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Joaquín Cortés: fotografiando la vida

(%=Image(1897236,»R»)%)Desde que la fotografía y el cinema se establecieron como las artes más dinámicas y ubicuas del siglo XX, muchos fotógrafos y cineastas trataron de traspasar esa sutil frontera entre el documento y la interpretación personal de la realidad. Pocos lo han logrado satisfactoriamente y la mayoría se han quedado a medio camino, atrapados por las exigencias del comercialismo, la estética o las tendencias de moda. Stanley Kubrick fue uno de los exitosos, primero mostrando sus impactantes fotos en la revista Look –que al igual que la pionera Life, le daba la precedencia a la imagen por encima de la palabra— para luego abordar la secuencia fílmica y darnos una variedad de películas que ya son clásicos del género cinematográfico, donde resaltaba una fotografía preciosista con encuadres precisos.

Pero mientras otros artistas de la imagen se quedaron trajinando en una de las dos artes, otros profundizaron en ambas al mismo tiempo, quizás convencidos de que el cine no es más que la extensión de la misma fotografía, aunque tenga una técnica mucho más compleja debido al movimiento y –en los filmes de ficción- a las inmensas posibilidades de la actuación. Un venezolano de origen catalán es una de estas rara avis, indecisos entre abrazar la fotografía o el cine, aunque en ciertos momentos de su vida haya sido más activo en una u otra profesión, quizás hasta desdeñando la otra como menos valedera para expresar su visión de la vida y el mundo.

Nos estamos refiriendo a Joaquín Cortés, cuyo nombre puede causar confusión desde que apareció un bailador español con el mismo nombre, pero que para los seguidores de su carrera no hay manera de equivocarse, pues se trata de un artista largamente asociado al cine y la fotografía en Venezuela, y que ha enaltecido ambas artes en exposiciones y festivales internacionales, aunque no haya logrado la fama y el éxito comercial que merece.

Ahora, a raíz de la publicación de su tercer libro de fotografías, titulado Fragmentos de Vida (*), creo que es hora de rendir un homenaje a su obra artística, por temor a dejarlo para después y arrepentirse, pues ambos –él y este articulista– pasamos la temible barrera de los 60 años y no se sabe qué sorpresas nos aguarda en esta incierta etapa de la madurez. Conocí a Cortés cuando apenas se iniciaba en ambas artes, en 1967, pues venía de realizar documentales para la ULA y acababa de publicar su primer libro, Andinos, un retrato de gente y vivencias de la gente humilde de aquella tierra tan apreciada por residentes y turistas. Así que, después de conocerlo y tratarlo tres décadas y media, creo poder hablar de este personaje quizás mejor que muchos, también por ser un amateur –en pleno sentido literal del epíteto– de la imagen fija y móvil, al haber realizado una modestísima obra en ambos campos. Por eso, espero poder hacerlo con propiedad, por encima de cualquier vínculo de amistad que tengamos, que a veces nubla la objetividad requerida en un retrato fiel.

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Para los que desconocen su obra, bastaría decir que Cortés es quizás el fotógrafo venezolano que se ha proyectado más en el exterior (nadie es profeta en su tierra), manteniendo siempre un alto nivel de calidad en toda su obra artística. Ciertamente, al no tener bienes de fortuna ha usado la fotografía comercial para subsistir, pero siempre apuntando a conservar un enfoque artístico junto con una sobriedad atípica en esta versátil artesanía. En otras palabras, en cada foto comercial que ha hecho, ha tratado de convertirla en una obra artística, como se puede observar en su extensa gama de ilustraciones para anuncios, revistas y libros, encargadas por editores que aprecian esa cualidad de este versátil medio de comunicación, que permite dar una visión objetiva de la realidad o un evento pero permitiendo la expresión del artista detrás de la cámara. Esta faceta fue aún más evidente en su segundo libro, publicado a fines de los 60 gracias al patrocinio de una distribuidora fotográfica donde trabajaba Cortés, y que tituló Retazos de Vida.

