestos por la pintura a quienes quieren hallar en ella alguna respuesta probable.

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Caminó a contracorriente, pues, en un mundo que día a día se orientaba (como lo sigue haciendo) hacia una estética de lo titánico, donde no cabe el reconocimiento de lo imposible y por lo tanto, un mundo que desterró al sueño de su agenda repleta de imperativos. Un mundo en el cual al hombre, por primera vez, le bastaba ver para creer, porque la tecnología comenzaba a “convertir” todo en una “realidad”. La tecnología, al hacer visible, proclamaba que aquello que vemos, lo vemos porque existe, aun cuando bajo lo aparente no hubiera más que la trampa de lo virtual. En ese mundo que para entonces se desbocaba hacia su afán numérico, tras la esperanza de hallar ahí un nuevo lenguaje visual, un mundo donde arte y diseño convergieron en el hecho publicitario para crear una estética irresistible, en ése, el artista decidió hacer el camino a la inversa y despojarse de virtualidades para encontrar realidad.

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Y de esta decisión resultó que los elementos del mundo industrial, los códigos, los objetos concebidos, fabricados y vivenciados en serie, se redimensionaron a través de lo pictórico, lenguaje que les brinda acceso a una identidad inédita: la de la ironía. Objetos inadvertidos del diario transitar, lucen en la pintura que los señala, como relámpagos que despiertan al espectador y lo humanizan. Y esto ocurre porque aquello que les concede (que les devuelve) el sentido, es lo que del hombre hay en ellos. Sólo porque nos une a ellos una historia, ellos, las sillas, las vasijas, los utensilios, aparecen en esta pintura dotados de una jerarquía misteriosa. Han partido del anonimato para repentinamente alzarse como testigos de nuestro devenir, elocuentes, reivindicados.

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Mediante una evocación de lo verbal a través de lo tipográfico, la pintura de Jason Galarraga también alude a la deconstrucción de la palabra. Apenas signos, apenas series de letras sin cohesión formal pero atrapadas en un orden casi despótico, enuncian el silencio al que nos confina el logos. Al exhibirlas una a una, atrapadas en la cuadrícula que las domina, sólo el silencio las dota de una vibración estancada, animadas pero inmóviles, a la espera de un juego liberador. A la espera, tal vez, de un caos iniciático. Es mediante la pintura que aquellos íconos de la despersonalización se convierten en estaciones del ensueño, descreyendo de la masificación o acaso haciendo de sus fenómenos una posibilidad de ironía, de nuevo, dulce y extraña ironía por la cual lo serial, lo masivo, se revela ahora íntimo, orgánico, doméstico y domesticador.

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