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Las Primas: capítulo de una novela

Estas historias que ahora te cuento me ayudarán a explicarte la aprensión con que aterricé en mi primer noviazgo, en mi «opera prima». Había seguido todas las etapas previstas, poemas, declaración en los bordes de una fiesta, agarrada de mano hurgando en las líneas de la vida, besos con chicle y sin chicle, pero aún no me sentía incorporado a la civilización occidental.

El día de mi primera visita a casa de mi novia pasé desapercibido. Coincidí con un drama familiar. Justo esa tarde regresaba de Estados Unidos la hermana mayor. Ella entró por la puerta con una pequeña maleta y una pesada crisis de apatía e incertidumbre. Yo no entendía como una mujer tan linda podía lucir tan triste; creía que la tristeza era privilegio de las feas. Se había casado hacía dos años y todos suponían que estaba feliz con su marido haciendo ambos un postgrado. Pero les iba mal y ella regresó a Caracas de improviso. Habían decidido divorciarse. El marido, un estudiante compulsivo, se quedó en Boston. Unos primos que estudiaban medicina le consiguieron un psiquiatra. Una especie de ídolo universitario, profesor y especialista en crisis matrimoniales y terapia sexual. Pronto a la hermana le comenzó a cambiar la cara. Se veía distinta y nos contaba de sus planes para una nueva vida.

Una noche nos invitaron a una fiesta a casa de los primos médicos. En la puerta, rodeados de alumnos, estaba el heroico profesor. Tenía una barba cortada con tijerita de uñas. Era tan atractivo que me cayó mal al instante y me rehusé a saludarlo; su aura generaba ese sindrome que Jung definió como: «culo contra la pared».

El siguiente fin de semana fuimos un grupo a Caruao, de nuevo en una camioneta, y, como siempre, dormí todo el viaje. Cuando desperté no había nadie en el carro; cavas, pelotas y sombrillas ya estaban instaladas en la arena. Caminé encandilado hacia el mar. Todos flotaban en las olas menos la hermana mayor. Ella era la primera mujer casada que podía tratar como una amiga. Tenía una mirada más amable y dispuesta que mi novia. Su cuerpo transmitía un aire de importantes experiencias y recientes cambios. Estaba abstraída, mirando el horizonte, con las manos en la cadera, reposada pero sin perder su postura altiva y desafiante. Ya a punto de pasar a su lado y muy cerca de su espalda centré la mirada en esa vertiente que baja por la columna antes de ocultarse entre cálidas sombras. Justo allí, donde la piel suele cambiar hacia tonos mas blancos y texturas más temperamentales, había una leve costra, casi imperceptible, pero aún palpitante. Entonces dije con la irreversible indiferencia de los estornudos:

– ¿Y ese rasponcito de alfombra de siquiatra?

La cultura detallista de mi hermano me había iniciado en estas marcas indelebles que causan las alfombras de oficinas y consultorios. Más de una vez me había mostrado orgulloso profundos surcos en los codos y las rodillas. Yo era, al menos en teoría, un experto en el efecto de los recubrimientos.

Caminé tres pasos y me detuve al oír un cuerpo que se desplomaba. Comencé a caer en cuenta de la magnitud de mi comentario y me quedé en silencio esperando un regaño. No aguantaba el ardor en la planta de los pies y di pequeños brincos de vuelta hasta pisar su toalla. Ella estaba entre sentada y acostada, como sin fuerza en las coyunturas. Puso una mano en mi pie y me miró, para mi sorpresa, implorando comprensión. Susurraba algo que se confundía con las olas; algo semejante a unas letanías que repetía con el mismo gesto de cuello. Me arrodillé para tratar de entenderla pero ella bajaba y bajaba el volumen, y así fue como llegamos a esa postura absurda de los que se cuentan secretos en espacios inmensos y vacíos:

– No digas nada.

Me quedé mirando sus ojos cercanos y esbocé la sonrisa de un cómplice deseándola con descaro por primera vez.

– No digas nada.

