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Para esquivar el melodrama

No es muy original en su pecado y las monjas del convento en que trabaja como lavandera en condiciones de esclavitud dan a su hijo en adopción (junto con otra niña de la cual era inseparable) a un matrimonio americano. En el día en que el niño cumple 50 años, la madre redobla sus esfuerzos por saber de él. En su ayuda llega el más improbable de los aliados: un periodista experimentado, caído en desgracia, probablemente amigo de la botella (como la protagonista). La investigación los lleva al convento, a descubrir que las adopciones eran un buen negocio para padres americanos, y a Washington, donde darán con la historia que falta y que no revelaremos. Con esa trama entre manos, uno pensaría que el hilo conductor primaría sobre los personajes y que los sucesivos vaivenes de la narración darían al espectador la cuota de adrenalina necesaria para mantener su interés. Ocurre lo contrario, el film parece dejar que el cuento, previsible si se quiere como todo buen melodrama, pase a un segundo plano, relegado como está por el juego de actores, que llega a eclipsar la tentación de la denuncia (el convento funcionó bajo esos patrones hasta 1980, anota con justa malevolencia The Guardian). Si la película no solo se salva de ser la madre de todos los culebrones, sino que además se transforma en un film disfrutable de cabo a rabo es por dos motivos intercambiables en importancia. El primero es que lo dirige Stephen Frears, un todo terreno capaz de historias íntimas (Sammy and Rosie), dramas policiales (Los estafadores, una de las mejores adaptaciones de Jim Thompson), Terror (Mary Reilly), Clásicos (Chéri, sobre novela de Balzac) o dramas políticos (la muy premiada La Reina). La felicidad es que su fecundidad y éxito no le han quitado un ápice de su ingenio, su sensibilidad para contar bien una historia, y su capacidad para entroncar con la tradición más clásica de la más clásica de las cinematografías: la inglesa. Tiene además un olfato especial para elegir las actrices. Claire Bloom, Angelica Huston, Julia Roberts, Michelle Pfeiffer brillan en las películas mencionadas, unas pocas de una lista larga. Y aquí se agencia para el papel de madre víctima nada menos que a Judi Dench, que se roba la película en un contrapunto magistral con su polo opuesto, Steve Coogan (también co-libretista). La anciana es cursi, gentil, generosa, capaz de una indecible grandeza desde su pequeñez, incapaz de entender un mundo que la ha maltratado siempre, pero dispuesta a disolver su pena en una inquebrantable fe. Su asociado, del que no sabemos mucho, ha dado traspiés en su carrera, es cínico, interesado, carente de sensibilidad alguna que no sea la de encontrar una buena historia y lograr algo de fama, cuanta más mejor. La película es un ejercicio de sutilezas, amparadas en la brillantez de sus dos protagonistas, y Frears tiene el talento para apartarse de la exposición de una injusticia, tal vez porque ese es un camino muy trillado, más probablemente porque no es necesario. Uno podría pensar que la últimamente tan vapuleada Iglesia de Pedro va a recibir otro tortazo. Pero el film se aparta de esa vía tan rápidamente como la expone. El interés está en el drama humano, en la forma en que los dos personajes reaccionan ante una historia tan mezquina. El que la ve desde el exterior y debiera contarla se indigna, porque ese mundo le escapa. La que lo sufrió en carne propia, y por eso lo entiende, es capaz de perdonar, amparada en su fe católica (no deja de haber un tufo dialéctico entre Irlanda e Inglaterra, los católicos y los anglicanos como sustrato de todo el asunto). El tema, en última instancia, es el del perdón, expuesto sin estridencias, con la misma sobriedad con la cual toda la película es narrada. Un film mínimo, a pesar de los temas gigantes que aborda, con la inteligencia suficiente para esquivar las trampas de lo manido y previsible.

PHILOMENA. Inglaterra, EEUU, Francia. 2013. Director Stephen Frears. Con Judi Dench, Steve Coogan, Sophie Kennedy Clark.

fuente:talcuadigital

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