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Latidos del Tíbet y la travesía sensorial del Universo

Cada hombre, como cifra de la galaxia orgánica y mensajero de la onda invariante de lo supremo, contempla en sí la perfección del lapso cósmico, la sincronía con la lasitud infinita, con esa paz universal que otros hombres llamaron “Dios”. Un ser que fluye en la horizontalidad del tiempo es, real y absolutamente, un ser vivo. Vivo en la palabra y la extensión. Vivo, relativamente, en la eternidad.

En la forma tripartita de nuestra naturaleza, en ese armazón trinitario de cuerpo, mente y espíritu, es el corazón quien lleva la firme batuta. Es el latido, potencia íntima y metatonal, que ofrece el encanto de explorar nuevas y prolongadas cadencias en todos los movimientos del concierto de la vida. No hay perfume que brote a los golpes, así como ningún astro asciende en los apuros. No hay reposo que no revista un cultivo de paciencia. No hay ardor que no exija un instante de contemplación.

Tal es la sensación que deviene de los “Latidos del Tíbet”, una obra estrenada muy lejos del mítico lugar al que alude su nombre, pero empapada de la magia y el misterio que puebla los confines del mundo sensible. Un manifiesto sonoro creado por un hombre conocedor de la paz incorruptible de los lamas a la vez que ungido de la enérgica sapiencia de las regiones tumultuosas: Eduardo Marturet.

Su travesía inicia con una percusión silenciosa, profunda, como el latido inhóspito -tal vez doloroso- de la tierra. En tramas imperceptibles va apareciendo el cuenco tibetano, metáfora de una paz lejana, receptor taciturno de la música de las Esferas. Las texturas van mezclándose poco a poco en un solo símbolo: la meditación del ser y su absorción en el Absoluto. 

La atmósfera, interlocutora del mutismo y también materia activa del orquestador, se va cargando con la corriente del sonido, transmitiendo verbos sobre las pieles, vislumbrando instantes únicos, mágicos, que otorgan una inexplicable infinitud a los límites del cuerpo. Detrás de cada nota, de cada quantum armónico, la ansiada trascendencia del espíritu.

De pronto el estallido del órgano y una intensa línea melódica que anuncia la aproximación del nirvana, el despertar sensorial del universo, vibrante e infinito. La orquesta se convierte en un inmenso instrumento, un sonido-verbo que traduce y destella la voz asonante del mundo. A través del discurso caótico y sublime de los sonidos, la verdad se hace una vez más ex auditu, como en un principio fue transmitida a los hombres.

            Esos son los “Latidos del Tíbet”, una obra mística aunque profundamente antropológica. Una creación que reverbera en lo más recóndito de las percepciones. Una sensación imborrable, no sólo por la obra en sí, sino por la calidad intelectual con que fue concebida -si no es la intelectualidad la forma más cercana que tiene el hombre para intentar definirse en función del misterio superior que le circunda-. Es, finalmente, la expresión de una conciencia sonora que supera las sombras del espíritu y se eleva al campo de la luz, en el convite de los cuerpos sutiles, donde reinventan su infinita corporeidad las esencias y las almas.

 

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