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Perán Erminy, una isla indomable

Decir que Perán Erminy ha navegado con buen rumbo por los misteriosos océanos del arte y penetrado los ocultos secretos de la creación artística es pretender que «el agua esté a orillas del agua». De igual manera, conoce y domina los acechos de la estética, es decir, las trampas que nos tiende la belleza, los regocijos que se esconden tras la fealdad, el deslumbramiento ante lo inesperado; pero lo que en verdad asombra en él es su disposición a cuestionarlo todo, a no aceptar de primera mano lo que se afirma o lo que se niega: él es un permanente e insoslayable estado de alerta. De allí que, a lo largo de su vida, la agilidad de su espíritu se ha levantado como acostumbraba hacer el viejo Unamuno contra esto y aquello; pero Perán va aun más allá: también se confronta a sí mismo y son estos enfrentamientos los que hacen de Perán Erminy la isla indómita que él es dentro del gran archipiélago de ideas comúnmente recibidas y aceptadas. En una ocasión, le encomendaron ser el Curador de una exposición bajo determinados conceptos y características ¡y lo hizo! Reunió cuadros y pintores; pero de inmediato, aceptó montar otra diametralmente opuesta que negaba la primera. 

Es mi amigo de muchos años y soy uno de los pocos en decirle Perón tal como lo llamaba su hermano Edwiin y como lo sigue llamando mi mujer Belén que lo conoció antes que yo. En razón a tan dilatada amistad no debería decirlo pero Perán posee una mente esclarecida y ha acumulado un saber casi enciclopédico que lo acredita para que su voz y su presencia en el mundo cultural sean altamente consideradas e inevitables por ser hombre atento y preocupado por los procesos creativos; estudioso de las relaciones de la actividad artística con la dinámica social y los trastornos o transformaciones de las comunidades; cuestionador o no del sentido de modernidad y alcances atribuidos a toda vanguardia; celoso de la proyección de la obra de arte y angustiado por la suerte y destino del artista creador. Se le puede aplicar lo que se dice del hombre sabio que sabe pero no lo dice contrariamente al hombre mediocre que lo dice pero no lo sabe. 

Ser su amigo es uno de los privilegios que iluminan mi vida y sólo una vez me sentí débil y lo traicioné cuando el grupo Sardio auspició a finales de los años cincuenta no sólo una revista literaria de cierta relevancia sino una galería de arte situada al final de pasillo del edificio Fonseca a un lado del Teatro Municipal de Caracas. Para una Muestra de Collages Perán envió una obra que todavía hoy podríamos seguir considerando audaz: unos pelos humanos sobre unos algodones manchados de mercurocromo. En las mañanas, me tocaba actuar de gerente de la galería y vi que mi papá, viejo y endurecido excoronel por obra y gracia del General Gómez y hombre de poco entendimiento artístico, avanzaba por el pasillo hacia mí. 

Sin vacilar me levanté de un salto, tomé la obra de Perán ¡y la escondí! Papá se permitió algunos ásperos comentarios sobre los collages expuestos; opinó que allí yo estaba perdiendo miserablemente el tiempo y, molesto, salió sin despedirse. De inmediato, volví a colocar la obra de Perán en su sitio. Perán no conocía a mi papá. ¡Yo sí! En el ámbito cinematográfico Perán Erminy se hizo famoso por los foros que sostenía con los espectadores de la Cinemateca Nacional. Discusiones que, por lo general, nada tenían que ver con el cine pero que se extendían pasada la medianoche: hacer primero la revolución y luego el cine; el feminismo; el conflicto palestino-israelí; la guerra de guerrillas; el amor y el odio… 

Hace poco descubrí, por boca del propio Perán, que aquellos espectadores lo que querían era expresarse, opinar, decir libremente lo que pensaban del país y del mundo, lo que no podían exponer en ningún otro lugar y Perán les ofrecía esa tribuna. 

Pero lo que hizo que adorara a Perán Erminy y reconociera en él a un verdadero maestro de sabiduría fue la vez que necesitado de hablarle me percaté de que no sabía donde vivía. Uno de sus hermanos asomó que posiblemente vivía del obelisco de Altamira hacia el sur. Es decir, en Campo Claro: una avenida llena de edificios sin atributos arquitectónicos de consideración. 

Recorrí la avenida preguntando por Perán en todos y cada uno hasta que una de las conserjes preguntó: ¿Uno que es Doctor? Si, dije al borde de la desesperación. Y subí al piso que me indicaron: al fondo del pasillo oscuro y anónimo estaba el apartamento y en el tarjetero de la puerta estaba escrito: Gabinete del Doctor Caligari, en alusión al siniestro personaje de una célebre película del expresionismo alemán de 1919. Toqué. Se abrió la puerta y ¡allí estaba Perán Erminy! Nadie, ni siquiera sus hermanos sabían que vivía allí. De tal manera que aquella identificación con Caligari y su asilo de alienados sólo era referencia exclusiva para su personalísimo deleite. Adoré entonces a Perán Erminy porque me hizo conocer la esencia del humor; pero también, la íntima desmesura de la gloria: vivir como si fuésemos una isla indomable.

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