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Adiós a la patria

La frase de una amiga, quien como muchos venezolanos optó por irse del país en suerte de voluntario exilio, resumió lapidariamente las cuitas de la distancia: “La patria duele todos los días cuando estás lejos”. Lidiaba con la hondura de la muerte reciente del padre, y un duelo truncado por la falta de vuelos y las feroces condiciones del visado que le impidieron venir para despedirle. Como ella, otros tantos emigrantes viven lo que implica no sólo la simbólica pérdida de lo vivido, de la conexión con sus afectos y lo que soporta su sentido de pertenencia a un lugar, sino lo que progresivamente implica una pérdida de lo que se es, de la individualidad, de la propia identidad. Al fin y al cabo, ¿uno no es, de algún modo, lo que recuerda y lo que otros recuerdan de uno?

No en balde en la antigua Grecia el castigo inmediatamente inferior a la muerte era el destierro. El ostracismo (del griego “óstrakon” o concha de arcilla usada para escribir el nombre del desterrado) era procedimiento político hecho ley por la democracia ateniense, que “permitía desterrar temporalmente a un ciudadano considerado peligroso para el bienestar público de la polis, o culpable de acumular un exceso de poder”. El desterrado vivía entonces, como tocó a Rodrigo Díaz de Vivar, a Unamuno, o al mismo Bolívar en el tortuoso tramo final de su existencia, el carácter inexorable y profundamente desestructurador de la pérdida de su cotidianidad y concepción de vida. Vivir lejos de la patria equivalía casi a la muerte civil: la pérdida de memorias y lazos, a perderse a sí mismo.

Si bien por voluntaria la migración no constituye destierro en sentido estricto, la decisión de vivir en otro país porque el propio entraña una amenaza de coacción que no deja opciones (y eso incluye en nuestro caso la ubicua seña de la inseguridad, la falla en el suministro de servicios básicos, la merma de oportunidades, la escasez, la incertidumbre política, la asfixia de una inflación que escaló ya la cresta de los rankings mundiales) supone la misma carga emocional del ostracismo en términos de la forzosa separación del terruño. Una sensación cargada de imprecisiones y ambivalencias: se añora la patria, pero ya no se desea estar en ella. Néstor García Canclini nos recuerda la historia del padre cubano que pregunta a su hijo qué le gustaría ser cuando crezca, y el niño contesta: extranjero: “Esa respuesta radical representa hoy la sensación de millones de exiliados que migran para librarse de gobiernos autoritarios, o ciudadanos descontentos con su sociedad que buscan otro hogar o el alivio de no tener ninguno.”

Nación de “Puertas abiertas” (política que se inicia con López Contreras) tradicionalmente conocida por brindar inmejorable casa al expatriado y de donde el nativo difícilmente emigraba (desde 1914, con el descubrimiento del petróleo y tras la creación en 1938 de un exitoso  programa para refugiados de la Post-Guerra, entre 1948 -1958 Venezuela se convierte en hogar de más de 1 millón de europeos, padres y abuelos de sucesivas generaciones de venezolanos) es ahora país con rostro distinto. Según reciente encuesta de Datanálisis, uno de cada 10 venezolanos –la mayoría jóvenes- “asegura estar buscando información o realizando trámites que le permitan emigrar del país”, cifra que supera los registros más críticos de emigración en la última década. Igualmente, la encuesta señala que al menos 3 de cada 10 venezolanos tiene algún pariente viviendo fuera del país.

Números inquietantes, sobre todo si consideramos que entre los emigrantes efectivos y potenciales hay una significativa cantidad de mano de obra calificada, un talento que termina eyectado impúdicamente del país. Pese a no existir cifras oficiales de emigración, “universidades y firmas privadas han realizado estudios que aproximan la diáspora en 1 millón 500 mil personas”, indica la diputada al Consejo Legislativo de Miranda, Clara Mirabal; dichas investigaciones revelan que 76% de los emigrados son profesionales, especialmente docentes.

Esa descapitalización de talento local alienta el peor de los sinos para una nación. Sin “cerebros” ni corazones animosos, la idea de patria luce difusa, trágicamente empequeñecida. El gesto múltiple de la violencia cotidiana atiza esa sensación de sentirse extranjero en propia tierra: por eso tanto venezolano escoge reescribir su historia en nuevos predios, no necesariamente más entrañables, tal vez impensablemente espinosos, pero sí al menos más seguros.

Basta leer la turbia nostalgia de tanto jovencito recién graduado, anticipando el adiós, el abrazo de no retorno a la madre, al padre o al abuelo resignados a quedarse en Venezuela, demasiados cansados para lanzarse a la conquista de nuevas memorias que, como dice el escritor Marcelo Cohen, “produzcan más futuro que indignación”: culpa de este ostracismo de nuevo cuño, que está desfigurándole el rostro a un país.

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