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16 años de pajaritos preñados

La noche del pasado jueves, tras 18 meses de encarcelamiento y juicio políticos, Leopoldo López fue condenado a 13 años y 9 meses de prisión por haber “instigado” a la violencia durante la marcha estudiantil del 12 de febrero de 2014.
¿Era razonable esperar que la jueza Susana Barreiros dictara otra sentencia? En otras palabras, ¿es posible aspirar a la justicia sin tener Estado de Derecho? ¿No es acaso la simple bondad que su secuestrador se sienta inclinado a demostrar por su víctima en un determinado momento la única esperanza de un disidente político en la Venezuela actual? Era previsible, dolorosamente previsible, que el desenlace de este humillante episodio de nuestra historia más reciente fuera la máxima e implacable condena del acusado. A pesar del discursito permanentemente tranquilizador de quienes desde hace 16 años insisten en hacernos creer en pajaritos preñados, lo cierto es que no vivimos en democracia ni podemos suspirar por recibir sus frutos así como así.
Se trata, por supuesto, de la misma penosa situación que incide en las próximas elecciones parlamentarias. Como se ha dicho y repetido hasta la saciedad, ¿basta con ser mayoría para alcanzar la victoria a fuerza de votos en el marco de las actuales condicione políticas y electorales del país? Por otra parte, ¿cuál es la razón para que Luis Emilio Rondón, supuesto representante de la oposición en la directiva del CNE, haya declarado que la militarización de municipios fronterizos en Táchira y Zulia no entorpecerá el desarrollo normal de estas dichosas elecciones? Peor aún, ¿por qué los voceros más calificados de la MUD reiteran a cada momento que un eventual triunfo en diciembre derramaría sobre Venezuela un chorro inextinguible de bálsamo curalotodo, cuyos múltiples beneficios abarcarían, desde la libertad inmediata de López y demás presos políticos hasta la recuperación prodigiosa de la economía y el fin de la hiperinflación y las colas?
Mentiras podridas. Nadie duda que haga lo que haga el régimen para impedirlo, si las elecciones fueran libres y transparentes, la oposición derrotaría al oficialismo por un gran margen de votos, y que hoy por hoy la magnitud de esa brecha es tal, que haría insuficientes las habituales triquiñuelas del CNE y el ventajismo sin pudor de los poderes públicos. ¿Significa esta nueva realidad electoral que el régimen se vería obligado a reconocer una eventual victoria opositora? Claro que no. Maduro sencillamente se quitaría la careta y recurriría al fraude más desvergonzado y estruendoso. Sin importarle ya poner al descubierto su auténtica y perversa naturaleza antidemocrática.
El régimen condenó a López porque no está dispuesto a consentir su presencia perturbadora del orden “revolucionario” en las calles de Venezuela. De acuerdo con este mismo razonamiento unidimensional, tampoco puede permitirse el exótico lujo de someterse al juicio imparcial de los ciudadanos. Desde esta perspectiva, la opción que más le convendría a Maduro, acorralado por una crisis sin precedentes ni aparente solución a la vista, sería posponerla para otro momento menos desfavorable. ¿Lo hará? En cualquier caso, la única respuesta real de la oposición sería, mientras tenga tiempo para hacerlo, tirar a la basura los cuentos de hadas y no escuchar los tramposos cantos de las sirenas ni seguir creyendo posible actuar y dormir como niños, sino a solas con la realidad del mundo exterior, renunciar al cómodo espejismo de los milagros salvadores, tratar de vislumbrar lo que de veras nos aguarda a la vuelta de la fecha fatal del 6-D y decidir si lo que realmente queremos es que Maduro termine su período presidencial sin mayores sobresaltos o si por el contrario deseamos que la pesadilla termine cuanto antes.
Sin medias tintas, como le exigía Hugo Chávez a sus partidarios en sus momentos de mayor esplendor, ni pendejadas. De ello depende casi todo.
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