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Una crónica de Gonzalo Palacios Galindo

Tendría unos 2 años de edad cuando, tal y como solían hacer los fotógrafos de antaño con sus químicos líquidos, fijé otra imagen de mi papá en mi mente, la del almuerzo familiar. Siempre a la misma hora, el mediodía, mis hermanos y mis dos hermanas nos sentábamos y esperábamos en silencio que nos sirvieran la sopa. ¡En Maracay! Sopa de apio era mi preferida, pero la mayor de las veces abríamos con sopa de verduras. Ya listos para comenzar, mi papá se levantaba brevemente para “prender” el radio, un elegante mueble encima del seibó, detrás de la “romanilla” que nos separaba del jardín interno de la casa. A veces, cuando era mi mamá la que se levantaba, mi papá le pedía: “Josefina, pon ‘Frijolito y Robustiana’,” como queriendo que no se desviara del protocolo diario familiar. Las décadas que han pasado desde entonces me obligan a recordar por lo menos al protagonista de aquella divertida y criollísima comedia radial, el gran Rafael Guinand que interpretaba el papel estelar. Segundos más tarde comenzaban las risas de todos ellos, incluyendo las de Juanita y Zoila, según quien fuese la que estuviese sirviendo la mesa. Yo también reía, sin entender los chistes, por supuesto, sino por solidaridad con mis hermanos con quienes quería identificarme.

2 de Marzo de 1941.

“¡Niño! No puedes entrar ahí hoy,” me dijo Juanita, o pudo haber sido Zoila, al momento que me levantaba. Ya sabía caminar, correr, esconderme, y deslizarme de entre las manos y los brazos de quien quisiera controlarme físicamente. Era fácil; levantaba los brazos y mentalmente me convertía en gusano. Sin esqueleto que me sostuviera, al tocar tierra mi piel parecía recoger los huesos nuevamente, enderezaba el cuerpo, y recobraba la agilidad para escabullirme de entre las manos de quien fuera. En aquella ocasión no pude hacerlo. Juanita me llevó a mi cuarto y estuvo conmigo hasta que me dormí. Creo que más nunca entré “ahí”, a la habitación de mi papá. Cuando mi mamá la volvió a ocupar unas semanas más tarde, me permitieron entrar en aquella enorme habitación. Pero ya no era la misma, ya no era el “cuarto de mi papá.” Mi mamá habría superado el trauma inicial de verlo morir a los 53 años de edad y antes de cumplir sus bodas de plata. Mi hermana Josefina, la mayor de los siete Palacios Galindo, tendría unos 22 años al morir Ricardo Palacios Rivas: cinco días más tarde yo cumpliría 3. Nunca supe a ciencia cierta qué le causó la muerte a “Don Ricardo,” según lo apodaban los clientes del Banco de Venezuela en Maracay del cual era gerente. Por mi cuenta, no pasó mucho tiempo para que dejara de llamarlo y me quedaran sólo algunas pocas imágenes grabadas en mi mente infantil…

Casi dos años más tarde, mi mamá todavía daba señales de duelo y tristeza por la muerte de su querido Ricardo, como vemos en las palabras que escribió el 20 de Octubre de 1942, todavía en Maracay:

Mañana soleada de azul firmamento
Los árboles, mecidos por suave cefrillo
Sostienen en sus ramas alegres pajarillos
Que parece nos contaran con sus trinos, un cuento.
Jugando a mi lado, mi chiquitico está
Y exclama de pronto ìMe siento contento!
Parece que estuviera a nuestro lado Papá!

———–

Pocas horas han pasado; y tórnase el bello día
En uno obscuro y nublado, sopla un viento huracanado
Y la lluvia ha comenzado a golpear furiosamente;
De las aves cesó el cuento, y en vez de alegría
hay tormento
Ya no juega mi Gonzalo
Y con tristeza ha exclamado
¡ Mamá ! Ya no estoy contento.

————

Yo me quedé pensativa
Y con gran melancolía
Vi la imagen de mi vida
Reflejada en este día

Al pasar los años recogí algunos detalles y anécdotas que han forjado no una imagen sino una auténtica mitología bastante descriptiva del misterio de la persona que fue Ricardo Palacios Rivas y que lo describe como paradigma de la raza humana.

La puerta al fondo es ahora la entrada al restaurant mencionado a continuación.

Anécdota #1: Plaza del Mercado, Esquina de San Jacinto, Caracas.

