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Nikolái Vasílievich (1809-1852)

LA VOZ DEL PADRE DEL REALISMO

Si Puchkin y Lermentov fijaron la prosa artística rusa, otro gran autor acabó de enriquecerla, sentando en ella las bases del futuro realismo: Nicolái Vasílievich Gógol, que pertenece a la gloriosa generación del 1830, la de tipo romántico. Gógol se presentó siempre no sólo como un admirador, sino como un discípulo de Puchkin al cual solía consultar cuanto escribía y de quien confesaba haber recibido la idea primordial o el asunto de algunas de sus obras. Las principales que escribió son las Veladas en una granja cerca de Dikanka; Mirgorod, Arabescos, El inspector (comedia), El capote, y la que deseó que fuera su obra maestra y más que una novela es una especie de poema épico en prosa o una trilogía que quedó sin terminar: Las almas muertas. De las tres partes de que había de constar sólo una quedó terminada, la primera, a pesar de trabajar en el conjunto durante varios años.

En sus primeras obras domina el elemento fantástico tomado de leyendas populares, de cuentos de viejas que iba él recogiendo con amor y que relataba en una forma nueva, animadísima, en una prosa sumamente trabajada, llena de hábil retórica unas veces y otra de verdadera poesía, presentada en forma dramática romántica; pero con un lujo de minuciosos pormenores realistas que ofrecían un aspecto completamente nuevo, basado en el empeño de agrandar la realidad, lo vulgar, y darle aspecto poemático.

Nicolái Vasílievich Gógol nace en Soróchintsi, Poltava, el 1 de abril de 1809. Hijo de una familia de pequeños terratenientes, se interesó desde muy joven por la literatura. Inició sus tentativas literarias en San Petersburgo, adonde se había trasladado en 1829. Fracasado en sus comienzos, Pushkin le ayudó a publicar sus Veladas en una granja cerca de Dikanka (1831-1832), ocho relatos inspirados en los románticos alemanes y en el folklore ucraniano, en los que se mezclan lo real y lo fantástico. Gógol llega a ser profesor de Historia de Rusia en las Universidades de Kiev y de San Petersburgo. En 1835 publicó otras dos colecciones de narraciones: Mirgorod y Arabescos. En la primera aparecen incluidas la novela histórica Taras Bulba, glorificación de la vida cosaca, y La historia de cómo se enemistaron Iván Ivánovich e Iván Nikíforovich, novela cómica considerada uno de los clásicos de la literatura rusa. A Arabescos pertenecen El retrato, La nariz y Diario de un loco, en este último relato vuelven a mezclarse lo sórdido de la realidad y lo fantástico.

De pronto, en El inspector (1836), las dotes del humorista que había en Gógol se condensan con fortuna y producen una de las comedias rusas más celebradas y reídas por el público. Se trata de un desaprensivo aventurero a quien la casualidad lleva a una ciudad provinciana donde las autoridades y los empleados, que son un verdadero modelo de mala y corrompida administración, esperan la anunciada llegada de un inspector encargado de poner orden en sus desafueros y delitos, y, sin saber cómo va formándose y creciendo el rumor de que el tal inspector ha llegado ya, siendo precisamente aquel aventurero alojado en uno de los hoteles. Inmediatamente acuden a visitarle cuantos se sienten con conciencia poco tranquila, y el aventurero, no poco sorprendido de verse convertido en personaje, va aceptando cuanto le ofrecen, entre lo cual se halla su proyectada boda con la hija del alcalde de la ciudad. Cuando ha sacado de la aventura todo lo que podía esperar, huye, en previsión de que se averigüe que ha estado engañando a todo el mundo y que el verdadero inspector puede llegar de un momento a otro y hacer que la farsa le cueste muy cara; pero antes de huir escribe una carta a un amigo contándole la graciosa aventura. La carta no llega a su destino, porque al jefe de Correos se le ocurre abrirla por curiosidad, y corre a leérsela a los interesados. Al mismo tiempo, llega el verdadero inspector en medio de la consternación general y de echarse unos a otros la culpa de haberse dejado engañar de tan ridícula manera. La pintura de los caracteres estaba hecha en tal forma y con tales visos de veracidad que, mientras el público y la corte se reían, los aludidos se volvieron furiosos contra el autor, haciéndole imposible la vida hasta el punto de decidirle a emigrar. Uno de los países que visitó primeramente fue España, donde estudió sobre el terreno y con verdadero amor aquel libro inmortal de Don Quijote, que ya conocía y admiraba desde largo tiempo. Pero no fue aquí donde fijó su residencia, sino en Roma, desde la cual decía él que podía escribir mejor que nunca acerca de Rusia, porque al verla lejos, le parecía que su visión se le aclaraba y más hondamente sentía su tierra.

En 1842 vio la luz El capote, relato tragicómico de la vida de un pobre empleado, obra con la que, según Dostoievski, nace la verdadera novela de su país, y también vieron la luz otras dos comedias: El matrimonio y Los jugadores. Ese mismo año apareció la primera parte de su obra maestra, Almas muertas, raro título que viene a significar los siervos muertos pertenecientes a los propietarios de tierras que pagaban un tributo por los que en el último censo, que se hacía de tarde en tarde, constaba que poseían, aunque algunos de ellos hubieran ya muerto. A un especulador se le ocurre negociar con esta anomalía del censo y enriquecerse en poco tiempo por medio de turbias operaciones que le acreditan de potentado, dueño de numerosos siervos que no existen y que él ha hecho inscribir a su nombre.

Al fin, esa tendencia de escritor satírico, que podría llamarse hipocondríaca, se mezcló en Gógol con preocupaciones religiosas que fueron su tormento, en lucha constante consigo mismo, y todo ello parece haber acabado por oscurecer su inteligencia y hacer de él un infeliz desequilibrado. Murió en Moscú, el 4 de marzo de 1852, en uno de los ataques, no muy claramente explicados, que padecía y que le inutilizaron por completo para la alta producción semidantesca a que aspiraba. Él mismo quemó gran parte de lo que había escrito para terminar Almas muertas, que quedaron incompletas, y murió voluntariamente pobre, olvidado por unos y odiados por otros, cuando no contaba más que cuarenta y tres años. A Turguenev le costó el ser desterrado el haberle calificado de grande hombre en una carta. Y, sin embargo, no había dicho más que la verdad. En las obras de aquel escritor tan injustamente rechazado por su público, o rodeado de un silencio hostil, estaba la semilla de la literatura rusa del futuro. Leyéndole se ocurre pronto el expresivo y conciso comentario que le puso Puchkin a la lectura que él le hizo de Almas muertas: “¡Qué triste es nuestra Rusia!”

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