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Alemania y China: Hora de redefiniciones

Durante los años de la administración Angela Merkel en Alemania, la política hacia China conoció una  continuidad y crecimiento sin precedentes.  A lo largo de los últimos seis, el mejor y mayor socio comercial de la más sólida economía europea fue China.  El intercambio bilateral del 2021 sobrepasó los 250.000 millones de dólares después de haberse expandido 15% sobre el comercio del año base de la pandemia del COVID. Las importaciones del país asiático a Alemania se catapultaron a 148.000 millones.  

En esa década y media Alemania fue generando un entramado de relaciones comerciales, económicas y tecnológicas que redundó en que las empresas de la poderosa nación alemana se vieran a cada paso más imbricadas en las relaciones con sus socias chinas. Son muchos los que aseguran que si Berlín fue capaz de sobreponer el descalabro económico producido por el frenazo mundial del COVID, se lo debió a la fortaleza de su comercio con el gigante asiático.

Ello no fue, sin embargo, sin precio. Todo un enfoque conciliador-tolerante y permisivo – de la Cancillera ante el régimen autocrático, fue el piso que hizo posible la construcción de ese sólido andamiaje. La campaña electoral para designar a la sucesión de la lideresa Merkel fue el momento para comenzar a poner sobre la mesa una nueva manera de hacer las cosas en política externa. Lo que se debate, tras la designación de Olaf Scholtz y la suscripción del acuerdo de nuevo gobierno entre socialdemócratas, verdes y liberales, es cuál debe ser punto de equilibrio estratégico entre una buena y floreciente relación de índole económica entre las dos potencias y las exigencias universales de respeto a los derechos de los individuos.

En la medida en que la deriva totalitaria de Xi Jinping se ha hecho sostenida y flagrante, y desde el momento en que los crímenes del Partido Comunista chino comenzaron a acumularse, una visión más exigente de esa bilateralidad se ha estado abriendo paso. A Scholtz, ex Ministro de Finanzas de la administración Merkel y Canciller desde septiembre pasado, le ha tocado plantarse firme. El pragmatismo económico alemán está cediendo el paso a una posición más impregnada de valores que es posible sumar al tradicional sello que le es propio y que se manifiesta en esfuerzo, tenacidad y eficiencia.

Uno de los grandes escollos está siendo la complicidad que está recibiendo el líder ruso Vladimir Putin desde Pekín. Este es un contubernio capaz de dar al traste con los esfuerzos de Europa unida – y de Alemania, su economía más abierta- para aminorar el impacto económico de este episodio terrible de la invasión a Ucrania. La secuela de dificultades de aprovisionamiento, la desorganización de las cadenas de valor en el mundo y los elevados precios de energía tienen una consecuencia determinante sobre el continente, pero es principalmente la industria alemana la que está siendo lesionada mas que ninguna otra.

Lo cierto es que el modelo económico que ha servido de base a la fortaleza exportadora alemana y que se apoya en un suministro de gas ruso barato para producir bienes industriales para la exportación está cerca de llegar a su fin. El origen de la distorsión viene de Moscú, no cabe duda, y no de Pekín, pero la China de Xi tiene allí la mano metida hasta el codo.

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