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A propósito de la crisis en Nicaragua

Oscar Arias Sánchez

No se debe confundir el origen democrático de un régimen, con el funcionamiento democrático del Estado. Cuando un gobierno controla el poder legislativo, judicial y electoral, como es el caso de Nicaragua y cuando no hay oposición política porque el gobierno la destruyó, es muy evidente que ese régimen político dejó de ser una democracia liberal para convertirse en un gobierno autoritario. La democracia es, según la define Robert Dahl, un sistema en donde todos pueden elegir y ser electos, y en donde el voto de cada quien tenga idéntico valor al de los otros. Un régimen básico de libertades individuales, incluyendo el derecho de expresión y la posibilidad de disentir de la ideología dominante o mayoritaria. El acceso a distintas fuentes de información, que no estén monopolizadas por el gobierno ni por ningún otro grupo de poder. El derecho a asociarse libremente con fines políticos e influir en el curso de la acción colectiva. La posibilidad de evolucionar a través de la alternancia política pacífica. En fin, un marco en el que sea posible aquello que Hannah Arendt llamaba “el doble carácter de la igualdad y la distinción” que viene con la pluralidad humana, en donde todos somos, al mismo tiempo, miembros de un colectivo, seres sociales que actúan en coordinación, e individuos, seres irrepetibles que pueden disentir y en efecto disienten y crean nuevas ideas, nuevos proyectos y nuevas estructuras.

Cuando en 1987 los cinco presidentes firmamos el Plan de Paz que mi gobierno impulsó, quedó muy claro que la condición para una paz firme y duradera en Centroamérica era la realización de elecciones libres y la construcción de instituciones democráticas. Yo me mantuve en permanente contacto con líderes sandinistas y de la oposición la noche del 25 de febrero de 1990, el domingo en que acudió a las urnas el pueblo nicaragüense. La sensatez prevaleció y el gobierno de Daniel Ortega aceptó la derrota. El 25 de abril de ese año presencié, en mi condición de presidente de Costa Rica, en la ciudad de Managua cómo Daniel Ortega le traspasó la banda presidencial a doña Violeta Chamorro. Era la primera vez en cinco décadas que Nicaragua vivía una transición de gobierno pacífica. Ese fue el inicio de una era democrática en Nicaragua que permitió la alternancia en el poder y el fortalecimiento de los partidos políticos.

Los pueblos latinoamericanos no han logrado aprender a apartar los espejismos de la demagogia y del populismo, porque el problema no son nuestros falsos Mesías, sino los pueblos que acuden con palmas a celebrar su llegada. Desde el regreso del sandinismo, en enero de 2007 hasta hoy, la democracia nicaragüense se ha ido desdibujando para convertirse en un régimen cada día más autoritario.

No sé cómo terminarán las demostraciones de insatisfacción del pueblo nicaragüense con el gobierno de Ortega. Lo primero que debe acabar es la represión. Además, debe darse la liberación de todos los detenidos durante las manifestaciones y la reapertura de los medios de comunicación clausurados, así como abrir cuanto antes una mesa de diálogo. ¿Quiénes serán los actores? No lo sé. En Nicaragua no hay líderes reconocidos de oposición y ha emergido una fuerza popular muy poderosa conformada por el estudiantado universitario que necesariamente deberá sentarse en esa mesa de diálogo, al lado de la Conferencia Episcopal y de representantes de distintos sectores sociales y gremiales.

Pienso que después de las recientes manifestaciones Nicaragua ya no será la misma de los últimos 11 años y corresponderá a los liderazgos emergentes la responsabilidad de reconstruir la institucionalidad democrática del mañana. Si el diálogo hizo milagros 31 años atrás también hoy sigue siendo el único instrumento capaz de provocar un cambio de rumbo.

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