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Pensar la arquitectura 1

El deseo de contrastar puntos de vista sobre lo que se debe hacer se ha hecho fuerte entre arquitectos en las últimas tres décadas. En algunos medios académicos ese deseo, convertido en materia de estudio, se denomina (incorrectamente) Teoría de la Arquitectura. Que sería un cuerpo de ideas, conceptos, puntos de vista, que buscan explicar la arquitectura, entendiendo por explicación «el hacer patente el qué, por qué, para qué, y el cómo de las cosas y de los sucesos del mundo», definición que tomo a falta de otra mejor y que ha sido la sustancia del quehacer filosófico durante siglos.

Cuando entré a estudiar Arquitectura en 1955, se veía como «teoría» la cátedra  sobre «Introducción y Elementos de la Arquitectura», que venía a ser como un discurso general sobre la arquitectura y el oficio de arquitecto. Nuestro profesor era Santiago Goiri (1919-1974), quien nos hablaba por ejemplo de que el principal problema de la arquitectura era la cubierta, de que la historia de la Humanidad estaba escrita en piedra, o de las partes de las que constaba un Proyecto.

Pero nada más. No había surgido todavía el oficio de «critico de arquitectura»; y quienes ejercían esa función lo hacían más bien desde la perspectiva del historiador. Sonaban mucho los nombres de Sigfried Giedion (1888-1968), de Lewis Mumford (1895-1990) y un poco menos Nikolaus Pevsner (1902-1983), todos historiadores. De Giedion nos recomendaban insistentemente leer Espacio, Tiempo y Arquitectura; y cuando se hizo fuerte el prestigio de Bruno Zevi (1918-2000) leeríamos «Saber ver la Arquitectura» (1948) donde la historia era fundamento del juicio de valor.

Reyner Banham (1922-1988) o Leonardo Benévolo (1923) cultivaron esa mirada, así como en la década siguiente Manfredo Tafuri (1935-1994). Giulio Carlo Argan (1909-1992) aunque bastante mayor que Zevi, irrumpe en el mundo de la crítica más tarde, con su libro Proyecto y Destino de 1965. Eran nuestras referencias.

Continuadores

A partir de ese legado, a fines de los sesenta se expande la actividad crítica con el postmodernismo. Los nombres son muchos. La crítica se institucionaliza…y se empobrece el debate. Los críticos reclaman autonomía (¿?). Se pasa de una visión «sobre todo ideológica» a una que quiere ser «sobre todo filosófica». Un ejemplo de la primera podría ser la crítica (1956) de Giulio Carlo Argan a la iglesia de Ronchamp de Le Corbusier, a la cual consideraba, desde su marxismo, una traición al racionalismo del primer Corbu. Y de la segunda el famoso libro de Robert Venturi «Complejidad y Contradicción en la Arquitectura» (1966) que es un inteligente resumen de muchas de las reflexiones sobre la arquitectura histórica que venían circulando desde los años cincuenta.

La famosa frase de Aldo Rossi ( «no hay justificación ideológica para un puente que se cae») formulada por un hombre de formación marxista, marca el abandono de «ese» fardo ideológico. Rossi, ya no un historiador sino un arquitecto en ejercicio, llama a una visión de la ciudad más completa, valora el papel del monumento, de la memoria, recurre al concepto de la analogía entre ciudad nueva y ciudad de la memoria, rescata del desprecio imágenes de una arquitectura esencial: el techo a dos aguas, la ventana como perforación, la simetría barroca. Se establece la «cita», el detalle que reproduce el viejo ornamento. Y se impone la arquitectura de papel, el culto a los valores gráficos de la representación de la arquitectura.

Metafísica y Arquitectura

Si el postmodernismo no podía negar el valor de la arquitectura de la segunda generación moderna (Aalto, Kahn, Niemeyer, Villanueva, Barragán) lo hizo prescindiendo de sus raíces culturales. Se convirtió a Le Corbusier, como portavoz de lo moderno, en el enemigo visible. Y si él había dicho que estaba «fuera de todo propósito filosófico» correspondía refutarlo convirtiendo el filosofar en recurso central. Es esa  la «Teoría» de la Arquitectura, que suplanta la de mis tiempos de estudiante. La manejan no sólo historiadores sino arquitectos activos (además de Rossi, Venturi, Eisenman, los Krier, etc.). Parten de la idea de que una construcción metafísica tiene una correspondencia directa en una física, la arquitectónica, olvidando (salvo Leon Krier, ideólogo nato) que todo razonar filosófico para incidir en la acción se hace ideología, código moral ético y estético que dicta un modo de proceder técnico. El «embrujo del lenguaje» confunde. Para ir del discurso a la acción «dentro» de la disciplina se necesita una normativa ideológica de alcance técnico. Como que un edificio sea blanco, sobre pilotes, que la escala musical sea dodecafónica o que la pintura sea abstracta. El discurso filosófico queda atrás. Buscando escapar de una ideología se adopta otra. Es lo que estos pensadores-arquitectos hacen, en fin de cuentas.

En el fondo todo creador al seleccionar un color, un material, una armonía, lo hace a partir de una ética (vinculada a una estética) que deriva de un cuerpo ideológico. Y ese creador puede ser grande o mediocre. Paradójicamente, muchas arquitecturas de buenos pensadores, como los que acabo de nombrar, son de poco interés.

Hoy se hace ideología con el uso de la computadora, así como se hizo ideología con los sistemas de edificaciones  (normativas industriales, prefabricación) desde la visión marxista. ¡Todo el mundo a hacer superficies alabeadas y trabajar con redes espaciales!

Pero más vale no olvidar que las ideologías son excluyentes, deben ser sustituidas por otras gracias al aporte del creador libre, del artesano, del que construye en un contexto cultural específico y no quiere ni debe ser excluido. Las ideologías como códigos de conducta surgen para ser superadas, modificadas o enriquecidas.

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