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José Barroeta: El arte de no morir

Corrían los fragorosos días de comienzo de la década de los años ochenta del siglo XX; yo formaba parte del primer Comité Nacional de Bachilleres Sin Cupo en la centenaria Universidad de Los Andes, andaba en busca de ingresar en alguna carrera de «ciencias sociales» y el foco natural de agitación para llevar a cabo nuestros propósitos era, obviamente, la Facultad de Humanidades y Educación que a la sazón estaba situada en la celebérrima Avenida Universidad, justo frente al Conjunto Residencial «Los Caciques», allí donde el gran archimandrita del espíritu José Manuel Briceño Guerrero ha formado legiones de almas amantes del pensar, buscadores de la verdad, esclavos del conocimiento universal.

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En uno de los atiborrados pasillos de Humanidades le ví por primera vez: era un flaco de figura endeble y desgarbada, con un eterno cigarrillo entre sus labios y unos libros siempre inquietos entre sus manos alfareras constructoras de mundos imposibles y su febril e indómita imaginación rimbaudiana. Una tarde cualquiera, signada por una terca y pertinaz lluvia, apareció el poeta Pepe Barroeta profiriendo exhortos y arengas confundido entre las multitudes de estudiantes que caminaban con frenético impulso hacia sus aulas: nos convocaba el autor de «TODOS HAN MUERTO» a una lectura de poemas en homenaje a uno de los suyos: El chino Víctor Valera Mora. Al cabo de una hora aproximadamente, el Auditórium de Humanidades estaba a reventar; no cabía un alma. Como pude me colé entre apretujones y alcancé un lugar cercano a los artífices de tan ardorosa y valiente gesta poética. El primero en leer textos fue el poeta Rafael Rossell; luego correspondió leer a alguien que escapa a mi memoria y por último leyó José «Pepe» Barroeta. Aún reverbera en mi memoria la terrible belleza de su prosodia de candela quemante. Su pulquérrima dicción fonológica; su incuestionable e inmaculada sintaxis oral para decir el timbre de los sueños y utopías que hoy siguen pendientes de ser cumplidas para la especie humana en cualquier parte del globo terráqueo. Esa tarde Pepe, leyó el memorable poema «Amanecí de Bala» a una multitud ávida de poesía. Siempre lo supe en el borde de la línea candente donde se juega la existencia por el verso y la metáfora. La tibetana sencillez que exhibía al pasar por entre sus semejantes hacía que quienes sabían quién era él no pudieran creer que: ¡ahí va el poeta Pepe Barroeta!. En mis años de bohemia y alcohol hasta la aguazón, me acercaba al «Tonchalá» a verlo beber y conversar con uno de sus iguales: ese robe con hígado de hierro que es el poeta Acevedo. Cuando Pepe Barroeta visitaba el mítico apartamento que arrendábamos en las Residencias El Trébol todo era una fiesta interminable. La palabra no cesaba de florecer y el enigma era una muñeca rusa que se multiplicaba ad infinitum para ebria alegría de Diómedes Cordero, Federico Ruiz Tirado, Octavio Gonzalez, Piedad Londoño y quien firma esta crónica.

Un largo intervalo de casi una década nos volvió a reunir en Maturín en la sede de la extinta «casa de la poesía monaguense» Félix Armando Núñez. No se puede describir con palabras esa memorable fiesta del espíritu. El poeta Barroeta y su sanchezco amigo de todas las décadas violentas Gustavo Pereira, hablaron y reconstruyeron la historia de la poesía venezolana a la luz de las Revistas «Sol Cuello Cortado» y «Trópico Uno». Pepe contó las más desternillantes anécdotas extraliterarias que entre la tríada onírico-surrealista Pereira-Barroeta-Lira Sosa acometieron en temporadas de intensas vividuras poéticas-existenciales en la Ínsula de Margarita al amparo del espíritu de la poesía.

Porque le conocí de cerca puedo dar fe del espíritu carbonario e irreductible del poeta Barroeta. Jamás anduvo en el grupo de los polichinelas que se desviven por ser invitados al Palacio a hartarse de filette de mignon y guisky 18 años. Su animadversión hacia el poder era proporcional a su inaudito amor por la lengua de Cervantes. Puedo decirlo con la certeza absoluta de que nadie se atreverá a refutarlo: el poeta Pepe Barroeta nació, como su amigo y compañero de quimeras, «de parto bravo» y perteneció a una estirpe de creadores ácratas, insurrectos por línea paterna, ingobernables e insumisos y alérgicos a toda expresión de poder. Su tierna herejía poética justifica todas las irreverencias y transgresiones cometidas contra el orden instituido desde el Almirante hasta el último mesías. Un texto perteneciente a su libro inédito titulado «Elegías y Olvidos» próximo a aparecer en España en forma de Obras Completas lo dice de modo insustituible:

«Amo

a quienes jugaron la vida

en una soga

en un disparo

en un salto al vacío

en la profundidad de un oleaje

invencible.

Amo y me contradigo frente a

Esos dioses

De la nada

Amo.

Corto mis ataduras».

(Salto al vacío )

José Barroeta fue, a decir de Valera Mora, el más frenético de «La Pandilla L’autremont»; yo digo que fue el más sensual y tierno cantor de la muerte. También el más atento del tiempo que le tocó vivir con intachable decencia ciudadana. Jamás nadie le podrá reprochar que vivió en la burbuja aséptica de la Universidad para adentro. Prueba de su compromiso como historiador del espíritu de tu tiempo es este desgarrador poema escrito a propósito de la tragedia de Vargas, aun fresca en la memoria del país: Veamos.

«Eliécer

cuántos de los tuyos murieron

en la vaguada

cuántos arrastrados por las aguas

fueron a dar en cuerpo y alma

contra las rocas del juicio final.

Tú tan entregado a los trabajos y los días

Agradecías el cielo el fruto de los cultivos

Bebías luego tu brandy

Hablabas del frío del café

De las faenas del año.

Trataste de salvar a tu hijo

Pero el río y la noche se lo llevaron

Lejos

Buscas vida en el barro

Sólo encuentras cuerpos podridos

Casas despedazadas

Mientras el teniente coronel

Ordena el reparto de alimentos fúnebres

Y campos de concentración para damnificados.

Tú miras Eliécer el valle de los muertos

Esperando que el mundo arranque tus ojos.»

(Juicio Final)

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