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Mis recuerdos de niña y el inicio de una ruptura

Mi infancia está hecha de retazos y recuerdos que puedo hilvanar cómodamente debido a que, todo lo que recuerdo de esa época es muy nítido, ya que he tenido la fortuna de poseer una excelente memoria. Sólo un recuerdo ha quedado suelto y no logró ubicarlo dentro de un contexto que lo justifique: es una pequeña escena de una película, en blanco y negro, en la que alguien rasga un cojín de satén con un puñal. Veo una ventana que antecede a la rasgadura y, luego, no recuerdo más. Acostumbraba mi padre llevarme al cine desde muy pequeña y cuando vi esa escena no tenía ni cinco años, pero por algo quedó grabada en mí, a pesar de que no encuentre sentido a un recuerdo recurrente. Tal vez era una película de suspenso…tal vez, no sé. Nunca se lo comenté a mi padre y aún, hoy en día, esa imagen del cojín de satén rasgado espera por una pista que me permita completar la escena para entenderla y saber la razón por la que me impactó tanto como para no olvidarla.

Yo observaba cosas y nunca imaginé que algún día me serían útiles esas miradas que ven más de lo que a simple vista se observa. Tenía un tío llamado Amable, único hermano de mi madre. Su cama nunca la colocó pegada a la pared o en el centro de la habitación. Siempre su cama dejaba -hacia la cabecera- un triángulo perfecto entre cama y pared; un espacio, y una manera de colocar la cama, que nunca más vi en otra habitación. Por su historia -que he ido armando cual rompecabezas- me pregunto: ¿por qué su cama no estaba en el sitio y en la posición en que todos colocamos nuestras camas cuando tenemos una habitación para dormir solos? Su cama hacía esquina, por decirlo de alguna manera, y nunca la vi sin hacer, siempre estaba perfecta, como eran todas sus cosas. Sus manías -que las tenía, disfrazadas de perfeccionismo extremo- con el pasar de los años, me dieron muchas respuestas y me encontré con el verdadero hombre que era: un homosexual atormentado porque -entre otras angustias existenciales e históricas- nunca lo expresó y nada más triste que un hombre que oculta su sexualidad. Es una pena porque fue -para mí- un buen tío. Hombre inteligente, educado, guapo y de buena estampa, amen de un buen verbo y bella voz que casi lo llevó a ser locutor. Lamentablemente vivió en una época en que la homosexualidad no se aceptaba y las consecuencias fueron terribles para él y para tantos otros. El alcoholismo lo absorbió.

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De mi tío Amable -Tití lo llamé años después, ya adulta- lo supe todo después de su muerte (1976) y no porque alguien me lo dijera, sino porque mi intelecto y mi vida se alimentaban cada día más y me daban la posibilidad de entender lo que antes no comprendí. De él hay mucho que decir y mis recuerdos los mantengo intactos. Sólo hay una etapa de su vida de la que casi nada se sabe: el tiempo que estuvo en un seminario para hacerse cura y de donde tuvo que salir y nunca se supo el porqué. Sólo un documento conseguí de esa etapa de su vida. Murió en un volcamiento mientras conducía su coche. En realidad fue un suicidio anunciado por un hombre-niño hundido en la tristeza y la culpa.

Entre los recuerdos de mi infancia está la jaula gigante, llena de pájaros, que mi padre construyó en una de las tantas casas donde pasé mi niñez, antes de que yo cumpliera siete años, mucho antes. Era enorme con pájaros de mil colores. “Canarios”, era como papá los llamaba. Y a sus canarios, además de alpiste, les daba la amarilla del huevo -bien cocida y triturada- con un mínimo de aceite y una pizca de sal. Si se lo pedía, me dejaba probar el manjar de sus canarios que a mí me gustaba. Cuando recuerdo esa jaula, viene a mi memoria una de mis travesuras de niña: mis padres me daban una dosis diaria de vitamina C en gotas y como su sabor me encantaba, agarraba la medicina a escondidas, me metía en un cuarto cerca de la jaula de los pájaros -que estaba al fondo, en una zona más alta que el resto de la casa- llenaba el gotero y tomaba la vitamina C como si de un postre se tratara. Nunca me descubrieron ni sufrí una sobredosis de vitamina C.