Ese título, que modificó ligeramente para su actual pero mucho más ambicioso volumen, Fragmentos de Vida, refleja una clara obsesión de Cortés por usar la cámara para interpretar la realidad de acuerdo a una tendencia muy propia del arte fotográfico, que es la habilidad de captar momentos fugaces que sólo la cámara –sea de foto o de cine– puede inmortalizar, para mostrar a los públicos de hoy y mañana una faceta poco usual de la vida, revelando momentos íntimos del ser humano o las relaciones ocultas entre los tres protagonistas de la realidad, o sea el ambiente, la circunstancia y las personas. Es lo que un famoso fotógrafo francés, Henri Cartier-Bresson ha bautizado como “el momento decisivo”, o sea aquel instante en que los elementos estéticos encajan armoniosamente y se funden para dar una visión única de lo que acontece frente a la lente.

Y creo que desde que Cortés descubriera la obra de ese mítico artista de la fotografía documental –y a quien conoció personalmente una vez–, su vida cambió para siempre, al tratar de ajustarse a esa difundida norma cartierbressoniana, que implica usar la cámara y la película en su máximo potencial, pues sólo un obturador puede captar esos instantes fugaces de la vida, bajo la mirada atenta e incisiva del fotógrafo –o del cineasta– como quizás ningún otro medio puede hacerlo en forma tan fidedigna y emotiva. El periodista o escritor tendrá que confiar en su memoria, aunque relate el momento poco después, pero el fotógrafo está allí y es un testigo-actor del precioso instante donde se relaciona la realidad objetiva con las emociones tanto de los seres frente a la lente como del artista mismo, en una comunión biunívoca de la que pocas artes se pueden ufanar.

Quizás por ello esta tendencia tiene adeptos muy apasionados, pues convierte al fotógrafo en un protagonista e intérprete de eventos cotidianos, lejos de ser un simple espectador afortunado con una cámara en sus manos. Precisamente esa actitud expresiva es lo que diferencia al registro banal, o la instantánea –que significaría una fotografía meramente documental– de una verdadera obra de arte, al igual que sucede en la pintura, la escultura y otras artes plásticas, y –obviamente- en el cinema, que nació como una extensión de la fotografía y confrontó el mismo dilema cuando se convirtió en un arte, aglutinando métodos usados en el teatro pero usando el registro fotográfico sucesivo para imprimirle un realismo sin precedentes al relato de situaciones y la descripción de ambientes.

Naturalmente, un artista tan perceptivo y sensible como Cortés no podía dejar de notar las amplias posibilidades del cine como medio expresivo, y de allí su larga incursión en el séptimo arte, primero en cortos documentales y finalmente en el cine de ficción. Poco a poco, en apenas un par de décadas, Cortés fue cosechando premios en los festivales internacionales, desde su primer corto en blanco y negro filmado en las calles de Nueva York, que tituló Una Gran Ciudad, pasando por Apuntes para un Filme y Sorte –-dos visiones muy personales sobre las tradiciones criollas– para terminar con un impactante clásico, El Domador, documental de media hora sobre la vida cotidiana de un domador de potros en el llano apureño, un bello filme que ganó premios por doquier (Lille, Nyon, Chicago) incluyendo –en Mérida– el Gran Premio Simón Bolívar como la mejor película venezolana realizada en la década de los 70, compitiendo no sólo con documentales y cortos sino con largometrajes comerciales. Fue la consagración de Cortés como un cineasta consumado, aunque haya trajinado hasta entonces sólo el campo del documental.

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Estimulado por ese prestigioso premio, es natural que Cortés decidiera seguir en el área cinematográfica y tratara de penetrar la difícil profesión del cineasta comercial. Para ello, ensayaba entre producciones con cortos de ficción, tales La lluvia como tema de conversación y Las frustraciones del señor Fulano, todo para ganar experiencia en la dirección de actores, aunque la actuación no le era desconocida desde que trabajó en obras de teatro y recibió clases de la recordada Juana Sujo. Así, queriendo convertir a El Domador en un filme comercial con mensajes muchos más complejos, realizó Caballo Salvaje (interpretada por Asdrúbal Meléndez) a principios de los 80, el cual –aunque no fue un éxito de taquilla– mostró a los públicos del mundo una historia de orgullo y rebeldía en medio de los agrestes parajes llaneros, intercalando de paso denuncias de desigualdades sociales y enfatizando el contraste del campo con la deshumanizada vida citadina.