Acababa de abrir el café/restaurant: serían las 7 y media de la mañana. Como era mi costumbre y la mi jefe Don Pedro Grases, éramos los primeros clientes. Los primeros “negritos” que salían de aquella gigantesca máquina eran los nuestros. Con el sabor del café aún fresco en mi paladar, yo encendía mi cuarto o quinto “Negro Primero,” mientras Don Pedro hacía lo propio pero con un fino tabaco cubano. Hay pocos placeres comparables al que me ofrecía entonces la mezcla de aquellos dos sabores – el de un “negrito” espeso y cremoso y el del tabaco negro de mis cigarrillos. Durante aquel ritual cotidiano, casi no hablábamos, Don Pedro y yo. Si acaso, un comentario sobre la Carta de Jamaica que él y Don Manuel Perez Vila me habían confiado para que editara el texto crítico del conocido documento de Bolívar. Como era el caso casi a diario, aquella era una mañana soleada y el azul del cielo cubría desde la Plaza del Mercado hasta el perfil del Ávila. Al salir del establecimiento, un señor, tambien negro y no menos de 15 centímetros más alto que yo, impecablemente vestido con un traje de dril blanco, zapatos marrones y sombrero que le hacía juego al calzado, casi tropieza conmigo afuera en la Plaza. Se trataba de un caraqueño auténtico, sacado de la época del General Medina Angarita, allá por los años de la post-guerra. Nunca lo había visto antes de ese día y nunca más lo volvería a ver. Pero, a pesar de lo efímero del encuentro, aquel personaje contribuyó a formar mi imagen mitológica de “Don Ricardo Palacios.” Me dí cuenta aquel día que desde los primeros años de su vida, la mera personalidad de mi padre imponía aquel título de “Don” a quienes lo conocieron profesionalmente.

“Usted es Palacios, ¿no es cierto?” me preguntó el desconocido. Nada de “Buenos Días” ni de “Perdone que lo moleste, pero…” Más que una pregunta era una afirmación categórica que me obligó a contestarle con otra pregunta. “¿Cómo lo supo?”

“Conocí mucho a tu papá,” me dijo, “y te pareces mucho a él.”

¿Por qué pasaría a tutearme? “Yo creo que usted debe estar confundiendo a mi papá con uno de mis hermanos,” le dije pensando en Ricardo, “pero nadie me había dicho que me pareciera a él.”

“No, nada de eso,” insistió el señor aquel, “Te pareces a tu papá, Don Ricardo Palacios Rivas. Tú debes ser el menor de todos los hermanos. Yo trabajé con tu papá cuando él era el cobrador de la Casa Boulton. Hace medio siglo.”

“¡ Cuando trabajaba en la Casa Boulton!” ¡ No podía creer que alguien me identificara como hijo de mi papá a más de 30 años de su muerte y a 50 de haberlo visto por última vez! “Pero usted sería un niño, porque tengo entendido que él trabajaba para los Boulton …”

El caballero del traje de dril blanco no me dejó terminar, aclarando que en efecto, para aquel entonces, él tendría unos doce años y que su trabajo era “llevarle la mula” a mi papá. Es decir, el muchacho caminaba al frente del cuadrúpedo y lo guiaba por las estrechas calles de Caracas a medida que mi papá visitaba los diferentes locales comerciales que se suministraban de mercancías importadas por la Casa Boulton.

“Un gran señor, tu papá. Quedé eternamente agradecido por lo que hizo conmigo. Me educó a medida que caminábamos por estas calles,” me contaba y volteaba la vista hacia Ávila.”Me enseñó a leer y a escribir, pero sobretodo, me enseñó honradez y religión. Un gran señor, Don Ricardo Palacios. Dios quiera que sus hijos honren su memoria.”

Yo me había quedado atónito, en respetuoso silencio ante las palabras de un hombre que quiso a mi papá durante más tiempo que yo. Le pregunté cómo se llamaba pero me contestó nuevamente con otra pregunta: “¿Tú cómo te llamas?”

“Gonzalo,” le contesté, y de inmediato me dijo “Por tu tío, el hermano de Doña Josefina. Bueno, Gonzalo, un gran gusto ver que los hijos de Don Ricardo son personas dignas y honradas. A ver si nos tomamos un ‘negrito’ mañana.” Me extendió la mano y al separarse de la mía pensé; “la mano que guiaba la mula de mi papá…” No lo volví a ver, ni a la mañana siguiente, ni nunca más. Y nunca supe su nombre. Pero me sentí contento.

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