Traté de inventar algo gracioso, algo que le quitara la cara de ruego, pero me di cuenta que en su «no digas nada», yo estaba incluido. Y no había nada que decir, ya la suerte estaba echada como una perra al sol. Entré en el mar fresco. Más allá de donde reventaban las olas mi novia me hacía señas. Preferí nadar un rato paralelo a la playa. No era bueno dar explicaciones tan pronto. Tenía primero que digerir los acontecimientos. Cuando salí del agua la hermana mayor seguía descoyuntada sobre la misma toalla, y ya mi novia, sentada a su lado, comenzaba su interrogatorio.

Más tarde estoy acostado en la arena y siento que mi novia se acerca. Con ella todo era directo y rápido:

– ¿Y qué le dijiste a mi hermana?

Le contesto sin abrir los ojos:

– Nada… Le pregunté que cuánto tiempo me quedé dormido. Cuando llegamos de vuelta a Caracas nos aguardaban los padres en la puerta de la casa. El padre revisó hasta en el hielo de las cavas buscando pistas. Era un ingeniero español que había venido al país para trabajar en un sistema de ferrocarriles que jamás se construyó. Estaba desesperado, no concebía que una hija suya se divorciara, y menos que fuera al siquiatra, a quien insistía en llamar «el psicólogo», pronunciando la «P» con erupciones despectivas de saliva . Pero lo que más le preocupaba era tener a su hija menor inmersa en aquella dinámica postmatrimonial, psicoanalítica y liberada que de golpe había implantado la hija mayor. Ver, además, aparecer en medio de tanta debilidad y desorden, a un joven ávido de insertarse en cualquier flanco, lo tenía en un estado de perenne irritabilidad.

Todo se arregló milagrosamente. No más tratamientos. La hermana mayor volvería a Boston con su marido. El padre no podía creer que su hija regresara al buen camino y le diera un sano ejemplo a la menor, cuando él ni siquiera había tenido tiempo de llegar a las verdaderas profundidades de sus quejas y consejos, cuando aún le faltaba hablar de excomunión y adulterio. Estaba desconcertado, todos sus planes para desplegar una gran reacción en cadena quedaron frustrados. Triunfaba el bien y las buenas costumbres pero sin esfuerzos ni consejos paternos. Lo que menos quería aceptar era que el psicólogo había arreglado las cosas; su escepticismo era mayor que el agradecimiento. Se las pasaba preguntando:

– ¿Y qué habrá hecho cambiar de opinión a mi hija que desde niña ha sido tan terca?

Mi novia decidió probar su intuición. Le dijo a su padre que la clave estaba en algo que yo le había dicho en la playa. Esta versión, aunque improbable, le abría al padre la posibilidad de adjudicar a la vida la capacidad de rectificar su curso natural sin ayuda profesional. Un intruso amateur, de apariencia moldeable, no cambiaría para nada su dominio hogareño.

La hermana regresó donde su marido, y nos quedamos padres, hija y novio, enredados en aquel primer episodio familiar. Pasaron unos días de calma, pero pronto se fue haciendo más y más importante saber qué le había dicho yo a la paciente. Mientras esperaba que olvidaran mi intervención playera tuve la precaución de preparar una versión convincente en caso de que un día me acorralaran. Esto implicaba preparar una coartada que los hiciera a todos felices. Cuando llegó el momento supremo mi mentira estaba bien armada. Era sólida y verosímil; la había fabricado con algunos pedazos de verdad.

– Esa mañana en la playa me quedé dormido y me desperté en el carro. Todos estaban ya en la playa. Caminé hacía el mar como en medio de un sueño y cuando le pasé por el lado, y la vi tan bella, le dije sin pensar: «¿Si estás bien y feliz y tu herida empieza a cerrarse, porque no le llevas un poco de ese amor a tu marido?».

Casi me aplauden. El padre hasta le dio medio giro a la cara indicando que cambiaba por completo la opinión que tenía de mí. Mi novia dejó de celar a la hermana y la madre comenzó a tratarme como a un sobrino. Empecé a creer, rodeado de tanta armonía, que quien en definitiva había curado a la hermana mayor no era el psiquiatra y su penetrante terapia sino mi abrupta reflexión al sugerir que no sólo las heridas traen su lección, también la costra.

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