Entretenimiento

La mesa está servida

(%=Image(9036562,»C»)%) Desde hace casi un año la mesa redonda del apartamento-estudio de Doménica Aglialoro se encuentra abarrotada de platos pintados, escudillas, telas bordadas, objetos en constante mutación, puestos a secar, a reposar, a ser observados y probados por la mirada de tres en ronda. En torno a ella me senté varias veces con Gustavo Zajac, Harry Schuster y Doménica a tomar café o vino y a tramar el hilo de una conversación que buscaba decir un algo, que en la fuente justa de la mesa, desbordaba en su imposibilidad de ser articulado. He tenido la fortuna de participar como escucha en la dinámica de este proceso creativo desde sus comienzos, cuando de modo informal y jocoso le participaron a Manolo, en la oficina de galería Spacio Zero, que montarían otra exposición juntos.

Y de nuevo los tres, que es un número de alianzas, de anudamientos, pues son tres Las Moiras, tres los monos sabios, las tres Gracias, tres las Divinas Personas, las tres Marías, los tres mosqueteros, las tres cabezas del Cancerbero, la Pinta, la Niña y la Santa María, el triángulo de las Bermudas, los tres cabritos, el nudo borromeo. El tema del proyecto siempre estuvo humeante en el centro de la mesa, el escamoso asunto del género difuso, de los tránsitos del cuerpo ante el ojo y la mirada propia o la ajena; serían trabajados en porcelana utilitaria, sobre el blanco virginal de la loza o de la tela, cual doñitas afanadas, masculinas, femeninos, masculinos, femeninas, en labores del hogar, el punto y la costura de las tardes, con el gato moroso y explayado entre las piernas y la radio al fondo, en el barro y en barroca lengua hasta tramar todo un elogio a la desmesura. Día a día los trazos y sfumatos de las piezas se vocalizaron en una sintaxis que no serviría al sentido, sino al efecto del sentido, como el vapor de la sopera que al ser descubierta ante los comensales nos adelanta a los sabores que se avecinan, ubicuas, leves y penetrantes, las palabras anticiparían lo que más tarde habría de convertirse en frágiles piezas para servir viandas torvas. El resultado ha sido esta obra indescifrable y descifrada en el retorcimiento, en la maniera oscura de la filigrana, cocinada a fuego lento en el centro justo de los tres, donde las sombras gravitan. Ahora el ojo del espectador habrá de saborear cada bocado y libar en taza honda sus tibios sabores, acaso masticar alguna piedra que le parta un diente.

Fronteras de la piel, territorios del arte

La primera sorpresa con la que nos topamos al conocer el más reciente trabajo colectivo de los artistas Doménica Aglialoro, Harry Schuster y Gustavo Zajac, es su reincidencia en evadir la noción de trabajo personal, común al estereotipo romántico del artista creador. Hace apenas un año estuvieron juntos en la Galería Spazio Zero, y ahora insisten, cuestionando esa idea que alimenta buena parte de la historia del arte occidental. Dos mentes, dos espíritus, cuerpos o voluntades conectadas gracias a la sexualidad o por cualquier otro medio, no pueden ser consideradas como un estado excepcional o poco común, aún en sectores conservadores, pero hablar de tres personas es más difícil y raro. Lo cierto es que aceptar la realidad de un yo bien diferenciado se da por sentado. La identidad personalísima de cada uno de nosotros, el sello característico que tiene cada individuo, hombre o mujer, lo descubrimos y percibimos, aún sin esfuerzo, como algo natural. Sin embargo, esa idea del yo, como entidad autónoma, separada e independiente, es una experiencia muy reciente en la historia. Charles Taylor pudo demostrar en una conocida investigación que el surgimiento del yo puede definirse como la invención psicológica con que se inicia la modernidad. El yo aparece en la Edad Moderna y una no puede entenderse sin la otra. Quizás la lectura de un libro raro, maquiavélico en su poder de trastocar nuestro concepto de identidad personal, como las Confesiones de Juan Jacobo Rousseau, pueda recordarnos hasta qué punto estamos habituados a dar por sentado el sentido de responsabilidad y de jerarquía que asignamos a nuestra fisionomía personal. Pero no siempre fue así, y tampoco lo será en el futuro. La existencia de una topografía jurídica, que permita asociar nuestros deseos, ideas y querencias a una específica y absoluta identidad, es un juego mental que practicamos desde hace pocos siglos. Aglialoro, Schuster y Zajac exploran estos territorios y de su intercambio artístico, de sus diálogos, utilizan un forma de expresión que nos dificulta aceptar el valor de autoría predominante en las artes visuales.

