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Las dos caras de la televisión, por Aquilino José Mata

Entre las muchas cosas que dejó de hacer la televisión venezolana -sumida hoy en su más lamentable trance por imperativos de la crisis económica y, sobre todo, por la restrictiva Ley Resorte- es contar nuestra historia, pasada y reciente, utilizando para ello géneros como la telenovela, las miniseries y los unitarios. Sin embargo, hay episodios históricos que podrían producirse para la pequeña pantalla sin necesidad de disponer de grandes presupuestos. Resulta absurdo reducir la escasa creatividad de la TV nacional a un tema exclusivamente financiero.

Cada vez más lejos van quedando los años en que la televisión realizaba producciones en las cuales nos mirábamos y reconocíamos como país a través de sus acontecimientos de mayor o menor envergadura. Títulos como Estefanía, telenovela de Julio César Mármol, ambientada en la dictadura de Pérez Jiménez; y La Dueña, versión de El Conde de Montecristo, de Alejandro Dumas, a la cual la genial inventiva de José Ignacio Cabrujas cambió al protagonista masculino por una mujer -encarnada por Amanda Gutiérrez- que sufre las inclemencias de una cárcel gomecista, debido a una venganza de una familia acomodada y afín al régimen, que así la alejaba de los amores con su hijo militar, son dos de los ejemplos más eminentes de esa época estelar.

La TV de entonces nos proporcionaba excelentes miniseries, como Boves el Urogallo, versión de la novela de Francisco Herrera Luque, adaptada por Salvador Garmendia, así como El asesinato de Delgado Chalbaud, Gómez I  y Gómez II, también de Cabrujas. ¿Y cómo no recordar el emblemático Ciclo de Rómulo Gallegos, con varios cuentos del notable escritor, que produjo Rctv en los años 80? De esta última serie fue particularmente notable La hora menguada, que reunió, en un memorable duelo interpretativo, a Doris Wells y Marina Baura, las dos grandes damas de la actuación de aquel momento.

Son apenas algunas muestras de la TV que perdimos y que debemos recuperar, así sea en una escala menor. No todo pueden ser telenovelas rosas del peor gusto, como las que conforman el menú actual, y que nos han hecho perder el liderazgo internacional como los productores por excelencia de este género que fuimos durante casi tres décadas.

Mientras en Venezuela las telenovelas están de capa caída, en España se han decantado por las series románticas con tramas cuyo empaque es de un nivel superlativo, al igual que las actuaciones. Aquí reinan títulos como El tiempo entre costuras (ya finalizada) y la excelente Velvet, cuya tercera temporada está a punto de comenzar vía Directv Plus. Todo ello, sin olvidar las series históricas, como Isabel y Carlos, Rey Emperador, y las de aventuras, como El ministerio del tiempo y Águila Roja, todos ejemplos de creatividad y talento, en donde deberíamos mirarnos. ¿Por qué no adaptar estos formatos a nuestra realidad?

En sentido inversamente proporcional a lo que ocurre en nuestro país, la televisión mundial vive su época de oro. Las grandes productoras de contenidos televisivos (especialmente de Estados Unidos), que nos llegan a través de los canales por suscripción y los servicios de streaming vía internet, ostentan un menú tan variado como alternativo, sin precedentes hasta ahora. La TV del siglo XXI ha desbordado los formatos convencionales para dirigirse a un público más adulto, ávido de entretenimiento del mejor nivel.

Por supuesto que también hay telebasura en proporciones apreciables, pero, paralelamente, nunca ha existido una oferta tan abrumadora de productos enfocados hacia un público más exigente, esa audiencia que entre sus temas de conversación no deja de citar entusiastamente a Juego de TronosTransparent, House of Cards, Mr. Robot, Orange Is the New Black y Homeland, por sólo citar algunas de las series más demandadas, ficciones muy cuidadas revestidas de personajes complejos y guiones llenos de dilemas éticos, con la factura ambiciosa que antes se reservaba el cine. Lo más gratificante es que parece que llegaron para quedarse.

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