A mediados de los 80, siguiendo su afición casi fanática por las historias policiales, se aventuró a realizar Asesino Nocturno (con Franklin Virgüez y el veterano Luis Salazar), con otro guión propio basado en un hecho real acaecido en Caracas, donde se relataba los crímenes en serie de un joven psicótico en una gran ciudad. Tampoco tuvo un gran éxito de público, pero al menos tuvo una impecable ambientación, un ritmo correcto y una hábil dirección actoral, realizando así una discreta obra de suspenso en un mundo cinematográfico acostumbrado a las comedias banales, los folletines melodramáticos, los relatos violentos o las obras de denuncia social.

Fueron películas realizadas con la cooperación de entes estatales y que obtuvieron magros resultados comerciales, pero que le dieron la confianza para emprender proyectos más ambiciosos. A pesar de grandes dificultades financieras –y sobreviviendo con una academia de fotografía o cortos educativos o institucionales– Cortés había hecho un documental muy realista, Minas de Diamantes, que le permitió conocer los escenarios guayaneses y lo animó a lanzarse luego a su tercer proyecto de ficción. Arriesgando sus limitados ahorros, y en co-producción con capitales españoles, realizó a principios de los 90 La Montaña de Cristal, sobre los buscadores de diamantes en la Guayana venezolana, filme de compleja y ardua producción que, lamentablemente, no fue adecuadamente publicitada y pasó casi desapercibida en las salas locales, aunque en España tuvo una discreta acogida. Pero, como en todo artista genuino, para Cortés, contaba más la experiencia de la realización que el éxito comercial, que nunca fue la motivación central en sus obras, tanto fotográficas como cinematográficas. Quizás con este tercer intento comercial, Cortés se dio cuenta que –en el fondo– era un documentalista de corazón ya que nunca superó el preciosismo y la hondura humana evidentes en su compacta obra maestra, o sea El Domador.

Después de esas interesantes incursiones dentro del séptimo arte, Cortés estuvo más convencido que nunca de su vocación hacia la fotografía, por lo que decidió reiniciar su carrera en ese campo. Para hacerlo con buen pie, decidió publicar sus mejores fotos en un elegante volumen, de alta factura de impresión, como para dejar constancia de una obra consecuente con sus ideales y compromiso con el arte fotográfico. En Fragmentos de Vida vemos nuevamente, como en sus anteriores libros, fotos sencillas y pulcras en blanco y negro, impresas sin manipulación de laboratorio, que sorprenden por su composición precisa y alto valor estético, pero que al mismo tiempo impactan o conmueven por su enfoque humanista. En una imagen tras otra, Cortés nos muestra su sensibilidad humana y social, al congelar hábilmente en un trozo de película, momentos que serían efímeros e inconsecuentes para cualquier observador casual, pero que a los ojos de un verdadera artista de la lente se convierten en la visión sorprendente de un fotógrafo acucioso y expresivo.

Son imágenes sobrias en la tradición de los grandes fotógrafos como Gene Smith y Cartier-Bresson, que retratan fielmente escenas atípicas de la vida diaria en las frías ciudades donde deambuló en sus numerosos periplos mundanos, sea en Madrid o Roma, sea en la despiadada Nueva York o la civilizada Londres, pasando por estampas de una Venezuela desconocida para muchos. En fin, con Fragmentos de Vida estamos frente a un libro –de obligada ubicación en toda biblioteca– que agradará por igual a aficionados o profesionales de la fotografía, así como a todo el que aprecia las artes visuales, al mostrar no sólo el valor de un arte moderno sino la visión particular de un artista visual de trayectoria internacional, consciente del potencial de una artesanía que –con todos sus avances técnicos– sigue siendo practicada con recursos básicos, como en sus primeros tiempos, por fotógrafos sensibles a la descarnada trascendencia de los hechos cotidianos.

(*) Fragmentos de Vida, Fotografías en blanco y negro de Joaquín Cortés, 141 páginas, formato 23×28 cm, impreso por La Galaxia de Gutenberg, distribuido por Grupo Editorial Alfa.
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