Otro aspecto de la experiencia de estos tres artistas, que potencia y quizás hasta explica su decisión de reventar el concepto de autonomía personal como elemento fundamental de su trabajo, es su origen familiar. Doménica tiene raíces italianas, no solamente lingüísticas o por su amor a la ópera, sino a causa de su familia, entre los cuales aparecen sacerdotes y autoridades eclesiásticas del sur de la Península y quizás, aunque no estamos seguros, alguno que otro elemento vinculado al bajo mundo siciliano (al menos uno se pone a pensar con tantos libros sobre la mafia en la biblioteca de su estudio). Gustavo tiene raíces húngaras: hijo de inmigrantes como Aglialoro y Schuster, pudo regresar a Budapest, la tierra de sus ancestros, recorrer los espacios físicos de la memoria de sus padres y prefirió volver a Venezuela. Harry, en cambio, viene de una familia judía polaca, sensible al yiddish y a la cultura que desapareció con los arrebatos de un militar golpista que se enamoró del poder y hundió a su país al intentar controlarlo: Hitler. Coincidieron en esta hermosa tierra, que hoy sufre los embates de un nacionalismo feroz, engreído por las posibilidades militares del culto a la personalidad. Recuerdo la lectura de una hermosa novela, que luego fue llevada al cine de forma censurada: El paciente inglés. Su autor, el escritor canadiense Michael Ondaatje, nació en Sri Lanka, hijo de una familia con raíces en cuatro comunidades distintas: Portugal, Holanda y Sinhalese y Tamil, estas dos últimas de la antigua Ceilandia. ¿Qué tiene que ver Ondaatje con Doménica, Harry y Gustavo? Respuesta: la afinidad que comparten contra las limitaciones que al cuerpo y el amor imponen los nacionalismos y fundamentalismos políticos y religiosos. La única patria que reconozco, confiesa un personaje de El Paciente inglés en plena guerra mundial, es la piel de la persona que amo. Amor entre extranjeros o más lejos aún: sólo el amor entre desconocidos, entre tipos distintos, de historias diferentes y comunidades lejanas, es válido. Ese concepto de territorialidad aplica al mundo de los tres artistas que, por conveniencia, llamaremos venezolanos. La única traición posible es la que se logra cuando le damos la espalda a los territorios del amor, a la convivencia pacífica, cuando intentamos bloquear la tolerancia e imponer criterios absolutistas que limitan y restringen la comunión en una sociedad.

Se ha hablado de la existencia de una mente colectiva, de una mente colmena, el espacio mental que logran varios individuos cuando logran acercarse de forma íntima, no necesariamente sexual, trastocando las diferencias que defienden a ultranza los ideólogos y generando nuevos contenidos. El conformismo, en cambio, es un mecanismo para consolidar identidades, cohesiona y centra, diluye toda posibilidad de cambio y congela el crecimiento. El arte se coloca en las antípodas de ese mecanismo. Así como existen esas fuerzas que apuntan a la continuidad de valores únicos, existe una tendencia contraria que insiste en defender la pluralidad de criterios. Es el afán por descubrir nuevos lenguajes: el arte. Una sociedad conformista es predecible y fácilmente conquistada por la desolación, una comunidad que no logra adaptarse a condiciones cambiantes tiende a la depresión: desaparece, muere, se desvanece, colapsa. Hay ciertas profesiones más dadas que otras a promover la diversidad y facilitar el intercambio con otras culturas. Son casi siempre actividades relacionadas con el entorno contemporáneo, con el fenómeno de la globalización, que exige un contacto permanente con creadores de riquezas pertenecientes a culturas y continentes distintos. Ninguna sobresale tanto como el arte. De ahí la facilidad con que Aglialoro, Schuster y Zaja cuestionen los lugares comunes: Tienen todas las características que hemos detectado: inmigrantes o hijos de inmigrantes, ajenos al recato fundamentalista y artistas de oficio.

Ese desbordamiento casi surrealista de contenidos abiertamente sexuales, que ubican en un entorno asociado al imaginario religioso y a la cerámica utilitaria, preferida por señoras de clase media, que dedican su tiempo libre a crear platos y ceniceros que rayan casi siempre el kitsch, puede leerse como una provocación. Pero todos estamos curados en salud, nadie tiembla ni se ofende con una declaración de este tipo. Difícil crear una matriz de opinión distinta a partir de una pintura. El arte, después de todo, tiene poca capacidad de influencia mediática, pero justamente ahí, en la sencillez de esta proposición estética, seguimos encontrando el espejo que nos cuestiona y acusa, como socios por igual de la mente colmena. La sinceridad no puede verse como un saludo a la bandera, superficial e inauténtico. Exploran estereotipos bastante comunes: lo masculino y lo femenino, la religión y la sexualidad. Socavan el fundamento de tantas declaraciones inútiles, falsas sin remedio, como las del Presidente Ahmadineyad de Irán, cuando habla del trato respetuoso, del afecto que tiene le faltó decir, por la igualdad del género femenino y las minorías en el régimen fundamentalista que representa. Las guerras tienden a subyugar al cuerpo, lo utilizan, limitan sus horizontes, lo sacrifican y buscan herirlo. El amor, en cambio, lo complace. Y el arte, le rinde homenaje.

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