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Alexia en el puente

La joven dama se apoyó en el pasamanos de lo que ya fue el puente Rojo. Los músicos callejeros tocaban música desconocida para mi. Atrás de ellos, entre sombras, se recortaba el Sena y el atardecer diseñaba una escenografía sobrecogedora: «Notre Dame» y el «Hotel de Ville» iluminados.

Alexia buscó el diálogo con la mirada, la elegancia y el silencio discreto de las mujeres hermosas. La vista fija, escrutadora. Las cejas pobladas enarcadas, en un rostro clásico, de sonrisa generosa. El corte de pelo, como el de Cleopatra, pero con un dejo descuidado a propósito.

Una vez lanzadas al aire las monedas de cambio de las identidades elementales, la joven mujer destelló felicidad en la mirada cuando vio cumplidas las expectativas de su corazonada:

-Lo sabia, es usted un artista.

La verdad es que mi respuesta tuvo una salida rebuscada.

-Me dedico a varias disciplinas. Una de ellas en extremo formal, dos de ellas, menos; y estoy pensando sobre cual de ellas le complacería a usted escuchar.

Le volvieron a brillar las pupilas de unos ojos negros azabache.

-Si, me decía a mi misma mientras lo miraba de lejos que seria usted un escritor o un pintor.

Abundé: -las dos cosas apenas, una desde siempre, la poesía, viene de la adolescencia, y en la pintura, un advenedizo, un autodidacta con fortuna. He trabajado y expuesto con mucha frecuencia durante los últimos diez años.

-Pero ¿es usted español? Lo digo por el acento, aunque es bueno su francés.

-Tengo una larga y bella historia con Francia; pero no, vengo de México. ¿y usted?.

-Soy medio griega, de padre francés, con sólo cuatro años en París, de provincias.

Las preguntas iban y venían. La bella mujer, de talla y talantes mediterráneos me recordó a Anouk Aimmé, pero no se lo dije, porque apenas trataba de superar mi lapsus de aventurar su edad y me había equivocado en 4 años. No aprenderé nunca a no meter la pata.

-¿Conoce usted la música que están tocando, veo que la entusiasma?.

Mientras escuchaba, Alexia llevaba el ritmo con palmadas leves, pero rítmicas, sobre su blusa negra.

-Es que yo canto. Bueno, también hago teatro y algo de cine, pero lo mío ha sido la danza moderna, flamenco, jazz…

A esas alturas ya estaba envuelto en el encanto de esa mezcla de talento, simpatía, inteligencia y belleza. Eran demasiadas cosas buenas para estarse dando en un encuentro fortuito, y en un atardecer tardío de verano parisino, con aire festivo sobre lo que fue la Lutecia milenaria, precisamente en el puente metálico sobre el brazo del Sena que divide a la isla Saint-Louis, de la Cité.

La reminiscencia de la película «Midnight in París»de Woodie Allen se volvió inevitable, pero sin mayor final feliz: no hubo ningún intercambio de señales, ni siquiera la expectación de prolongar el momento detrás de un vaso de vino blanco.

Alexia, cuyo nombre significa «la protectora, la que protege a los hombres», en griego, se despidió con palabras entusiastas por el encuentro tan casual, y yo, enmudecido, solo atiné a darle un beso en la mano a esa aparición, en vez de los cuatro habituales de muchos franceses en la mejilla

Reparé que estábamos a pocos pasos de donde habitó la amante de Baudelaire, la famosa «Venus Negra», actriz y bailarina también; y que experiencias como la de esta noche solo pasaban en los cuentos de Julio Cortázar -quien deambuló muchas veces por la calle de la «Femme sans Tête» (la mujer sin cabeza»). La bella callecita que asoma al muelle toma ese nombre legendario de un torso de piedra cercenado por la mano del jacobino Jean-Baptiste Coffinhal. Este cruel revolucionario francés perdería, a su vez, la suya, después de la caída de Robespierre.

Las coincidencias, no cesaban. Jeanne Duval, la «Venus Negra» de Baudelaire que pintó Manet, había vivido en la que fue la casa de un miembro notable del Tribunal Revolucionario y de la Comuna, en 1793, tan solo a la vuelta de la casona donde Zola radicó el estudio del personaje de «La Obra», un trasunto de Cézanne; y en el mismo «Quais de Bourbon», en el que vivió y del que salió para su encierro de locura amorosa -a la que la condenó Rodin- la célebre Camille Claudel.

Estaba entonces metido en una gran densidad literaria, histórica y artística, me dije, mientras andaba y desandaba usos pocos metros; y sobre todo, experimentando una intensa carga surrealista: vi también a un anciano postrado, vestido de punta en blanco, con un gato negro en el regazo, dormitando en la penumbra, desde su portentoso balcón, en la calle de la «Femme sans Tête».

Y para incrementar el asombro, al día siguiente, en uno de esos desahucios inmobiliarios frecuentes en las calles de París, me encontraría, tirada, precisamente en la esquina de la Rue Benoit y la Rue Jacob, una talla de madera, un antiguo maniquí al que también le faltaba la testa. Le puse Camille; me la llevé en andas a «Le Louisiane», mi hotelito y que fue de Giacometti, Sartre, Camus, Cossery, Cy Twombly, entre muchos artistas y pensadores, pero esa es otra historia…

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