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Para entonces éramos cuatro hermanos -dos niñas y dos niños- porque uno -Orlando José le dieron por nombre- falleció al nacer, ahorcado con el cordón umbilical, según escuché. Las niñas éramos las mayores y al último de mis hermanos lo llamaron Orlando Segundo, lo que, con el tiempo, consideré un error porque el Orlando I estaba muerto y a un hijo no se le reemplaza ni con el nombre y, supongo, que para Orlando Segundo era como estar vivo y, a la vez, tener una tumba. Nunca lo expresó, pero eso no fue bueno para su vida que es, de la de mis hermanos, la que menos entiendo. Presiento que mis padres pudieron haber tenido un rechazo inconsciente hacia el segundo de los Orlandos -especialmente mi madre- y eso pasó factura. Creo que mis padres nunca se percataron de ese rechazo, si es que lo hubo, aunque tengo razones de peso para creer que sí.

De aquella casa de la jaula inmensa recuerdo poco la cocina o no la quiero recordar porque no era bonita, sí muy alargada. Fue la cocina más gris de todas las casas en las que viví. En cambio, de esa casa recuerdo, perfectamente, el comedor -con una mesa cuadrada de los años cincuenta- porque fue ahí donde, por primera vez, escuché la historia que nos separó a mi hermana Chila y a mí. Fue en ese comedor donde comenzó un distanciamiento del que no puedo ser culpable puesto que, yo, ni cinco años había cumplido y Chila era un año menor. Al poco tiempo sólo quedamos unidas por los trajes idénticos con los que mi madre nos vestía, nada más…nada más. Casi hasta la adolescencia vestimos iguales, pero marcábamos nuestra distancia, para ese momento no tan absoluta y sin regreso.

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Carmen Guédez, a la izquierda y María Guédez (Chila) a la derecha. La foto está fechada en agosto de 1953

Hoy no hay punto de unión entre las dos, ni trato alguno; pero al menos pude saber el porqué de nuestra separación, mientras Chila prefirió ignorarlo. Sentada en un sillón, al lado del prestigioso psiquiatra José Luís Vethencourt, supe todo -o casi todo- sobre mi vida y la de mi familia. Sin embargo, no pudimos ni él, ni yo, imaginar el odio que se desbordaría años después. Tampoco lo imaginaron mis padres y me alegro por ellos que murieron creyendo que dejaban una familia como la que creyeron construir y sólo fue un sueño porque, con la muerte de ambos, la familia desapareció definitivamente y es una de las pérdidas más grandes, y dolorosas, que el ser humano puede sufrir.

Me niego a culpar a mis padres de la debacle familiar y me niego porque aprendí a comprender y a perdonar sus errores. Celebro sus aciertos y los extraño mucho, los necesito tanto como cuando era una niña. No soy una mujer que odia a sus padres, todo lo contrario: los adoro, los respeto y sé que hicieron por mí -y por mis hermanos- todo lo que estuvo a su alcance. No sé donde nosotros -los hijos- perdimos la brújula porque no puedo decir que el año 1998 -agosto de 1998- es lo único que marca nuestras desavenencias entre hermanos, sin negar con eso que, los graves acontecimientos ocurridos ese agosto, formaron la gota que derramó el vaso y puso el punto final -irremediable- a una vida familiar.

En cama -enferma con un ACV y sin poder hablar- mi madre no se enteró con exactitud de lo ocurrido, pero como soy madre tengo la certeza de que ella sospechó que algo grave ocurría y debe haber sufrido mucho sin poder hacer preguntas y, mucho menos, intervenir. Ella murió en febrero del 2007 y mi padre en octubre de 1987. Pocas veces la pude ver a partir de 1998 porque las condiciones para ir a la casa de mis padres no eran propicias -lo entiendan o no mis hermanos- porque las razones las conocen hasta el hartazgo, otra cosa es que no las quieran aceptar. Ya los quisiera ver en mi lugar a ver si se percatan de lo que yo sentía. Antes de ese año -1998- sí visitaba a mi madre normalmente y con mi padre estuve presente durante toda su enfermedad y hasta pocas horas antes de morir. Hay fotografías que dan fe de mi presencia -y la de mis hijas y ex esposo- en casa de mi madre después de su ACV.

Mi ex esposo siguió visitando a mi madre -él la adoraba- hasta un mes antes de su muerte y siempre me dijo que él me acompañaría a verla, pero era tan difícil para mí, tan imposible. Me daban miedo mis hermanos y María (la señora que la cuidaba y que vivió en casa de mis padres toda su vida) y, a la vez, ya no quería ver a mi madre en las condiciones que suponía que estaba a partir de marzo del 2003 cuando empeoró. Las pocas veces que la volví a ver -después de la hospitalización de marzo 2003- no las recuerdo con exactitud e ignoro cuántas veces más la vi. En eso, una extraña falta de memoria viene en auxilio a mi dolor, algo muy parecido a lo que José Luís Vethencourt expresó en su extraordinario libro «Lo psicológico y la enfermedad» (premiado y agotado desde hace años), libro de cabecera para mí. Siempre dije: «Enterrar a una madre que está viva es muy doloroso». Eso nunca lo comprendieron mis hermanos.

No pude hacer nada para aliviar el muy seguro sufrimiento moral de mi madre porque había gente inocente a la que debí proteger por encima de todo -y de todos- y el precio que se paga por eso es elevado y muy doloroso, pero necesario y reconfortante. No puedo decir que lamento el no haberle evitado a mi madre ese sufrimiento porque había que elegir entre ella y seres que necesitaban mi protección con urgencia, seres a quienes les quedaba mucha vida por delante a pesar de los pesares. Siempre digo que en la vida hay que elegir y hay elecciones desvastadoras por muy necesarias que sean, pero hay que hacer lo correcto, humano y solidario y eso no transita -casi nunca- sobre un camino de rosas.

No por las muchas cosas terribles que he vivido, trato de inventarme una infancia feliz a como dé lugar ya que comparto con Carlos Saura -el cineasta español- un parlamento sobre la infancia que forma parte fundamental de su famosa película Cría cuervos:

ANA MUJER. No entiendo cómo hay personas que dicen que la infancia es la época más feliz de su vida. En todo caso para mí no lo fue y quizás por eso no creo en el paraíso infantil, ni en la inocencia, ni en la bondad natural de los niños. Yo recuerdo mi infancia como un largo período en donde el lento discurrir de las horas, el miedo a lo desconocido y el terror nocturno lo llenaban todo… Yo, cuando era una niña, me sentía angustiada y sola. Hay cosas que nunca he podido olvidar… Parece mentira que haya recuerdos que tengan tanta, tanta fuerza, como para que persistan por más esfuerzos que hagamos por olvidarlos…

Sí puedo asegurar que tuve una infancia con amor y con los cuidados que todo niño necesita. Los errores cometidos -errores de filigrana como prefiero llamarlos- los puedo entender porque mi padre y mi madre eran humanos y criados en una época de convencionalismos terribles y castrantes, donde la religión católica tuvo un peso muy negativo. Como tengo hijas, sé lo difícil que es ser padre o madre y eso me permite ver a mis padres desde otra óptica y les aseguro que no me hubiera gustado ser madre en los años 50 ó 60 porque los padres de esos años no tenían la mentalidad que tenemos los padres de hoy y, esa manera rígida de criar a los hijos, hasta cierto punto no fue lo mejor, pero sólo hasta cierto punto porque tuvo aspectos buenos y necesarios. Gracias debo dar porque recibí amor y una educación que agradezco. Eso sí, muchas cosas me fueron prohibidas injustamente porque para mi padre y mi madre -y para la época- eran «malas» o «amorales». Fui criada -para bien o para mal- dentro de una rigidez asfixiante, al igual que mis hermanos. Algunas cosas dieron buenos resultados y otras no. La honradez y la justicia que me inculcó mi padre es algo que agradezco infinitamente al igual que mi prematura formación intelectual.

Me gustan los temas íntimos y contar mi vida es como echarme un cuento a mí misma sin temor a la censura o al qué dirán. El pudor no le sirve para nada al escritor. Yo lo tuve durante muchos años y lo superé.

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